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– El pollito no tiene nada de comer. ¡Es terrible! ¡Terrible! -insistió Sabelotodo.

– Tienes razón. Tuve que darle unas moscas y creo que muy pronto querrá comer de nuevo -reconoció Zorbas.

– Secretario, ¿qué espera? -preguntó Colonello.

– Disculpe, señor, pero no lo sigo -se excusó Secretario.

– Corra al restaurante y regrese con una sardina -ordenó Colonello.

– ¿Y por qué yo, eh? ¿Por qué tengo que ser siempre el gato de los mandados, eh? Que me moje el rabo con bencina, que vaya a buscar una sardina. ¿Por qué siempre yo, eh? -protestó Secretario.

– Porque esta noche, señor mío, cenaremos calamares a la romana. ¿No le parece una buena razón? -indicó Colonello.

– Pues el rabo todavía me apesta a bencina… ¿dijo usted calamares a la romana…? -preguntó Secretario antes de trepar al cubo.

– Mami, ¿quiénes son éstos? -graznó el pollito señalando a los gatos.

– ¡Mami! ¡Te ha dicho mami! ¡Qué terriblemente tierno! -alcanzó a exclamar Sabelotodo, antes de que la mirada de Zorbas le aconsejara cerrar la boca.

– Bueno, caro amico, has cumplido la primera promesa, estás cumpliendo la segunda y sólo te queda la tercera -declaró Colonello.

– La más fáciclass="underline" enseñarle a volar -maulló Zorbas con ironía.

– Lo conseguiremos. Estoy consultando la enciclopedia, pero el saber lleva su tiempo -aseguró Sabelotodo.

– ¡Mami! ¡Tengo hambre! -los interrumpió el pollito.

3 El peligro acecha

Las complicaciones empezaron al segundo día del nacimiento. Zorbas tuvo que actuar drásticamente para evitar que el amigo de la familia lo descubriera. Apenas oyó abrir la puerta, volcó una maceta vacía sobre el pollito y se sentó encima. Por fortuna el humano no salió al balcón y desde la cocina no oía los graznidos de protesta. El amigo, como siempre, limpió la caja, cambió la gravilla, abrió una lata de comida y, antes de marcharse, se asomó a la puerta del balcón.

– Espero que no estés enfermo, Zorbas. Es la primera vez que no corres en cuanto te abro una lata. ¿Qué haces sentado en esa maceta? Cualquiera diría que estás ocultando algo. Bueno, hasta mañana, gato loco.

¿Y si se le hubiera ocurrido mirar debajo de la maceta? De sólo pensarlo se le aflojó el vientre y tuvo que correr hasta la caja.

Allí estaba, con el rabo muy levantado, sintiendo un gran alivio y pensando en las palabras del humano.

"Gato loco." Así lo había llamado. "Gato loco."

Tal vez tuviera razón, porque lo más práctico hubiera sido dejarle ver el pollito. El amigo habría pensado entonces que sus intenciones eran comérselo y se lo habría llevado para cuidarlo hasta que creciera. Pero él lo había ocultado bajo una maceta. ¿Era un gato loco?

No. De ninguna manera. Zorbas seguía rigurosamente el código de honor de los gatos de puerto. Había prometido a la agonizante gaviota que enseñaría a volar al pollito, y lo haría. No sabía cómo, pero lo haría.

Zorbas tapaba concienzudamente sus excrementos cuando los graznidos alarmados del pollito lo hicieron volver al balcón.

Lo que vio allí le heló la sangre.

Los dos gatos facinerosos estaban echados frente al pollito, movían los rabos excitados y uno de ellos lo sujetaba con una zarpa encima de la rabadilla. Por fortuna le daban la espalda y no lo vieron llegar. Zorbas tensó todos los músculos del cuerpo.

– Quién iba a decir que encontraríamos un desayuno tan bueno, compadre. Es chiquito pero se ve sabroso -maulló uno.

– ¡Mami! ¡Socorro! -graznaba el pollito.

– Lo que más me gusta de los pájaros son las alas. Este las tiene pequeñas, pero los muslos se le ven carnuditos -apuntó el otro.

Zorbas saltó. En el aire sacó las diez uñas de sus patas delanteras y, al caer en medio de los dos tunantes, les aplastó la cabeza contra el suelo.

Trataron de levantarse, pero cuando quisieron hacerlo cada uno de ellos tenía una oreja traspasada por un arañazo.

– ¡Mami! ¡Me querían comer! -graznó el pollito.

– ¿Comernos a su hijo? No, señora. De ninguna manera -maulló uno con la cabeza pegada al suelo.

– Somos vegetarianos, señora. Vegetarianos estrictos -aseguró el otro.

– No soy una "señora", idiotas -maulló Zorbas jalándoles las orejas para que pudieran verlo.

Al reconocerlo, a los dos facinerosos se les erizó el pelo.

– Tiene un hijo muy bonito, amigo. Será un gran gato -aseguró el primero.

– Eso se ve de lejos. Es un gatito muy guapo -afirmó el otro.

– No es un gato. Es un pollo de gaviota, estúpidos -aclaró Zorbas.

– Es lo que siempre le digo a mi compadre: hay que tener hijos gaviotas. ¿Verdad, compadre? -declaró el primero.

Zorbas decidió terminar con aquella farsa, pero aquellos dos cretinos se llevarían un recuerdo de sus garras. Con un enérgico movimiento recogió las patas delanteras y sus garras partieron una oreja de cada uno de esos cobardes. Maullando de dolor escaparon a la carrera.

– ¡Tengo una mami muy valiente! -graznó el pollito.

Zorbas comprendió que el balcón no era un lugar seguro, pero tampoco podía meterlo en el piso porque el pollito lo ensuciaría todo y acabaría siendo descubierto por el amigo de la familia. Tenía que buscarle un refugio seguro.

– Ven, vamos a dar un paseo -maulló Zorbas antes de tomarlo delicadamente entre los dientes.

4 El peligro no descansa

Reunidos en el bazar de Harry, los gatos decidieron que el pollito no podía seguir en el piso de Zorbas. Eran muchos los riesgos que corría, y el mayor de todos no era la amenazante presencia de los dos gatos facinerosos, sino el amigo de la familia.

– Los humanos son, por desgracia, imprevisibles. Muchas veces con las mejores intenciones causan los peores daños -sentenció Colonello.

– Así es. Pensemos por ejemplo en Harry, que es un buen hombre, todo corazón, pero que, como siente un gran cariño por el chimpancé y sabe que le gusta la cerveza, venga, a pasarle botellas cada vez que el mono tiene sed. El pobre Matías es un alcohólico, ha perdido la vergüenza y cada vez que se embriaga le da por entonar unas canciones terribles. ¡Terribles! -maulló Sabelotodo.

– ¿Y qué decir del daño que hacen intencionadamente? Pensad en la pobre gaviota que murió por culpa de la maldita manía de envenenar el mar con su basura -agregó Secretario.

Tras una corta deliberación acordaron que Zorbas y el pollito vivirían en el bazar hasta que éste aprendiera a volar. Zorbas iría hasta su piso todas las mañanas para que el humano no se alarmara, y luego volvería a cuidarlo.

– No estaría mal que el pajarito tuviera un nombre -sugirió Secretario.

– Es exactamente lo que iba a proponer yo. Me temo que el quitarme los maullidos de la boca es superior a sus fuerzas -se quejó Colonello.

– Estoy de acuerdo. Debe tener un nombre, pero antes hay que saber si es macho o hembra -maulló Zorbas.

No bien había terminado de maullar y ya Sabelotodo había botado del estante un tomo de la enciclopedia: el volumen veinte, correspondiente a la letra "S", y pasaba páginas buscando la palabra "sexo".

Por desgracia la enciclopedia no decía nada acerca de cómo reconocer el sexo de un polluelo de gaviota.

– Hay que reconocer que tu enciclopedia no nos ha servido de mucho -se quejó Zorbas.

– ¡No admito dudas sobre la eficacia de mi enciclopedia! Todo el saber está en esos libros -respondió ofendido Sabelotodo.

– Gaviota. Ave marina. ¡Barlovento! El único que puede decirnos si es macho o hembra es Barlovento -aseguró Secretario.

– Es exactamente lo que iba a maullar yo. ¡Le prohíbo seguir quitándome los maullidos de la boca! -rezongó Colonello.

Mientras los gatos maullaban, el pollito daba un paseo entre docenas de aves disecadas. Había mirlos, papagayos, tucanes, pavos reales, águilas, halcones, que él miraba atemorizado. De pronto, un animal de ojos rojos y que no estaba disecado le cerró el paso.