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– ¿Qué tal su escuela? -me preguntó sonriente, con aquella sonrisa distendida y anchísima.

– Muy bien -le dije.

Pero debió de observar mi cara de cansancio, mis ojeras, mi delgadez.

El calor era tan intenso que no se podía estar de pie en la calle, así que me indicó con un gesto un edificio cuyo porche era soportado por cuatro columnas.

– Pase. Trabajo aquí.

Era un centro sanitario y en la oficina de entrada había dos hombres blancos ante una mesa llena de papeles que el ventilador desordenaba.

– Hola -dijo uno de los hombres.

Y Emile contestó:

– Buenos días, doctor.

Me hizo sentar y quiso saber si había resuelto de la mejor manera mi alojamiento y mi comida.

El segundo hombre le miró con una sonrisa torcida.

– Mal, muy mal -dijo-. Se niega a venir al «rancho» con nosotros. Se queda en el poblado…

Era el Administrador del Hospital, uno de los personajes de quien me habían hablado al llegar. Emile estaba sorprendido.

– No sabía nada porque llevo muchos días por las plantaciones. Pero mañana pasaré por su escuela y le diré si puede o no seguir viviendo allí.

Al día siguiente me visitó como había prometido. Habló con los niños en aquella lengua incomprensible para mí, les miró los ojos y los dientes y buscó ganglios inflamados.

– Están muy limpios -intervine yo-. Son limpios -rectifiqué. Y era verdad. Resplandecían cuando llegaban a la escuela. En contraste con otras facetas de su ignorancia, tenían una tendencia natural a la limpieza que yo reforzaba con mis consejos de higiene. Se lo explicaba a Emile mientras él visitaba mi choza y parecía que no me escuchaba.

– Imposible que siga usted aquí -me dijo seriamente, casi ofendido-. No sé cómo se lo han permitido. No crea que ha venido a cumplir una misión sobrenatural. Usted viene a trabajar y necesita vivir en condiciones dignas…

Traté de decirle que me parecía bien vivir como mis niños.

– De ninguna manera -replicó-, usted carece de defensas para habitar un medio tan ajeno al suyo. Y necesita mucha salud para llevar adelante su tarea…

De forma que al poco tiempo me vi instalada donde al principio me habían propuesto: en una habitación de una casa colonial con ventanas protegidas por mosquiteros, olor a desinfectante, ventiladores por todas partes y, en la planta baja, el comedor colectivo al que acudían los funcionarios de la metrópoli que también vivían allí.

– Menos exótico -me dijo el primer día el Administrador del Hospital- pero más conveniente…

Me miraba y sonreía, entre burlón y suficiente. Me pareció que mi presencia allí le disgustaba aunque era él quien la había propiciado.

Me limité a asentir y me retiré a mi habitación.

Cuando llegaron las vacaciones de Navidad, Emile me invitó a acompañarle a sus inspecciones sanitarias: las fincas estaban cerca de la ciudad pero generalmente había que llegar a ellas en bote porque los caminos eran malos y difíciles. Las plantaciones de cacao se extienden a lo largo de kilómetros. Al internarse por ellas se va siempre a la sombra de las grandes hojas del cacaotero y no se ve el horizonte más allá de unos pocos metros.

Entre los cacaoteros también hay abundantes platanales, cocoteros, palmas de aceite, mangos y árboles maderables de gran tamaño:

– La vida del bracero es muy dura -me explicó Emile-. Pero lo más grave es que sean atrapados por la enfermedad del sueño. Por eso les tomamos sangre cada tres meses para analizarla y controlar si han sido picados por la mosca tsé-tsé. Además necesitan la tarjeta de sanidad para seguir trabajando porque es una enfermedad muy contagiosa.

Me presentaba a los dueños o administradores de las plantaciones, todos europeos, y ellos, entre amables y sorprendidos, me besaban la mano o me la apretaban con fuerza.

Al regresar el primer día de nuestra excursión sanitaria, Emile despidió al practicante negro que nos había acompañado y me invitó a visitar su casa. Vivía con su madre, cerca del Hospital. La madre me recibió con extrañeza y miró a su hijo con un silencioso reproche. El me invitó a sentarme y me ofreció un refresco frutal y azucarado.

– Dentro de pocos días -me dijo-, será vino pero aún es sólo una bebida refrescante…

Me enseñó sus libros y una colección de revistas de viajes y el periódico El Sol que recibía de la Península. Charlamos bajo la mirada severa de la madre y el zumbido del ventilador que giraba en el techo.

– Mi madre no cree en los blancos. Desconfía de ellos -aclaró al despedirnos.

Nunca, antes, me había detenido a analizar el significado de la palabra racismo, pero no tardaría mucho tiempo en comprender que la reacción de la madre de mi amigo no era un hecho aislado y caprichoso sino la consecuencia de una realidad ampliamente extendida.

El párroco me había hecho llamar y acudí a visitarle.

– Hija mía -me dijo-, usted sabe que estos negros practican religiones salvajes. Nuestra misión ha sido siempre cristianizarlos. Hoy están muchos bautizados, sobre todo los que viven en las ciudades y sus cercanías, pero queda mucho por hacer. Ustedes, los maestros, tienen que ayudarnos…

Se me quejó después de la persistencia de los negros en sus antiguas creencias y de la mezcla ingenua de los ritos cristianos con los suyos. Me pedía que, cercana la Navidad, acudiese a la Iglesia con los niños a rezar y a cantar villancicos. En un intento de convivencia tranquila, acepté su sugerencia, aunque estaba descansando en mis vacaciones y no veía clara mi obligación misionera.

La noche del 24 asistí a la Misa del Gallo y me coloqué detrás de los niños que habían aprendido varios villancicos con facilidad y bastante entusiasmo. Cuando terminó el oficio religioso salí a la calle y en la oscuridad me tropecé con Emile. Me saludó efusivo y a continuación me invitó a seguirle.

– Quiero que vea nuestra verdadera fiesta…

Por toda la ciudad, recogida en torno a la bahía, resonaba la música de los negros. Los cánticos, los golpes obsesivos de los bongos, los bailes enfervorizados.

Sólo ellos habitaban las calles. Seguían la fiesta comenzada en la Iglesia y la transformaban en algo exclusivamente suyo que brotaba al calor de la música y del alcohol fermentado de la palma. Por calles y callejas, el rumor penetraba en las casas de los blancos que celebraban dentro su propio júbilo ritual.

Paseábamos silenciosos cerca del agua, por el puerto donde descansan los barcos, y los lanchones y el frenético fluir de la música nos rodeaba.

– Todo esto es nuestro -dijo Emile-, nos pertenece y nadie puede quitárnoslo, pero nos destruirán si no salimos de la ignorancia y la esclavitud en que vivimos…

Se había puesto triste y cuando me retiré a mi alojamiento, sus palabras volvían una y otra vez a mis oídos. Llevaba viviendo suficiente tiempo en la isla para comprender que sus problemas tenían mal arreglo. Nadie, que yo supiera, estaba interesado en resolverlo y pocos, entre ellos mismos, eran conscientes de las raíces de sus males.

Cuando empujaba la puerta de mi cuarto para entrar en él, una sombra salió de la oscuridad del pasillo. Creí que era Manuel porque la sombra se movía con torpeza y pensé que estaba bajo los efectos de las bebidas de la fiesta.

– Manuel -grité-. Manuel.

Nadie contestó. Entré en mi cuarto y traté de correr el desvencijado cerrojillo que me protegía del exterior. Pero la sombra, de un empujón, abrió la puerta y me echó a un lado.

– Manuel -volví a gritar asustada.

No era Manuel. Su cara desencajada se acercó a la mía y pude distinguir, a la débil luz que se filtraba por la ventana, la cara blanca, las manos blancas, las oscuras palabras del Administrador del Hospital.

Me abrazaba con fuerza y pretendía besarme, me escupía su aliento de borracho, murmurando con furia: