—Entre tú y yo, eso del POR era una broma —dice Moisés—. Una broma seria, por supuesto, para los que dedicaron su vida y se jodieron. Una broma trágica para los que se hicieron matar. Y una broma de mal gusto para los que se secaron el cerebro con panfletos masturbatorios y polémicas estériles. Pero, por donde se mire, una broma sin pies ni cabeza.
Como temíamos, el Costa Verde está repleto. En la puerta, el servicio de seguridad del restaurante nos registra y Moisés deja su revólver a los vigilantes. Le dan a cambio una contraseña amarilla. Mientras esperamos que se desocupe una mesa, nos instalan bajo un toldo de paja, pegado al rompeolas. Tomando una cerveza fría, vemos estallar las olas y sentimos en la cara las salpicaduras del mar.
—¿Cuántos eran en el POR en tiempos de Mayta? —le pregunto.
Moisés se abstrae y bebe un largo trago que le deja un bozal de espuma. Se limpia con la servilleta. Mueve la cabeza, con una sonrisita burlona flotando por su cara:
—Nunca más de veinte —murmura. Habla tan bajito que tengo que acercar la cabeza para no perder lo que dice—. Fue la cifra tope. Lo celebramos en un chifa. Ya éramos veinte. Poco después vino la división. «Pablistas» y «antipablistas». ¿Te acuerdas del Camarada Michael Pablo? El POR y el POR(T). ¿Nosotros éramos «pablistas» o anti? Te juro que no me acuerdo. Era Mayta quien nos embarcaba en esas sutilezas ideológicas. Sí, ya me vino, nosotros éramos «pablistas» y ellos anti. Siete nosotros y ellos trece. Se quedaron con el nombre y tuvimos que añadir una T mayúscula a nuestro POR. Ninguno de los grupos creció después de la división, de eso estoy seguro. Así, hasta el asunto de Jauja. Entonces, los dos POR desaparecieron y empezó otra historia. Fue una buena cosa para mí. Terminé exiliado en París, pude hacer mi tesis y dedicarme a cosas serias.
—Las posiciones están claras y la discusión agotada —dijo el Camarada Anatolio.
—Tiene razón —gruñó el Secretario General—. Votemos con la mano levantada. ¿Quiénes a favor?
—La propuesta de Mayta —cambiar el nombre de Voz Obrera (T) por Voz Proletaria— fue rechazada tres contra dos. El voto del Camarada Jacinto fue el dirimente. Al argumento de Mayta y Joaquín —la confusión que significaría la existencia de dos periódicos con el mismo nombre, atacándose uno al otro—, Medardo y Anatolio replicaban que el cambio parecería dar la razón a los divisionistas, admitir que eran ellos, los del POR, y no el POR(T) quien mantenía la línea del Partido. Regalarles, además del nombre de la organización, el del periódico, ¿no era poco menos que premiar la traición? Según Medardo y Anatolio la similitud de títulos, problema transitorio, se iría aclarando en la conciencia de la clase obrera cuando el contenido de los artículos, editoriales, informaciones, la coherencia doctrinaria, hicieran el deslinde y mostraran cuál era el periódico genuinamente marxista y antiburocrático y cuál el apócrifo. La discusión fue áspera, larguísima, y Mayta pensaba cuánto más divertida había sido la conversación de la víspera con ese muchacho bobo e idealista. «He perdido este voto por aturdimiento, por la falta de sueño», pensó. Bah, no importaba. Si conservar el título traía más dificultades para distribuir Voz Obrera (T), siempre cabía pedir una revisión del acuerdo, cuando estuvieran presentes los siete miembros del Comité.
—¿Seguro que eran sólo siete cuando Mayta conoció al Subteniente Vallejos?
—También te acuerdas de Vallejos —sonríe Moisés. Estudia el menú y ordena ceviche de camarones y arroz con Conchitas. Le he dejado la elección diciéndole que un economista sensualizado, como él, lo hará mejor que yo—. Sí, siete. No me acuerdo de los nombres de todos, pero sí de los seudónimos. Camarada Jacinto, Camarada Anatolio, Camarada Joaquín… Yo era el Camarada Medardo. ¿Te has fijado cómo se ha empobrecido el menú del Costa Verde desde que hay racionamiento? A este paso, pronto se cerrarán todos los restaurantes de Lima.
Nos han colocado en una mesa del fondo, desde la que apenas se divisa el mar, tapado por las cabezas de los comensales: turistas, hombres de negocios, parejas, empleados de una firma que celebran un cumpleaños. Debe haber un político o un empresario importante entre ellos, pues, en una mesa próxima, veo a cuatro guardaespaldas de civil, con metralletas sobre las piernas. Beben cerveza en silencio, ojeando el local de un lado a otro. El rumor de las conversaciones, las risas, el ruido de los cubiertos apagan las olas y la resaca.
—Con Vallejos, en todo caso, llegaron a ocho —le digo—. La memoria te falló.
—Vallejos no estuvo nunca en el Partido—me replica, al instante—. Suena a broma eso de un Partido con siete afiliados ¿no? No estuvo nunca. Para mayor precisión, a Vallejos yo no le vi jamás la cara. La primera vez que se la vi fue en los periódicos.
Habla con absoluta seguridad y tengo que creerle. ¿Por qué me mentiría? De todas maneras, me sorprende, más todavía que el número de militantes del POR(T). Lo imaginaba pequeño pero no tan ínfimo. Me había hecho una composición de lugar sobre presunciones que ahora se esfuman: Mayta llevando a Vallejos al garaje del Jirón Zorritos, presentándolo a sus camaradas, incorporándolo como Secretario de Defensa… Todo eso, humo.
—Ahora, cuando te digo siete, te digo siete profesionalizados —aclara Moisés, luego de un momento—. Había, además, los simpatizantes. Estudiantes y obreros con los que organizábamos círculos de estudios. Y teníamos cierta influencia en algunos sindicatos. El de Fertisa, por ejemplo. Y en Construcción Civil.
Acaban de traer los ceviches y los camarones lucen frescos y húmedos y se siente el picante en el aroma de los platos. Bebemos, comemos y, apenas terminamos, vuelvo a la carga:
—¿Estás seguro que nunca viste a Vallejos?
—El único que lo veía era Mayta. Durante un buen tiempo, al menos. Después, se formó una comisión especial. El Grupo de Acción. Anatolio, Mayta y Jacinto, creo. Ellos sí lo vieron, unas cuantas veces. Los demás, nunca. Era un militar ¿no te das cuenta? ¿Qué éramos nosotros? Revolucionarios clandestinos. ¿Y él? ¡Un Alférez! ¡Un Subteniente!
—¿Un Subteniente? —el Camarada Anatolio rebotó en el asiento—. ¿Un Alférez?
—Le han encargado infiltrarnos —dijo el Camarada Joaquín—. Eso está clarísimo.
—Es lo primero que pensé, por supuesto —asintió Mayta—. Recapacitemos, camaradas. ¿Son tan tontos? ¿Mandarían a infiltrarnos a un Alférez que se pone a hablar de la revolución socialista en una fiesta? Pude tirarle algo la lengua y no sabe dónde está parado. Buenos sentimientos, una posición ingenua, emotiva, habla de la revolución sin saber de qué se trata. Está ideológicamente virgen. La revolución, para él, son Fidel Castro y sus barbudos pegando tiros en la Sierra Maestra. Le huele a algo justo, pero no sabe cómo se come. Hasta donde he podido sondearlo, no es más que eso.
Se había sentado y hablaba con cierta impaciencia porque, en las tres horas de sesión, se habían acabado los cigarrillos y sentía urgencia de fumar. ¿Por qué descartaba que fuera un oficial de inteligencia encargado de recabar información sobre el POR(T) ¿Y si lo era? ¿Qué tenía de raro que se valieran de una estratagema burda? ¿No eran burdos los policías, los militares, los burgueses del Perú? Pero la imagen jovial y exuberante del joven lenguaraz evaporó de nuevo sus sospechas. Oyó al Camarada Jacinto darle la razón: