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Como tiene éxito, Moisés despierta convulsivas envidias y mucha gente habla pestes de él y se burla del Cadillac color concho de vino en el que rueda por las calles. Las peores lenguas son, por supuesto, las de los progresistas que gracias al Centro —a él— comen, se visten, escriben, publican, viajan a congresos, ganan becas, organizan seminarios y conferencias y aumentan su prontuario de progresistas. Él sabe las cosas que dicen de él y no le importa, o, si le importa, lo disimula. Su éxito en la vida y la preservación de su imagen dependen de una filosofía que no variará jamás un ápice: es posible que Moisés Barbi Leyva tenga enemigos, pero Moisés Barbi Leyva no es enemigo de nadie de carne y hueso, salvo de esos monstruos abstractos —el imperialismo, el latifundismo, el militarismo, la oligarquía, la CÍA, etc.— que le sirven para sus fines tanto como sus amigos (el resto de la humanidad viviente). El jacobino intratable que era Mayta hace treinta años diría de él, sin duda, que es el caso típico del intelectual revolucionario que se «sensualizó», lo que es probablemente exacto. Pero ¿reconocería que, con todas las transacciones y simulaciones que tiene que hacer en el endemoniado país que le tocó, Moisés Barbi Leyva ha conseguido que varias decenas de intelectuales vivan y trabajen en vez de haraganear en un mundillo universitario corrompido por la frustración y las intrigas, y que otros tantos viajen, sigan cursos de especialización, mantengan un contacto fecundo con sus colegas del resto del mundo? ¿Reconocería que,«sensualizado» como está, Moisés Barbi Leyva ha hecho, él solito, lo que deberían haber hecho el Ministerio de Educación, el Instituto de Cultura o cualquiera de las Universidades del Perú y no ha hecho ninguna otra persona o institución? No, no reconocería nada de esto. Porque esas cosas, para Mayta, eran distracciones de la tarea primordial, la única obligación de quien tiene ojos para ver y decencia para actuar: la lucha revolucionaria.

—Salud —me tiende la mano Moisés.

—Salud, camarada —respondió Mayta.

Era el segundo en llegar, algo excepcional, pues siempre que había reunión del Comité era él quien abría el garaje del Jirón Zorritos que servía de local al POR(T). Los siete miembros del Comité tenían llave y cada cual usaba a veces el garaje para dormir, si no tenía otro techo, o para realizar algún trabajo. Los dos universitarios del Comité, el Camarada Anatolio y el Camarada Medardo, preparaban aquí sus exámenes.

—Hoy te gané —se asombró el Camarada Medardo—. Qué milagro.

—Anoche tuve una fiesta y me acosté tardísimo.

—¿Tú, una fiesta? —se rió el Camarada Medardo—. Otro milagro.

—Algo interesante —explicó Mayta—. Pero no lo que estás pensando. Informaré ahora al Comité, justamente.

En el exterior del garaje no había nada que indicara el género de actividades que tenían lugar adentro, pero, en el interior, colgaba en la pared un cartel con las caras barbadas de Marx, Lenin y Trotski traído por el Camarada Jacinto de una reunión de organizaciones trotskistas en Montevideo. Arrumbados contra las paredes había altos de Voz Obrera y volantes, manifiestos, adhesiones a huelgas o denuncias que no habían alcanzado a repartir. Había un par de sillas desfondadas y unos banquitos de tres patas que parecían de ordeñadora o de espiritistas. Y unos colchones apilados uno sobre otro y cubiertos con una frazada que servían también de asiento cuando hacía falta. Sobre una repisa de ladrillos y tablones languidecían algunos libros llenos de polvo de cal y en un rincón se veía el esqueleto de un triciclo sin ruedas. El local del POR(T) era tan estrecho que con un tercio del Comité daba la impresión de haber quórum.

—¿Mayta? —Moisés se echa atrás en su silla mecedora y me examina, incrédulo.

—Mayta —le digo—. ¿Te acuerdas de él, no? Recupera su aplomo y su sonrisa.

—Por supuesto, cómo no me voy a acordar. Pero me llama la atención. Quién se acuerda en el Perú de Mayta.

—Poca gente. Y, por eso, a los pocos que se acuerdan les estoy exprimiendo los recuerdos.

Sé que me ayudará, porque Moisés es un hombre servicial, siempre dispuesto a echar una mano a todo el mundo, pero me doy cuenta, también, que, para hacerlo, tendrá que romper una prevención psicológica, hacerse cierta violencia, porque Mayta y él estuvieron muy cerca y fueron seguramente muy amigos. ¿Le incomoda el recuerdo del Camarada Mayta en esta oficina llena de libros encuadernados, un mapa del Antiguo Perú en pergamino y una vitrina de huacos fornicantes? ¿Lo hace sentirse en una situación ligeramente falsa el tener que volver a hablar de aquellas acciones e ilusiones que compartieron él y Mayta? Probablemente. A mí mismo, que nunca llegué a ser su compañero político, el recuerdo de Mayta no deja de causarme cierto malestar, de manera que al importante Director del Centro Acción para el Desarrollo…

—Era un buen tipo —dice, prudentemente, a la vez que me mira como queriendo descubrir, en lo más secreto, mi propia opinión de Mayta—. Idealista, bien intencionado. Pero ingenuo, iluso. Yo, por lo menos, en ese desgraciado asunto de Jauja, tengo la conciencia limpia. Le advertí el disparate en que se metía y traté de hacerlo recapacitar. Tiempo perdido, por supuesto, porque era una muía.

—Estoy tratando de reconstruir sus comienzos políticos —le explico—. No sé gran cosa, salvo que, muy chico, a finales del Colegio o el año que estuvo en San Marcos, se hizo aprista. Y después…

—Después se hizo de todo, ésa es la verdad —dice Moisés—. Aprista, comunista, escisionista, trosco. Todas las sectas y capillas. No pasó por otras porque entonces no había más. Ahora tendría más posibilidades. Aquí en el Centro estamos haciendo un cuadro de todos los partidos, grupos, alianzas, fracciones y frentes de izquierda que hay en el Perú. ¿Cuántos calculas? Más de treinta.

Tamborilea en el escritorio y adopta un aire pensativo.

—Pero hay que reconocer una cosa —añade de pronto, muy serio—. En todos esos cambios no hubo ni pizca de oportunismo. Sería inestable, alocado, lo que quieran, pero, también, la persona más desinteresada del mundo. Te digo algo más. Había en él una tendencia autodestructiva. De heterodoxo, de rebelde orgánico. Apenas se metía en algo, comenzaba a disentir y terminaba en actividad fraccional. Era más fuerte en él que cualquier otra cosa: discrepar. ¡Pobre Camarada Mayta! Qué destino jodido ¿no?