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—Se abre la sesión —dijo el Camarada Jacinto. Era el Secretario General del POR(T) y el más viejo de los cinco presentes. Faltaban dos miembros del Comité: el Camarada Pallardi y el Camarada Carlos. Después de esperarlos media hora, habían decidido comenzar sin ellos. El Camarada Jacinto, con voz carrasposa, hizo un resumen de la última sesión, hacía tres semanas. No llevaban libro de actas, por precaución, pero el Secretario General apuntaba en una libretita los principales temas de cada debate y ahora iba revisándola —arrugaba mucho los ojos— mientras hablaba. ¿Qué edad tenía el Camarada Jacinto? Sesenta, acaso más. Cholo fornido y erecto, con una cresta de pelos sobre la frente y unos aires deportivos que lo rejuvenecían, era una reliquia en la organización, pues había vivido su historia desde aquellas reuniones, a comienzos de los años cuarenta, en casa del poeta Rafael Méndez Dorich, cuando, de la mano de unos surrealistas que volvían de París —Westphalen, Abril de Vivero, Moro—, habían llegado las ideas troskistas al Perú. El Camarada Jacinto había sido uno de los fundadores de la primera organización trotskista, el Grupo Obrero Marxista, en 1964, la simiente del POR, y, en Fertilizantes, S. A. (Fertisa), donde trabajaba hacía veinte años, había integrado siempre, en minoría, la directiva sindical, pese a la hostilidad de apristas y rabanitos. ¿Por qué se había quedado con ellos en vez de irse con el otro grupo? Mayta se alegraba mucho, pero no lo entendía. Toda la vieja guardia trotskista, todos los contemporáneos del Camarada Jacinto, se habían quedado en el POR. ¿Por qué él, en cambio, estaba en el POR(T)? ¿Por no apartarse de la gente joven? Debía ser por eso, pues a Mayta le parecía dudoso que al Camarada Jacinto le importara mucho la polémica internacional del trotskismo entre «pablistas» y «antipablistas».

—El problema de Voz Obrera —dijo el Secretario General—. Es lo más urgente.

—Infantilismo de izquierda, hechizo de la contradicción, no sé cómo llamarlo —dice Moisés— La enfermedad de la ultraizquierda. Ser más revolucionario que, ir más a la izquierda que, ser más radical que… Ésa fue la actitud de Mayta toda su vida. Cuando estábamos en la Juventud Aprista, un par de mocosos recién salidos del cascarón, el Apra en la clandestinidad, Manuel Seoane nos dio unas charlas sobre la teoría del espacio–tiempo histórico de Haya de la Torre y su refutación y superación dialéctica del marxismo. A Mayta, por supuesto, se le metió que teníamos que estudiar marxismo, para saber qué refutábamos y superábamos. Formó un círculo y a los pocos meses la JAP nos puso en disciplina. Y así, sin saber cómo, terminamos colaborando con los rabanitos. El resultado fue el Panóptico. Nuestro bautizo.

Se ríe y yo me río. Pero no nos reímos de las mismas cosas. Moisés se ríe de esos juegos de niños precozmente politizados que eran él y Mayta entonces, y con su risa trata de convencerme que todo aquello no tuvo la menor importancia, un sarampión de imberbes, anécdotas que se llevó el viento. Yo me río de dos fotografías que acabo de descubrir en su escritorio. Se miran y equilibran, cada una en un marco de plata: Moisés estrecha la mano del Senador Robert Kennedy, en su visita al Perú promoviendo la Alianza para el Progreso, y Moisés junto al Presidente Mao Tse Tung, en Pekín, con una delegación de latinoamericanos. En ambas, sonríe con neutralidad.

—Que informe el responsable —añadió el Camarada Jacinto.

El responsable de Voz Obrera era él. Mayta sacudió la cabeza para ahuyentar la imagen del Alférez Vallejos que, junto con una gran modorra, lo perseguía desde que despertó esa mañana con sólo tres horas de sueño en el cuerpo. Se puso de pie. Sacó la pequeña ficha con el esquema de lo que iba a decir.

—Así es, camaradas, Voz Obrera es el problema más urgente y hay que resolverlo hoy mismo —dijo, conteniendo un bostezo—. En realidad, son dos problemas y debemos tratarlos por separado. El primero, el del nombre, surgido por la salida de los divisionistas. Y, el segundo, el de siempre, el económico.

Todos sabían de qué se trataba, pero Mayta se lo recordó con lujo de detalles. La experiencia le había demostrado que esa prolijidad al exponer un tema ahorraba tiempo más tarde, en el debate. Asunto primero: ¿debían seguir llamando Voz Obrera con el añadido de la T al órgano del Partido? Porque los divisionistas habían sacado ya su periódico con el título de Voz Obrera, usando la misma viñeta, para hacer creer a la clase obrera que ellos representaban la continuidad del POR, y el POR(T), la división. Una sucia maniobra, por supuesto. Pero, había que encarar los hechos. Que hubiera dos Partidos Obreros Revolucionarios ya resultaba confuso para los trabajadores. Que hubiera dos Voz Obrera, aunque una de ellas llevara la letra T de Trotskista, los desorientaría aún más. Por otra parte, el material del nuevo número estaba armado en la imprenta de Cocharcas, así que había que tomar una decisión ahora. ¿Se imprimiría como Voz Obrera (T) o le cambiaban el nombre? Hizo una pausa, mientras prendía un cigarrillo, a ver si los Camaradas Jacinto, Medardo, Anatolio o Joaquín decían algo. Como permanecieron mudos, siguió, arrojando una bocanada de humo:

—El otro asunto es que faltan quinientos soles para pagar este número. El administrador de la imprenta me ha advertido que, a partir del próximo, el presupuesto subirá lo que ha subido el papel. Veinte por ciento.

La imprenta de Cocharcas les cobraba dos mil soles por mil ejemplares, de dos pliegos, y ellos vendían el número a tres soles. En teoría, si agotaban el tiraje, les hubiera quedado una utilidad de mil soles. En la práctica, los quioscos y canillitas cobraban el cincuenta por ciento de comisión por número vendido, con lo cual —ya que no tenían avisos— perdían cincuenta centavos por ejemplar. Sólo dejaban utilidad los que vendían ellos mismos en las puertas de las fábricas, universidades y sindicatos. Pero, salvo raras veces, como atestiguaban esas rumas de números amarillentos que rodeaban desmoralizadoramente al Comité Central del POR(T) en el garaje del Jirón Zorritos, nunca se habían agotado los mil ejemplares, y, entre los que salían, buena parte no eran vendidos sino regalados. Voz Obrera había dejado siempre pérdidas. Ahora, con la división, las cosas empeorarían.

Mayta intentó una sonrisa de aliento:

—No es el fin del mundo, camaradas. No pongan esas caras tristes. Más bien, encontremos una solución.

—Del Partido Comunista lo expulsaron cuando estaba en la cárcel, si la memoria no me falla —recuerda Moisés—. Pero a lo mejor me falla. Me pierdo con todas esas rupturas y reconciliaciones.

—¿Estuvo mucho tiempo en el Partido Comunista? —le pregunto—. ¿Estuvieron?

—Estuvimos y no estuvimos, según por donde se mire. Nunca nos inscribimos ni tuvimos carnet. Pero nadie tenía carnet en ese momento. El Partido estaba en la ilegalidad y era minúsculo. Colaboramos como simpatizantes más que como militantes. En la cárcel, Mayta, con su espíritu de contradicción, empezó a sentir simpatías heréticas. Nos pusimos a leer a Trotski, yo arrastrado por él. En el Frontón ya daba conferencias a los presos sobre el doble poder, la revolución permanente, la esclerosis del estalinismo. Un día le llegó la noticia de que los rabanitos lo habían expulsado, acusándolo de ultraizquierdista, divisionista, provocador, trotskista, etcétera. Al poco tiempo yo salí desterrado a la Argentina. Cuando volví, Mayta militaba en el POR. Pero ¿no tienes hambre? Vámonos a almorzar, entonces.

Es un mediodía espléndido, de verano, con un sol blanco y vertical, que alegra casas, gentes, árboles, cuando, en el rutilante Cadillac color concho de vino de Moisés, salimos a las calles de Miraflores, más atestadas que otros días de patrullas policiales y de jeeps del Ejército con soldados encasquetados. Hay una ametralladora a la entrada de la Diagonal, protegida por sacos de arena, a cargo de la Infantería de Marina. Al pasar frente a ella, el oficial que comanda el puesto está hablando por una radio portátil. En un día asilo indicado es comer junto al mar, dice Moisés. ¿Al Costa Verde o al Suizo de La Herradura? El Costa Verde está más cerca y mejor defendido contra posibles atentados. En el trayecto, hablamos del POR en los años finales de la dictadura odriísta, 1955 y 1956, cuando los presos políticos salían de la cárcel y los exiliados volvían al país.