¿Fue eso lo que lo desengañó de la revolución, lo que hizo de él este simulacro de sí mismo?
—Durante un tiempo, pensé buscarlos, uno por uno, y tomarles cuentas —dice.
—Como en El conde de Montecristo —lo interrumpo—. ¿Leyó alguna vez esa novela?
Pero Mayta no me escucha.
—Después, la rabia y el odio también se me fueron —prosigue—. Si quiere, digamos que los perdoné. Porque, hasta donde supe, a todos les fue tan mal o peor que a mí. Menos a uno, que llegó a diputado.
Se ríe, con una risita ácida, antes de enmudecer.
No es cierto que los hayas perdonado, pienso. Tampoco te has perdonado a ti mismo por lo que ocurrió. ¿Debo pedirle nombres, precisiones, tratar de sonsacarle algo más? Pero la confesión que me ha hecho es excepcional, una debilidad de la que tal vez se arrepienta. Pienso en lo que debió ser rumiar, entre las alambradas y el cemento de Lurigancho, la burla de que fue objeto. Pero ¿y si esto que me ha contado es exageración, pura mentira? ¿No será todo una farsa premeditada para exculparse de un prontuario que lo avergüenza? Lo miro de soslayo. Está bostezando y desperezándose, como con frío. A la altura de la bifurcación a Lurigancho, me indica que siga derecho. Termina el asfalto de la avenida; ésta se prolonga en una huella de tierra que se pierde en el descampado.
—Un poco más allá está el pueblo joven donde vivo —dice—. Camino hasta aquí a tomar el ómnibus. ¿Se acordará y podrá regresar, ahora que me deje?
Le aseguro que sí. Quisiera preguntarle cuánto gana en la heladería, qué parte de su sueldo se le va en ómnibus y cómo distribuye lo que le queda. También, si ha intentado conseguir algún otro trabajo y si quisiera que le eche una mano, haciendo alguna gestión. Pero todas las preguntas se me mueren en la garganta.
—En una época se decía que en la selva había perspectivas —le oigo decir—. Estuve dándole vueltas a eso, también. Ya que lo del extranjero era difícil, tal vez irme a Pucallpa, a Iquitos. Decían que había madereras, petróleo, posibilidades de trabajo. Pero era cuento. Las cosas en la selva andan igual que aquí. En este pueblo joven hay gente que ha regresado de Pucallpa. Es lo mismo. Sólo los traficantes de coca tienen trabajo.
Ahora sí, estamos terminando el descampado y, en la oscuridad, se vislumbra una aglomeración de sombras chatas y entrecortadas: las casitas. De adobes, calaminas, palos y esteras, dan, todas, la impresión de haberse quedado a medio hacer, interrumpidas cuando empezaban a tomar forma. No hay asfalto ni veredas, no hay luz eléctrica y no debe haber tampoco agua ni desagüe.
—Nunca había llegado hasta aquí —le digo—. Qué grande es esto.
—Allá, a la izquierda, se ven las luces de Lurigancho —dice Mayta, mientras me guía por los vericuetos de la barriada—. Mi mujer fue una de las fundadoras de este pueblo joven. Hace ocho años. Unas doscientas familias lo crearon. Se vinieron de noche, por grupos, sin ser vistas. Trabajaron hasta el amanecer, clavando palos, tirando cordeles, y, a la mañana siguiente, cuando llegaron los guardias, ya el barrio existía. No hubo manera de sacarlas.
—O sea que, al salir de Lurigancho, usted no conocía su casa —le pregunto.
Me dice que no con la cabeza. Y me cuenta que, el día que salió, después de casi once años, se vino sólito, caminando a través del descampado que acabamos de cruzar, apartando a pedradas a los perros que querían morderlo. Al llegar a las primeras casitas empezó a preguntar: «¿Dónde vive la señora Mayta?». Y así fue que se presentó a su hogar y le dio la sorpresa a su familia.
Estamos frente a su casa, la tengo presa en el cono de luz de los faros del auto. La fachada es de ladrillo y la pared lateral también, pero el techo no ha sido vaciado aún, es una calamina sin asegurar, a la que impiden moverse unos montoncitos de piedra, enfilados cada cierto trecho. La puerta, un tablón, está sujeta a la pared con clavos y pitas.
—Estamos luchando por el agua —dice Mayta—. Es el gran problema aquí. Y, por supuesto, la basura. ¿Seguro que podrá usted llegar hasta la avenida?
Le aseguro que sí y le digo que, si no le importa, luego de algún tiempo, lo buscaré para que conversemos y me cuente algo más sobre la historia de Jauja. Acaso le vuelvan a la memoria otros detalles. Él asiente y nos despedimos con un apretón de manos.