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—Pero… —tartamudea—. Por qué se le ocurrió, cómo ha sido eso de…

—No sé por qué ni cómo, pero es lo que he estado haciendo todo este año —le digo, con precipitación, atemorizado de su temor, de que se niegue a seguir esta charla, a tener otra. Le aclaro—: En una novela siempre hay más mentiras que verdades, una novela no es una historia fiel. Esa investigación, esas entrevistas, no eran para contar lo que pasó realmente en Jauja, sino, más bien, para mentir sabiendo sobre qué mentía.

Me doy cuenta de que, en vez de tranquilizarlo, lo confundo y alarmo. Pestañea y se queda con la boca entreabierta, mudo.

—Ah, usted es el escritor —sale del paso—. Sí, ya lo reconocí. Hasta leí una de sus novelas, creo, hace años.

En eso entran tres muchachos sudorosos que vienen de hacer deporte, a juzgar por su indumentaria. Piden gaseosas y helados. Mientras Mayta los atiende, puedo observarlo, moviéndose entre los objetos de la heladería. Abre la nevera, los depósitos, llena los barquillos, destapa las botellas, alcanza los vasos con una desenvoltura y familiaridad que delatan buena práctica. Trato de imaginármelo en el pabellón cuatro de Lurigancho, sirviendo jugos de frutas, paquetes de galletas, tazas de café, vendiendo cigarrillos a los otros reos, cada mañana, cada tarde, a lo largo de diez años. Físicamente, no parece vencido; es un hombre fortachón, que lleva con dignidad sus sesenta y pico de años. Después de cobrar a los tres deportistas, vuelve a mi lado, con una sonrisa forzada.

—Caramba —murmura—. Esto sí que era lo último que se me hubiera ocurrido. ¿Una novela?

Y mueve la incrédula cabeza de derecha a izquierda, de izquierda a derecha.

—Por supuesto que no aparece su nombre verdadero —le aseguro—. Por supuesto que he cambiado fechas, lugares, personajes, que he enredado, añadido y quitado mil cosas. Además, inventé un Perú de apocalipsis, devastado por la guerra, el terrorismo y las intervenciones extranjeras. Por supuesto que nadie reconocerá nada y que todos creerán que es pura fantasía. He inventado también que fuimos compañeros de colegio, de la misma edad y amigos de toda la vida.

—Por supuesto —silabea él, escrutándome con incertidumbre, descifrándome a poquitos.

—Me gustaría conversar con usted —añado—. Hacerle algunas preguntas, aclarar ciertas cosas. Sólo lo que usted quiera y pueda contarme, desde luego. Tengo muchos enigmas dándome vueltas en la cabeza. Además, esta conversación es mi último capítulo. No puede usted negármela, me dejaría la novela coja.

Me río y él también se ríe y oímos a los tres deportistas riéndose. Pero ellos se ríen de algún chiste que acaban de contarse. Y en eso entra una señora a pedir media libra de pistacho y chocolate mitad mitad, para llevar. Cuando termina de atenderla, Mayta vuelve a mi lado.

—Hace dos o tres años, unos muchachos de Vanguardia Revolucionaria fueron a verme a Lurigancho —dice—. Querían saber lo de Jauja, un testimonio escrito. Pero yo me negué.

—No es lo mismo —le digo—. Mi interés no es político, es literario, es decir…

—Sí, ya sé —me interrumpe, alzando una mano—. Bueno, le regalo una noche. No más, porque no tengo mucho tiempo, y, la verdad, no me gusta hablar de esos asuntos. ¿El martes próximo? Es la que me conviene, el miércoles sólo comienzo aquí a las once y puedo acostarme tarde la víspera. Los otros días salgo a las seis de mi casa, pues hasta aquí tengo tres ómnibus.

Quedamos en que vendré a buscarlo a la salida de su trabajo, después de las ocho. Cuando estoy yéndome, me llama:

—Tómese un helado, por cuenta de la casa. Para que vea qué buenos son. A ver si se hace cliente nuestro.

Antes de volver a Barranco, doy una pequeña caminata por el barrio, tratando de poner en orden mi cabeza. Voy a pararme un rato bajo los balcones de la casa donde vivió la bellísima Flora Flores. Tenía una melenita castaña, piernas largas y ojos aguamarina. Cuando llegaba a la pedregosa playa de Miraflores, con su ropa de baño negra y sus zapatillas blancas, la mañana se llenaba de luz, el sol calentaba más, las olas corrían más alegres. Recuerdo que se casó con un aviador y que éste se mató a los pocos meses, en un pico de la Cordillera, entre Lima y Tingo María, y que alguien me contó, años después, que Flora se había vuelto a casar y que vivía en Miami. Subo hasta la Avenida Grau. En esta esquina había un barrio de muchachos con los que nosotros —los de Diego Ferré y Colón, en el otro confín de Miraflores— disputábamos intensos partidos de fulbito en el Club Terrazas, y recuerdo con qué ansiedad esperaba yo de niño esos partidos y la terrible frustración cuando me ponían de suplente. Al volver al auto, luego de una media hora, ya estoy algo recuperado del encuentro con Mayta.

El episodio por el que éste volvió a Lurigancho, por el que se ha pasado allá estos últimos diez años, está bien documentado en los diarios y en los archivos judiciales. Ocurrió en Magdalena Vieja, no lejos del Museo Antropológico, al amanecer de un día de enero de 1973. El administrador de la sucursal del Banco de Crédito de Pueblo Libre regaba su jardincito interior —lo hacía todas las mañanas, antes de vestirse—cuando tocaron el timbre. Pensó que el lechero pasaba más temprano que otras veces. En la puerta, cuatro tipos que tenían las caras cubiertas con pasamontañas lo encañonaron con pistolas. Fueron con él al cuarto de su esposa, a la que amarraron en la misma cama. Luego —parecían conocer el lugar— entraron al dormitorio de la única hija, una muchacha de diecinueve años, estudiante de Turismo. Esperaron que la chica se vistiera y advirtieron al señor que, si quería volver a verla, debía llevar cincuenta millones de soles en un maletín al Parque Los Garifos, en las cercanías del Estadio Nacional. Desaparecieron con la muchacha en un taxi que habían robado la víspera.

El señor Fuentes dio parte a la policía y, obedeciendo sus instrucciones, llevó un maletín abultado con papeles al Parque Los Garifos. En los alrededores había investigadores de civil. Nadie se le acercó y el señor Fuentes no recibió ningún aviso por tres días. Cuando él y su esposa estaban ya desesperados hubo una nueva llamada: los secuestradores sabían que había informado a la policía. Le daban una última oportunidad. Debía llevar el dinero a una esquina de la Avenida Aviación. El señor Fuentes explicó que no podía conseguir cincuenta millones, el Banco jamás le facilitaría semejante suma, pero que estaba dispuesto a darles todos sus ahorros, unos cinco millones. Los secuestradores insistieron: cincuenta o la matarían. El señor Fuentes se prestó dinero, firmó letras y llegó a juntar unos nueve millones que esa noche llevó adonde le habían indicado, esta vez sin alertar a la policía. Un auto sobreparó y el que estaba al lado del chófer cogió el maletín, sin decir palabra. La muchacha apareció horas después en casa de sus padres. Había tomado un taxi en la Avenida Colonial, donde la abandonaron sus captores después de tenerla tres días, con los ojos vendados y semianestesiada con cloroformo. Estaba tan perturbada que debieron internarla en el Hospital del Empleado. A los pocos días, se levantó del cuarto que compartía con una operada de apendicitis y, sin decir a ésta palabra, se arrojó al vacío.

El suicidio de la muchacha fue explotado por la prensa y excitó a la opinión pública. Pocos días después la policía anunció que había detenido al cabecilla de la banda — Mayta— y que sus cómplices estaban por caer. Según la policía, Mayta reconoció su culpabilidad y reveló todos los pormenores. Ni los cómplices ni el dinero aparecieron nunca. En el juicio, Mayta negó que hubiera intervenido en el rapto, ni siquiera sabido de él, e insistió en que la falsa confesión le había sido arrancada con torturas. El proceso duró varios meses, al principio entre cierta alharaca de los diarios que pronto decayó. La sentencia fue de quince años de cárcel para Mayta, a quien el tribunal reconoció culpable de secuestro, extorsión criminal y homicidio indirecto, pese a sus protestas de inocencia. Que el día del secuestro estaba en Pacasmayo haciendo averiguaciones sobre un posible trabajo, como repetía, no pudo ser verificado. Fueron muy perjudiciales para él los testimonios de los Fuentes. Ambos aseguraron que su voz y su físico correspondían a uno de los tipos con pasamontañas. El defensor de Mayta, un oscuro picapleitos cuya actuación en todo el proceso fue torpe y desganada, apeló la sentencia. La Corte Suprema la confirmó un par de años después. Que Mayta fuera puesto en libertad al cumplir dos tercios de la pena corrobora, sin duda, lo que me ha dicho el señor Carrillo en Lurigancho: que su conducta durante estos diez años fue ejemplar.