Casi no hay tráfico en la Vía Expresa. Una garúa menudita empaña los cristales del auto. Hasta la Avenida Javier Prado intercambiamos frases inocuas, sobre la sequía del Sur y las inundaciones del Norte, sobre los líos en la frontera. Cuando llegamos al puente, susurra, con visible molestia, que tiene que bajarse un ratito. Freno, se baja y orina al lado del auto, escudándose en la puerta. Al volver, murmura que en las noches, a causa de la humedad, el problema de los riñones se acentúa. ¿Ha ido donde el médico? ¿Sigue algún tratamiento? Está arreglando primero lo de su seguro; ahora que lo tenga irá al Hospital del Empleado a hacerse ver, aunque, parece, se trata de algo crónico, sin cura posible.
Estamos callados hasta la Plaza Grau. Allí, súbitamente —acabo de pasar a un vendedor de emoliente—, como si hablara otra persona, le oigo decir:
—Hubo dos asaltos, cierto. Antes de ese de La Victoria, ese por el que me encerraron. Lo que le dije es verdad: tampoco tuve nada que ver con el secuestro de Pueblo Libre. Ni siquiera estaba en Lima cuando ocurrió, sino en Pacasmayo, en un trapiche.
Se queda callado. No lo apresuro, no le pregunto nada. Voy muy despacio, esperando que se decida a continuar, temiendo que no lo haga. Me ha sorprendido la emoción de su voz, el aliento confidencial. Las calles del centro están oscuras y desiertas. El único ruido es el motor del auto.
—Fue al salir de la cárcel, después de lo de Jauja, después de esos cuatro años adentro —dice, mirando al frente—. ¿Se acuerda de lo que ocurría en el Valle de La Convención, allá en el Cusco? Hugo Blanco había organizado a los campesinos en sindicatos, dirigido varias tomas de tierras. Algo importante, muy diferente de todo lo que venía haciendo la izquierda. Había que apoyar, no permitir que les ocurriera lo que a nosotros en Jauja.
Freno ante un semáforo rojo, en la Avenida Abancay, y él también hace una pausa. Es como si la persona que está a mi lado fuera distinta de la que estuvo hace un rato en mi escritorio y distinta del Mayta de mi historia. Un tercer Mayta, dolido, lacerado, con la memoria intacta.
—Así que tratamos de apoyarlos, con fondos —susurra—. Planeamos dos expropiaciones. En ese momento era la mejor manera de poner el hombro.
No le pregunto con quiénes se puso de acuerdo para asaltar los Bancos; si sus antiguos camaradas del POR(T) o del otro POR, revolucionarios que conoció en la cárcel u otros. En esa época —comienzos de los sesenta— la idea de la acción directa impregnaba el aire y había innumerables jóvenes que, si no actuaban ya de ese modo, por lo menos hablaban día y noche de hacerlo. A Mayta no debió serle difícil conectarse con ellos, ilusionarlos, inducirlos a una acción santificada con el nombre absolutorio de expropiaciones. Lo ocurrido en Jauja debía haberle ganado cierto prestigio ante los grupos radicales. Tampoco le pregunto si él fue el cerebro de aquellos asaltos.
—El plan funcionó en los dos casos como un reloj —agrega—. Ni detenciones ni heridos. Lo hicimos en dos días consecutivos, en sitios distintos de Lima. Expropiamos… —Una breve vacilación, antes de la fórmula evasiva—: … varios millones.
Queda en silencio otra vez. Noto que está profundamente concentrado, buscando las palabras adecuadas para lo que debe ser lo más difícil de contar. Estamos frente a la Plaza de Acho, mole de sombras difuminadas en la neblina. ¿Por dónde sigo? Sí, lo llevaré hasta su casa. Me señala la dirección de Zárate. Es una amarga paradoja que viva, ahora que está libre, en la zona de Lurigancho. La avenida, aquí, es una sucesión de huecos, charcos y basuras. El auto se estremece y da botes.
—Como estaba requetefichado, se acordó que yo no llevara el dinero al Cusco. Allá debíamos entregarlo a la gente de Hugo Blanco. Por una precaución elemental decidimos que yo fuera después, separado de los otros, por mi cuenta. Los camaradas partieron en dos grupos. Yo mismo los ayudé a partir. Uno en un camión de carga, otro en un auto alquilado.
Vuelve a callar y tose. Luego, con sequedad y un fondo de ironía, añade rápido:
—Y, en eso, me cayó la policía. No por las expropiaciones. Por el asalto de La Victoria. En el que yo no había estado, del que yo no sabía nada. Vaya casualidad, pensé. Vaya coincidencia. Qué bien, pensé. Tiene su lado positivo. Los distrae, los va a enredar. Ya no me vincularían para nada con las expropiaciones. Pero no, no era una coincidencia…
De golpe, ya sé lo que me va a contar, he adivinado con toda precisión adonde culminará su relato.
—No lo entendí completamente hasta años después. Quizá porque no quería entenderlo. —Bosteza, con la cara congestionada, y mastica algo—. Incluso, vi un día en Lurigancho un volante a mimeógrafo, sacado por no sé qué grupo fantasma, atacándome. Me acusaban de ladrón, decían que me había robado no sé cuánto dinero del asalto al Banco de La Victoria. No le di importancia, creí que era una de esas vilezas normales en la vida política. Cuando salí de Lurigancho, absuelto por lo de La Victoria, habían pasado dieciocho meses. Me puse a buscar a los camaradas de las expropiaciones. Por qué, en todo ese tiempo, no me habían hecho llegar un solo mensaje, por qué no habían tomado contacto conmigo. Por fin encontré a uno de ellos. Entonces, hablamos.
Sonríe, entreabriendo la boca de dientes incompletos. Ha cesado la llovizna y en el cono de luz de los faros del auto hay tierra, piedras, desperdicios, perfiles de casas pobres.
—¿Le contó que el dinero no llegó nunca a manos de Hugo Blanco? —le pregunto.
—Me juró que él se había opuesto, que él trató de convencer a los otros que no hicieran una chanchada así —dice Mayta—. Me contó montones de mentiras y echó a los demás la culpa de todo. Él había pedido que me consultaran lo que iban a hacer. Según él, los otros no quisieron. «Mayta es un fanático», dice que le dijeron. «No entendería, es demasiado recto para estas cosas.» Entre las mentiras que me contó, se reconocían algunas verdades.
Suspira y me ruega que pare. Mientras lo veo, al lado de la puerta, desabotonándose y abotonándose la bragueta, me pregunto si el Mayta que me sirvió de modelo podría ser llamado fanático, si el de mi historia lo es. Sí, sin duda, los dos lo son. Aunque, tal vez, no de la misma manera.
—Es verdad, yo no hubiera entendido —dice, suavemente, cuando vuelve a mi lado—. Es verdad. Yo les hubiera dicho: la plata de la revolución quema las manos. ¿No se dan cuenta que si se quedan con ella dejan de ser revolucionarios y se convierten en ladrones?
Vuelve a suspirar, hondo. Voy muy despacio, por una avenida en tinieblas, a cuyas orillas hay a veces familias enteras durmiendo a la intemperie, tapadas con periódicos. Perros escuálidos salen a ladrarnos, los ojos encandilados por los faros.
—Yo no los hubiera dejado, por supuesto —repite—. Por eso me denunciaron, por eso me implicaron en el asalto de La Victoria. Sabían que yo, antes que dejarlos, les hubiera pegado un tiro. Mataron dos pájaros, delatándome. Se libraron de mí y la policía encontró un culpable. Ellos sabían que yo no iba a denunciar a unos camaradas a los que creía arriesgando la vida para llevar a Hugo Blanco el producto de las expropiaciones. Cuando, en los interrogatorios, me di cuenta de qué me acusaban, dije: «Perfecto, no se la huelen». Y, durante un tiempo, los estuve hueveando. Creía que era una buena coartada.
Se ríe, despacito, con la cara seria. Queda en silencio y se me ocurre que no dirá nada más. No necesito que lo diga, tampoco. Si es cierto, ahora sé qué lo ha destruido, ahora sé por qué es el fantasma que tengo a mi lado. No el fracaso de Jauja, ni todos esos años de cárcel, ni siquiera purgar culpas ajenas. Sino, seguramente, descubrir que las expropiaciones fueron atracos; descubrir que, según su propia filosofía, había actuado «objetivamente» como un delincuente común. ¿O, más bien, haber sido un ingenuo y un tonto ante camaradas que tenían menos años de militancia y menos prisiones que él?