—También eso es imposible de evitar. Por más controles que uno invente, siempre los burlan. Metiendo unos miligramos de pasta, una sola vez, cualquier guardia dobla su sueldo. ¿Sabe usted cuánto ganan ellos? Entonces, no hay que extrañarse. Se habla mucho del problema de Lurigancho. No hay tal. El problema es el país.
Lo dice con amargura, como una evidencia que conviene tener presente. Parece empeñoso y bien intencionado. La verdad, no le envidio el puesto. Unos golpecitos en la puerta nos interrumpen.
—Lo dejo con el sujeto, entonces —me dice, yendo a abrir—. Tómese el tiempo que haga falta.
El personaje que entra en el despacho es un flaquito crespo y blancón, de barba rala, que tiembla de pies a cabeza, embutido en una casaca que le baila. Calza unas zapatillas rotosas y sus ojos asustadizos revolotean en las órbitas. ¿Por qué tiembla así? ¿Está enfermo o asustado? No atino a decir nada. ¿Cómo es posible que sea él? No se parece lo más mínimo al Mayta de las fotografías. Se diría veinte años menor que aquél.
—Yo quería hablar con Alejandro Mayta —balbuceo.
—Me llamo Alejandro Mayta —responde, con vocecita raquítica. Sus manos, su piel, hasta sus pelos parecen aquejados de desasosiego.
—¿El del asunto de Jauja, con el Alférez Vallejos? —vacilo.
—Ah, no, ése no —exclama, cayendo en cuenta—. Ése ya no está aquí.
Parece aliviado, como si haber sido traído a la Dirección entrañara algún peligro que se acaba de disipar. Da media vuelta y toca fuerte, hasta que abren y aparece el Director, acompañado de dos hombres. Siempre azogado, el crespito explica que no es él a quien busco sino al otro Mayta. Se va de prisa, con sus zapatillas silentes, siempre vibrando.
—¿Usted lo ubica, Carrillo? —pregunta el Director a uno de sus acompañantes.
—Claro, claro —dice un gordo canoso, con el pelo cortado al rape y una barriga que le rebalsa el cinturón—. El otro Mayta. ¿No fue un poco político, ése?
—Sí —le digo—. Ése es el que busco.
—Lo perdió usted por puesta de manos —me aclara, de inmediato—. Salió el mes pasado.
Pienso que lo perdí y que nunca lo encontraré y que tal vez sea mejor. Acaso el encuentro con el Mayta de carne y hueso en lugar de ayudarme estropearía lo que llevo haciendo. ¿No saben adonde ha ido? ¿Nadie tiene alguna dirección donde ubicarlo? No la tienen ni sospechan su paradero. Le digo al Director que no se moleste en acompañarme. Pero Carrillo viene conmigo, y, mientras bajamos la escalera, le pregunto si recuerda bien a Mayta. Claro que lo recuerda; él lleva tanto tiempo aquí como el más viejo de los reclusos. Entró como simple chulillo y ahora es Sub–Director del penal. ¡Las cosas que habrán visto sus ojos!
—Un preso muy formal y tranquilo, no se metía nunca en líos —dice—. Concesionario de un puesto de alimentos en el pabellón cuatro. Tipo muy trabajador. Se las arregló para mantener a su familia mientras cumplía la condena. Se ha estado aquí por lo menos diez años, la última vez.
—¿Su familia?
—Mujer y tres o cuatro hijos —añade—. Ella venía a verlo cada semana. Me acuerdo muy bien del cholo Mayta. Caminaba pisando huevos ¿no?
Estamos cruzando el patio, entre las alambradas, hacia la Prevención, cuando el SubDirector se para.
—Espérese. Pudiera tener su dirección Arispe. Ha heredado el puestito de alimentos del pabellón cuatro. Creo que siguen siendo socios, incluso. Lo haré llamar y a lo mejor tiene suerte.
Carrillo y yo permanecemos en el patio, frente a las alambradas. Para llenar el tiempo, le pregunto sobre Lurigancho y él, igual que el Director, dice que aquí siempre surgen problemas. Porque aquí, sí señor, hay mala gente, tipos que parecen nacidos sólo para ensañarse hasta lo indescriptible con el prójimo. A lo lejos, rompiendo la simetría de los pabellones, está el recinto de los maricas. ¿Siguen encerrándolos ahí? Sí. Aunque no sirve de gran cosa, pese a las tapias y barrotes los reclusos se meten y los maricas se salen y el tráfico es más o menos el de siempre. De todos modos, desde que tienen pabellón propio, hay menos líos. Antes, cuando andaban mezclados con los otros, las peleas y asesinatos por ellos eran todavía peores. Recuerdo, de mi primera visita, una breve conversación con un médico del penal, sobre las violaciones de los recién llegados. «El caso más frecuente es el recto supurando, gangrenado, cancerizado.» Pregunto a Carrillo si siempre hay tantas violaciones. El se ríe. «Es inevitable, con gente que anda tan aguantada, ¿no cree? Tienen que desfogarse de alguna manera.» Llega por fin el preso que ha mandado llamar. Le explico por qué busco a Mayta, ¿sabe dónde podría ubicarlo?
Es un hombre de buen aspecto, vestido con relativa corrección. Me escucha sin hacerme ninguna pregunta. Pero lo veo dudar y estoy seguro que no me facilitará ninguna pista. Le pido entonces que la próxima vez que vea a Mayta le dé mi teléfono. Bruscamente, se decide:
—Trabaja en una heladería —me dice—. En Miraflores.
Es una pequeña heladería que existe hace muchos años, en la arbolada calle Bolognesi, que conozco muy bien, pues, de muchacho, vivía por allí una chica lindísima con nombre de jardín: Flora Flores. Estoy seguro que la heladería existía ya en ese tiempo y que alguna vez entramos allí con la bella Flora a tomar un barquillo de lúcuma. Un local pequeñito, un simple garaje o algo así, algo insólito en esa calle donde no hay tiendas sino las típicas casitas miraflorinas de los años cincuenta, de dos pisos, con sus jardines a la entrada y las inevitables matas de geranios, la buganvilia y la ponciana de flores rojas. Un nerviosismo incontrolable me gana cuando, al fin, doblo el Malecón y enfilo por Bolognesi. Sí, está exactamente donde recordaba, a pocos pasos de esa casa gris, con balcones, donde yo veía aparecer la carita dulce y los ojos incandescentes de Flora. Estaciono unos metros antes de la heladería y apenas puedo echar llave al auto por lo torpes que se me han puesto las manos.
No hay nadie en el local, que, en efecto, es pequeño, aunque moderno, con unas mesitas de hule floreado pegadas a la pared. La persona que atiende es Mayta. Está en mangas de camisa, algo más gordo, algo más viejo que en las fotos, pero lo hubiera reconocido al instante entre decenas de personas.
—Alejandro Mayta —le digo, alargándole la mano—. ¿No? Me escudriña unos segundos y sonríe, abriendo una boca en la que le faltan dientes. Pestañea, tratando de reconocerme. Al fin, renuncia.
—Lo siento, pero no caigo —dice—. Dudaba que fuese Santos, pero tú, usted, no es Santos, ¿no?
—Lo busco hace tiempo —le digo, acodándome en el mostrador—. Le va a sorprender mucho, le advierto. Ahora mismo vengo de Lurigancho. El que me dijo cómo encontrarlo fue su socio del pabellón cuatro, Arispe.
Lo observo con cuidado, a ver cómo reacciona. No parece sorprenderse ni inquietarse. Me mira con curiosidad, un resto de sonrisa perdida en la cara morena. Viste una camisita de tocuyo y le noto unas manos toscas, de tornero o labrador. Lo que más me llama la atención es su absurdo corte de pelo: lo han tijereteado a la mala, su cabeza es una especie de escobillón, algo risible. Me hace recordar mi primer año en París, de grandes aprietos económicos, en que con un amigo de la Escuela Berlitz, donde enseñábamos español, íbamos a cortarnos el pelo a una academia de peluqueros, cerca de la Bastilla. Los aprendices, unos niños, nos atendían gratis, pero nos dejaban la cabeza como se la han puesto a mi inventado condiscípulo. Me mira achicando los ojos oscuros y cansados —todo el rededor lleno de arrugas— con una naciente desconfianza titilando en las pupilas.
—Me he pasado un año investigando sobre usted, conversando con la gente que lo conoció —le digo—. Fantaseando y hasta soñando con usted. Porque he escrito una novela que, aunque de manera muy remota, tiene que ver con la historia esa de Jauja.
Me mira sin decir nada, ahora sí sorprendido, sin comprender, sin estar seguro de haber oído bien, ahora sí inquieto.