El martes a las ocho de la noche, cuando paso a buscarlo a la heladería, Mayta me está esperando, con un maletín donde debe llevar la ropa que usa para el trabajo. Se acaba de lavar la cara y peinar esos pelos disparatados; unas gotitas de agua le corren por el cuello. Tiene una camisa azul a rayas, una casaca gris a cuadros, desteñida y con remiendos, un pantalón caqui arrugado y unos zapatos espesos, de esos que se usan para largas travesías. ¿Tiene hambre? ¿Vamos a algún restaurante? Me dice que nunca come de noche y que más bien busquemos un sitio tranquilo. Unos minutos después estamos en mi escritorio, frente a frente, tomando unas gaseosas. No ha querido cerveza ni nada alcohólico. Me dice que dejó de fumar y de beber hace años.
El comienzo de la charla es algo melancólico. Le pregunto por el Salesiano. Allí estudió, ¿no es cierto? Sí. No ha vuelto a ver a sus compañeros hace siglos y apenas sabe de alguno que otro, profesional, hombre de negocios, político, cuando aparece de pronto en los diarios. Y tampoco de los Padres, aunque, me cuenta, precisamente hace unos días se encontró en la calle con el Padre Luis. El que enseñaba a los párvulos. Viejecito viejecito, casi ciego, encorvado, arrastraba los pies ayudándose con un palo de escoba. Le dijo que salía a darse sus paseítos por la Avenida Brasil y que lo había reconocido, pero, sonríe Mayta, por supuesto que no tenía la menor idea de con quién hablaba. Debía ser centenario, o raspando.
Cuando le muestro los materiales que he reunido sobre él y la aventura de Jauja — recortes de periódico, fotocopias de expedientes, fotografías, mapas con itinerarios, fichas sobre los protagonistas y testigos, cuadernos de notas y de entrevistas— lo veo husmear, ojear, manosear todo aquello con una expresión de estupor y embarazo. Varias veces se levanta para ir al baño. Tiene un problema en los riñones, me explica, y continuamente siente deseos de orinar, aunque la mayoría de las veces es falsa alarma y sólo orina gotitas.
—En los ómnibus, de mi casa a la heladería, es una vaina. Dos horas de viaje, ya le he dicho. Imposible aguantar, por más que orine antes de subir. A veces no tengo más remedio que mojar el pantalón, como las guaguas.
—¿Fueron muy duros esos años en Lurigancho? —le pregunto, estúpidamente.
Me mira desconcertado. Hay un silencio total allá afuera, en el Malecón de Barranco. No se oye ni la resaca.
—No es una vida de pacha —responde, al cabo de un rato, con una especie de vergüenza—. Cuesta al principio, más que nada. Pero uno se acostumbra a todo, ¿no?
Por fin algo que coincide con el Mayta de los testimonios: ese pudor, la reticencia a hablar de sus problemas personales, a revelar su intimidad. A lo que nunca se acostumbró fue a los guardias republicanos, admite de pronto. No había sabido lo que era odiar hasta que descubrió el sentimiento que inspiraban a los presos. Odio mezclado con terror pánico, por supuesto. Porque, cuando cruzan las alambradas para poner fin a una gresca o una huelga, lo hacen siempre disparando y golpeando, caiga quien caiga, justos y pecadores.
—Fue al fin del año pasado, ¿no? —le digo—. Cuando hubo esa matanza.
—El 31 de diciembre —asiente—. Entraron un centenar, a hacerse las Navidades. Querían divertirse y, como decían, cobrar el aguinaldo. Estaban muy borrachos.
Fue a eso de las diez de la noche. Vaciaban sus armas desde las puertas y ventanas de los pabellones. Arrebataron a los presos todo el dinero, el licor, la marihuana, la cocaína que había en el penal y hasta la madrugada estuvieron divirtiéndose, tiroteándolos, rajándolos a culatazos, haciéndolos ranear, pasar callejón oscuro, o rompiéndoles la cabeza y los dientes a patadas.
—La cifra oficial de muertos fue treinta y cinco —dice—. En realidad, mataron el doble o más. Los periódicos dijeron después que habían impedido un intento de fuga.
Hace un gesto de cansancio y su voz se vuelve murmullo. Los reos se echaban unos encima de otros, como en el rugby, formando montañas de cuerpos para protegerse. Pero no es ése su peor recuerdo de la cárcel. Sino, tal vez, los primeros meses, cuando era llevado de Lurigancho al Palacio de Justicia para la instructiva, en esos atestados furgones de paredes metálicas. Los presos tenían que ir en cuclillas y con la cabeza tocando el suelo, pues, al menor intento de levantarla y espiar afuera, eran salvajemente golpeados. Lo mismo al regresar: para subir al furgón, desde la carceleta, había que atravesar a toda carrera una doble valla de republicanos, escogiendo entre cubrirse la cabeza o los testículos, pues en todo el trayecto recibían palazos, puntapiés y escupitajos. Se queda pensativo —acaba de volver del baño— y añade, sin mirarme:
—Cuando leo que matan a uno de ellos, me alegro mucho.
Lo dice con un rencor súbito, profundo, que se evapora un instante después, cuando le pregunto por el otro Mayta, ese flaquito crespo que temblaba tan raro.
—Es un ladronzuelo que anda con la cabeza derretida ya de tanta pasta —dice—. No va a durar mucho.
Su voz y su expresión se dulcifican al hablar del quiosco de alimentos que administró con Arispe en el pabellón cuatro.
—Produjimos una verdadera revolución —me asegura, con orgullo—. Nos ganamos el respeto de todo el mundo. El agua se hervía para los jugos de fruta, para el café, para todo. Cubiertos, vasos y platos se lavaban antes y después de usarse. La higiene, lo primero. Una revolución, sí. Organizamos un sistema de cupones a crédito. Aunque no me lo crea, sólo una vez intentaron robarnos. Recibí un tajo aquí en la pierna, pero no pudieron llevarse nada. Incluso creamos una especie de Banco, porque muchos nos daban a guardar su plata.
Es evidente que, por alguna razón, le incomoda tremendamente hablar de lo que a mí me interesa: los sucesos de Jauja. Cada vez que trato de llevarlo hacia ellos, comienza a evocarlos y, muy pronto, de manera fatídica, desvía la charla hacia temas actuales. Por ejemplo, su familia. Me dice que se casó en el interregno de libertad entre sus dos últimos períodos en Lurigancho, pero que, en verdad, conoció a su mujer actual en la cárcel, la vez anterior. Ella venía a visitar a un hermano preso, quien se la presentó. Se escribieron y cuando él salió libre se casaron. Tienen cuatro hijos, tres hombres y una niña. Para su mujer fue muy duro que a él lo internaran de nuevo. Los primeros años, tuvo que romperse el alma para dar de comer a las criaturas, hasta que él pudo ayudarla gracias a la concesión del quiosco. Esos primeros años su mujer hacía tejidos y los vendía de casa en casa. Él procuraba también vender algo —las chompas tenían cierta demanda— allá en Lurigancho.
Mientras lo oigo, lo observo. Mi primera impresión de un hombre bien conservado, sano y fuerte, era falsa. No debe estar bien de salud. No sólo por ese problema en los riñones que a cada momento lo lleva al baño. Suda mucho y por instantes se congestiona, como si lo acosaran ráfagas de malestar. Se seca la frente con el pañuelo y, a ratos, víctima de un espasmo, se le corta el habla. ¿Se siente mal? ¿Quiere que suspendamos la entrevista? No, está perfectamente, sigamos.
—Me parece que no le gusta tocar el tema de Vallejos y Jauja —le digo, de sopetón—. ¿Le molesta por el fracaso que significó? ¿Por las consecuencias que tuvo en su vida?