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—¿Se reconoce algo en semejante personaje? —le pregunto—. ¿O no tiene nada que ver con usted, con las razones por las que siguió a Vallejos?

Se queda mirándome, pensativo, pestañeando, sin saber qué contestar. Alza el vaso y bebe el resto de la gaseosa. Su vacilación es su respuesta.

—Esas cosas parecen imposibles cuando fracasan —reflexiona—. Si tienen éxito, a todo el mundo le parecen perfectas y bien planeadas. Por ejemplo, la Revolución Cubana. ¿Cuántos desembarcaron con Fidel en Granma? Un puñadito. Tal vez menos de los que éramos nosotros ese día en Jauja. A ellos les salió y a nosotros no.

Se queda meditando, un momento.

—A mí nunca me pareció una locura, mucho menos un suicidio —afirma—. Estaba bien pensado. Si destruíamos el puente de Molinos y retrasábamos a los policías, hubiéramos cruzado la Cordillera. En la bajada a la selva, ya no nos encontraban. Hubiéramos…

Se le apaga la voz. La falta de convicción con que habla es tan visible que, se habrá dicho, no tiene sentido tratar de hacerme creer algo en lo que él tampoco cree. ¿En qué cree ahora mi supuesto ex–condiscípulo? Allá, en el Salesiano, hace medio siglo, creía ardientemente en Dios. Luego, cuando murió Dios en su corazón, creyó con el mismo ardor en la revolución, en Marx, en Lenin, en Trotski. Luego, los sucesos de Jauja, o, acaso, antes, esos largos años de insulsa militancia, debilitaron y mataron también esa fe. ¿Qué otra la reemplazó? Ninguna. Por eso da la impresión de un hombre vacío, sin emociones que respalden lo que dice. Cuando empezó a asaltar Bancos y a secuestrar por un rescate ¿ya no podía creer en nada, salvo en conseguir dinero a como diera lugar? Algo, en mí, se resiste a aceptarlo. Sobre todo ahora, mientras lo observo, vestido con esos zapatos de caminante y esa ropa misérrima; sobre todo ahora que he visto cómo se gana la vida,

—Si usted quiere, no tocamos ese tema —lo alerto—. Pero tengo que decirle algo, Mayta. Me cuesta entender que, al salir de la cárcel, luego de lo de Jauja, se dedicara a asaltar Bancos y a secuestrar gente. ¿Podemos hablar de eso?

—No, de eso no —contesta inmediatamente, con cierta dureza. Pero se contradice, añadiendo—: No tuve nada que ver. Falsificaron pruebas, presentaron testigos falsos, los obligaron a declarar contra mí. Me condenaron porque hacía falta un culpable y yo tenía antecedentes. Mi condena es una mancha para la justicia.

Nuevamente se le corta la voz, como si en ese momento lo ganaran la desmoralización, la fatiga, la certidumbre de que es inútil tratar de disuadirme de algo que, por obra del tiempo, ha adquirido irreversible consistencia. ¿Dice la verdad? ¿Puede ser cierto que no fuera uno de los asaltantes de La Victoria, uno de los secuestradores de Pueblo Libre? Sé muy bien que en las cárceles del país hay gente inocente —acaso tanta como criminales afuera, gozando de consideración— y no es imposible que Mayta, con su prontuario, sirviera de chivo expiatorio a jueces y policías. Pero vislumbro, en el hombre que tengo al frente, tal estado de apatía, de abandono moral, tal vez de cinismo, que tampoco me resulta imposible imaginármelo cómplice de los peores delitos.

—El personaje de mi novela es maricón —le digo, después de un rato.

Levanta la cabeza como picado por una avispa. El disgusto le va torciendo la cara. Está sentado en un sillón bajito, de espaldar ancho, y ahora sí parece tener sesenta o más años. Lo veo estirar las piernas y frotarse las manos, tenso.

—¿Y por qué? —pregunta, al fin.

Me toma de sorpresa: ¿acaso lo sé? Pero improviso una explicación.

—Para acentuar su marginalidad, su condición de hombre lleno de contradicciones. También, para mostrar los prejuicios que existen sobre este asunto entre quienes, supuestamente, quieren liberar a la sociedad de sus taras. Bueno, tampoco sé con exactitud por qué lo es.

Su expresión de desagrado se acentúa. Lo veo alargar la mano, coger el vaso de agua que ha colocado sobre unos libros, manosearlo y, al advertir que está vacío, volverlo a su sitio.

—Nunca tuve prejuicios sobre nada —murmura, luego de un silencio—. Pero, sobre los maricas, creo que tengo. Después de haberlos visto. En el Sexto, en el Frontón. En Lurigancho es todavía peor.

Queda un rato pensativo. La mueca de disgusto se atenúa, sin desaparecer. No hay asombro de compasión en lo que dice:

—Depilándose las cejas, rizándose las pestañas con fósforos quemados, pintándose la boca, poniéndose faldas, inventándose pelucas, haciéndose explotar igualito que las putas por los cafiches. Cómo no tener vómitos. Parece mentira que el ser humano pueda rebajarse así. Mariquitas que le chupan el pájaro a cualquiera por un simple pucho… — Resopla, con la frente nuevamente llena de sudor. Agrega entre dientes—: Dicen que Mao fusiló a todos los que había en China. ¿Será cierto?

Se vuelve a levantar para ir al baño y mientras espero que vuelva, miro por la ventana. En el cielo casi siempre nublado de Lima, esta noche se ven las estrellas, algunas quietas y otras chispeando sobre la mancha negra que es el mar. Se me ocurre que Mayta, allá en Lurigancho, en noches así, debía contemplar hipnotizado las estrellas lucientes, espectáculo limpio, sereno, decente: dramático contraste con la degradación violenta en que vivía.

Cuando regresa, dice que lamenta no haber viajado nunca al extranjero. Era su gran ilusión, cada vez que salía de la cárceclass="underline" irse, empezar en otro país, desde cero. Lo intentó por todos los medios, pero resultaba dificilísimo: por falta de dinero, de papeles en regla, o por ambas cosas. Una vez llegó hasta la frontera, en un ómnibus que iba a llevarlo a Venezuela, pero a él lo desembarcaron en la aduana del Ecuador, pues su pasaporte no estaba en regla.

—De todas maneras no pierdo las esperanzas de irme —gruñe—. Con tanta familia es más difícil. Pero es lo que me gustaría. Aquí no hay perspectiva de trabajo, de nada. No hay. Por donde uno mire, simplemente no hay. Así que no he perdido las esperanzas.

Pero sí las has perdido para el Perú, pienso. Total y definitivamente, ¿no, Mayta? Tú que tanto creías, que tanto querías creer en un futuro para tu desdichado país. Echaste la esponja, ¿no? Piensas, o actúas como si lo pensaras, que eso no cambiará nunca para mejor, sólo para peor. Más hambre, más odio, más opresión, más ignorancia, más brutalidad, más barbarie. También tú, como tantos otros, sólo piensas ahora en escapar antes que nos hundamos del todo.

—A Venezuela, o a México, donde también dicen que hay mucho trabajo, por el petróleo. Y hasta a los Estados Unidos, aunque no hable inglés. Eso es lo que me gustaría.

De nuevo se le va la voz, extenuada por la falta de convicción. A mí también se me va algo en ese instante: el interés por la charla. Sé que no voy a conseguir de mi falso condiscípulo nada más de lo que he conseguido hasta ahora: la deprimente comprobación de que es un hombre destruido por el sufrimiento y el rencor, que ha perdido incluso los recuerdos. Alguien, en suma, esencialmente distinto del Mayta de mi novela, ese optimista pertinaz, ese hombre de fe, que ama la vida a pesar del horror y las miserias que hay en ella. Me siento incómodo, abusando de él, reteniéndolo aquí —es cerca de la medianoche— para una conversación sin consistencia, previsible. Debe ser angustioso para él este escarbar recuerdos, este ir y venir de mi escritorio al baño, una perturbación de su diaria rutina, que imagino monótona, animal.

—Lo estoy haciendo trasnochar demasiado —le digo.

—La verdad es que me acuesto temprano—responde, con alivio, agradeciéndome con una sonrisa que ponga punto final a la charla—. Aunque duermo muy poco, me bastan cuatro o cinco horas. De muchacho, en cambio, era dormilón.

Nos levantamos, salimos, y, en la calle, pregunta por dónde pasan los ómnibus al centro. Cuando le digo que voy a llevarlo, murmura que basta con que lo acerque un poco. En el Rímac puede tomar un micro.