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Niega con la cabeza, varias veces.

—Me molesta porque me doy cuenta que usted está mejor informado que yo — sonríe—. Sí, no es broma. Se me han olvidado muchas cosas y otras las tengo confusas. Quisiera echarle una mano y contarle. Pero, el problema es que ya no sé muy bien todo lo que pasó, ni cómo pasó. Hace mucho de todo eso, dése cuenta.

¿Habladuría, pose? No. Sus recuerdos son vacilantes, y, a menudo, errados. Debo rectificarlo a cada paso. Me asombra, porque, todo este año, obsesionado con el tema, suponía ingenuamente que el protagonista también lo estaba y que su memoria seguía escarbando en lo ocurrido en aquellas horas, un cuarto de siglo atrás. ¿Por qué hubiera sido así? Aquello fue para Mayta un episodio en una vida en la que, antes y después, hubo muchos otros, tanto o acaso más graves. Es normal que éstos desplazaran o empobrecieran a aquél.

—Hay un asunto, sobre todo, que me resulta incomprensible —le digo—. ¿Hubo traición? ¿Por qué desaparecieron los que estaban comprometidos? ¿Dio contraorden el Profesor Ubilluz? ¿Por qué lo hizo? ¿Por miedo? ¿Porque desconfiaba del proyecto? ¿O fue Vallejos, como asegura Ubilluz, quien adelantó el día de la insurrección?

Mayta reflexiona unos segundos, en silencio. Se encoge de hombros:

—Nunca estuvo claro y nunca lo estará —murmura—. Ese día, me pareció que era traición. Después, se volvió más enredado. Porque yo no supe de antemano la fecha prevista para el levantamiento. La fijaron sólo Vallejos y Ubilluz, por razones de seguridad. Éste ha dicho siempre que la fecha acordada era cuatro días después y que Vallejos la adelantó porque se enteró de que lo iban a transferir, debido a un incidente que tuvo con los apristas dos días antes.

Lo del incidente es cierto, está documentado en un periodiquito jaujino de la época. Hubo una manifestación aprista en la Plaza de Armas, para recibir a Haya de la Torre, quien pronunció un discurso desde el atrio de la Catedral. Vallejos, vestido de civil, el Chato Ubilluz y un pequeño grupo de amigos se apostaron en una esquina de la Plaza y al entrar el cortejo le lanzaron huevos podridos. Los búfalos apristas los corretearon, y, después de un conato de refriega, Vallejos, Ubilluz y sus amigos se refugiaron en la peluquería de Ezequiel. Esto es lo único probado. La tesis de Ubilluz y de otra gente, en Jauja, es que Vallejos fue reconocido por los apristas y que éstos hicieron una enérgica protesta por la participación del jefe de la cárcel, un oficial en servicio activo, contra un mitin político autorizado. A consecuencia de esto, habrían advertido a Vallejos que lo iban a transferir. Dicen que fue llamado de urgencia por su jefatura inmediata, la de Huancayo. Ello lo habría impulsado a adelantar cuatro días la rebelión, sin advertir a todos los otros comprometidos. Ubilluz asegura que él se enteró del suceso cuando el Alférez estaba ya muerto y los rebeldes detenidos.

—Antes me parecía que no era cierto, que se corrieron —dice Mayta—. Después, ya no supe. Porque en el Sexto, en el Frontón, en Lurigancho, fueron cayendo, meses o años después, algunos de los tipos que estuvieron comprometidos. Los encarcelaban por otros asuntos, sindicales o políticos. Todos juraban que el alzamiento los sorprendió, que Ubilluz los había citado para otro día, que jamás hubo repliegue o volteretazo. Para hablarle francamente, no lo sé. Sólo Vallejos y Ubilluz sabían la fecha acordada. ¿La adelantó? A mí no me lo dijo. Pero, no es imposible. Él era muy impulsivo, muy capaz de hacer una cosa así, aun corriendo el riesgo de quedarse solo. Lo que entonces llamábamos un voluntarista.

¿Está criticando al Alférez? No, es un comentario distanciado, neutral. Me cuenta que, aquella primera noche, cuando vino la familia de Vallejos a llevarse el cadáver, el padre se negó a saludarlo. Entró cuando a él lo interrogaban y Mayta le estiró la mano pero el señor no se la estrechó y más bien lo miró con ira y lágrimas, como responsabilizándolo de todo.

—No sé, pudo haber algo de eso —repite—. O, también, un malentendido. Es decir, que Vallejos estuviera seguro de un apoyo que, en realidad, no le habían prometido. En las reuniones a las que me llevaron, en Ricrán, donde Ubilluz, con los mineros, sí, se habló de la revolución, todos parecían de acuerdo. ¿Pero, ofrecieron realmente coger un fusil y venirse al monte el primer día? Yo no los oí decirlo. Para Vallejos era un sobreentendido, algo fuera de toda duda. A lo mejor sólo recibió vagas promesas, apoyo moral, la intención de ayudar desde lejos, siguiendo cada cual su vida corriente. O, tal vez, se comprometieron y, por miedo o porque el plan no los convenció, se echaron atrás. No puedo decírselo. La verdad, no lo sé.

Tamborilea con los dedos en el brazo del asiento. Sigue un largo silencio.

—¿Lamentó alguna vez haberse metido en esa aventura? —le pregunto—. Supongo que, en la cárcel, habrá pensado mucho, todos estos años, en lo que pasó.

—Arrepentirse es cosa de católicos. Yo dejé de serlo hace muchos años. Los revolucionarios no se arrepienten. Hacen su autocrítica, que es distinto. Yo hice la mía y se acabó. —Parece enojado.' Pero unos segundos después, sonríe—: No sabe usted qué raro me resulta hablar de política, recordar hechos políticos. Es como un fantasma que volviera, desde el fondo del tiempo, a mostrarme a los muertos y a cosas olvidadas.

¿Dejó de interesarse en la política sólo en estos últimos diez años? ¿En su prisión anterior? ¿O cuando estuvo preso por lo de Jauja? Queda en silencio, pensativo, tratando de aclarar sus recuerdos. ¿También se le ha olvidado?

—No me había puesto a pensar en eso hasta ahora —murmura, secándose la frente—. No fue una decisión mía, en realidad. Fue algo que ocurrió, algo que las circunstancias impusieron. Acuérdese que cuando me fui a Jauja, para el levantamiento, había roto con mis camaradas, con mi partido, con mi pasado. Me había quedado solo, políticamente hablando. Y mis nuevos camaradas sólo lo fueron unas horas. Vallejos murió, Condori murió, Zenón Gonzales regresó a su comunidad, los josefinos volvieron al colegio. ¿Se da cuenta? No es que yo dejara la política. Ella me dejó a mí, más bien.

Lo dice de una manera que no le creo: a media voz, con los ojos huidizos, removiéndose en el asiento. Por primera vez en la noche, estoy seguro de que, miente. ¿No volvió a ver nunca a sus antiguos amigos del PÓR(T)?

—Se portaron bien conmigo cuando estuve en la cárcel, después de lo de Jauja — exclama—Iban a verme, me llevaban cigarrillos, se movieron mucho para que me incluyeran en la amnistía que dio el nuevo gobierno. Pero el POR(T) se deshizo al poco tiempo, por los sucesos de La Convención, de Hugo Blanco. Cuando salí de la cárcel el POR(T) y el POR a secas ya no existían. Habían surgido otros grupos trotskistas con gente venida de la Argentina. Yo no conocía a nadie y no estaba interesado ya en política.

Con las últimas palabras, se levanta a orinar.

Cuando regresa, veo que también se ha lavado la cara. ¿De veras no quiere que salgamos a comer algo? Me asegura que no, repite que no come nunca de noche. Quedamos un buen rato sumidos en cavilaciones propias, sin hablar. El silencio sigue siendo total esta noche en el Malecón de Barranco; sólo habrá en él silenciosas parejas de enamorados, protegidas por la oscuridad, y no los borrachines y marihuaneros que los viernes y sábados hacen siempre tanto escándalo. Le digo que, en mi novela, el personaje es un revolucionario de catacumbas, que se ha pasado media vida intrigando y peleando con otros grupúsculos tan insignificantes como el suyo, y que se lanza a la aventura de Jauja no tanto porque lo convenzan los planes de Vallejos —tal vez, íntimamente, es escéptico sobre las posibilidades de éxito— sino porque el Alférez le abre las puertas de la acción. La posibilidad de actuar de manera concreta, de producir en la realidad cambios verificables e inmediatos, lo encandila. Conocer a ese joven impulsivo le descubre retroactivamente la inanidad en que ha consistido su quehacer revolucionario. Por eso se embarca en la insurrección, aun intuyendo que es poco menos que un suicidio.