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Cuando el Cura nos bendijo yo estaba pensando cómo nos arreglaríamos para cargar en las maletas tantas cosas que mi madre había ido acumulando para nosotros: ropas de cama, cacharros, alimentos, café, una botella de orujo con guindas, un estor de ganchillo hecho por ella, mañanitas de punto, un mantel largo bordeado de puntillas.

Ezequiel me miró invitándome a salir. Entre la gente que se apiñaba en los escasos bancos de la ermita, vi caras amigas, caras conocidas y otras vagamente familiares.

¡Vivan los novios!, gritó alguien a la salida. Después supe que había sido el marido de Rosa, mi amiga de la Normal, que en su día había dado con un hombre aceptable y se había casado con él y vivía feliz con sus tres hijos en una ciudad de Castilla. Por lo demás, la gente se fue retirando con tranquilidad, una vez cumplidos los besos, los abrazos y las felicitaciones, y nos quedamos sólo los de casa para una comida sencilla y una despedida breve.

Con las maletas cargadas en una carretilla, enfilamos hacia la Estación. Mi padre y yo delante; detrás Ezequiel con la carretilla y mi madre a su lado como en la Iglesia, hablando con él, aconsejándole sobre mí o sobre mi supuesta inhabilidad para las cosas del hogar.

Mi padre estaba triste. Yo sé que le costaba separarse de mí. Muchas veces lo había hecho antes, pero sentía que esta separación era diferente. No por la distancia, que no era tanta, sino porque en mi vida había entrado otro hombre, que me influiría como él o más que él, que incluso trataría de arrebatarle el papel preferente que él tenia en mi vida.

Traté de animarle.

– Vendremos pronto. En verano, ya verás…

Era el 1 de junio y el verano se anunciaba en las flores que brotaban por los huertos del pueblo, en las riberas del río, en las orillas de la carretera de nuestros paseos, en las laderas de los montes de nuestras excursiones infantiles.

– Era el momento, padre -le dije-, no podía esperar más…

Tenía veinticinco años y todas las chicas de mi edad, las amigas de la infancia, las compañeras de estudios se habían casado ya o habían aceptado quedarse solteras.

– Yo nunca había pensado, pero…

Nunca había pensado en casarme por casarme. Pero al conocer a Ezequiel me encontré considerando que, después de todo, eso era lo normal, casarse y tener algún hijo. Y que, además, no era incompatible con mi carrera ya que él también era maestro y precisamente por ahí, por la afinidad de intereses y entusiasmos, había empezado todo.

Estaba yo corrigiendo cuadernos a la salida de las clases.

Me había quedado en la escuela porque era cómodo tener alrededor todo lo que necesitaba empezando por los trabajos de los niños. Estaba embebida en mi tarea cuando llamaron a la puerta con los nudillos.

– Pase -dije yo.

Y en la puerta apareció él, Ezequiel, un chico de estatura mediana, muy moreno, ni guapo ni feo, pero de expresión muy atractiva, mirada inteligente, voz grave y agradable.

– Soy Ezequiel García -me dijo-. Soy el maestro del pueblo de Arriba.

Luego me dijo que sabia de mi llegada y que quería haberme venido a visitar antes, pero le fue imposible porque había tenido que marchar a su pueblo por la muerte repentina de su padre.

Observé que vestía de luto, efectivamente. Un luto riguroso que iba desde el chaleco de punto que asomaba por la chaqueta abierta, hasta los calcetines de lana, con seguridad todo teñido, capaz todo de dejar en la piel huellas oscuras.

Nos pusimos a hablar de aquellos pueblos, pueblos de vega rica, de huertos y ganado menor.

– Pero la riqueza está mal distribuida -dijo Ezequiel-. Hambre no hay tanta como en otros sitios pero quisiera que viera la ignorancia en que viven, la suciedad, el abandono. Sobre todo allá arriba, que es mucha la diferencia entre la vega y el monte…

Cuando le devolví la visita, después de una buena caminata monte arriba, me quedé perpleja. En la sala de la escuela, sombría y con ventanas pequeñas, al fondo, junto a la pizarra y la mesa del maestro, había una cama, cubierta con una manta parda. Al observar mi estupor se apresuró a confirmar lo que era evidente.

– Sí, Gabriela, aquí duermo, aquí está todo lo que me pertenece…

Señaló la maleta cerrada, colocada en una silla al lado del camastro, y, con un movimiento circular del brazo, abarcó los pupitres y los bancos de los niños.

– Las comidas las hago en la taberna, pero dormir y vivir, aquí, en mi escuela…

La víspera de la boda hacía calor. La primavera estaba a punto de abandonar su ciclo de humedad fecunda. Soles acariciadores, brotes tiernos darían paso al calor y el aroma del verano. De las tierras de Castilla llegaba ya un aire oloroso de trigos empezando a madurar, de amapolas fatigadas; un aire que anunciaba fuertes amenazas de sequía. Sentados bajo la parra de la huerta estábamos los cuatro, mis padres y Ezequiel y yo, silenciosos e inactivos, sumidos cada uno en los vericuetos de sus pensamientos. De modo inesperado, mi madre empezó a llorar. No se alteró un músculo de su cara.

Las lágrimas fluían serenas, resbalaban por su rostro, se perdían en el cuello y ella no hacía movimiento alguno para limpiarlas. No dije nada que delatara ante los otros, quizás inadvertidos, la angustia de mi madre. Respeté su llanto y ella se sintió obligada a dar una explicación.

– Lloro ahora para no tener que llorar mañana en la Iglesia -dijo.

Se levantó y desapareció en el interior de la casa y me pareció que mi padre no aprobaba esa debilidad. Aprovechó la ausencia de mi madre para tratar asuntos que consideraba inaplazables.

– No vuelvas a enviar un céntimo -me dijo-. No necesitamos nada. Y vosotros vais a necesitar muchas cosas.

Ezequiel me miró porque ya antes habíamos hablado del asunto y cuando yo le dije: «Necesito mandarles una parte de mi sueldo», me había contestado: «Todo si quieres. Se supone que con el mío deberíamos vivir los dos.»

Pero yo conocía a mi padre y sabía que no aceptaría un solo sacrificio mío en la nueva vida que Ezequiel y yo íbamos a iniciar.

– Está bien -acepté-, pero en cualquier momento, si por alguna causa fuera necesario…

Mi madre volvía ya, con los ojos secos y la sonrisa en los labios y nos anunció:

– Vamos a cenar.

El sol se ocultaba hacia Galicia y era rojo intenso.

Cuando desapareció, el calor de la tarde se fue desvaneciendo. Un tren silbó a lo lejos pidiendo entrada en la Estación. La madreselva que trepaba hasta el balcón exhaló su perfume que se disolvió en el sosiego de la última noche de mayo.

– Casados tenemos más derecho a vivienda -observó Ezequiel.

Pero no fue tan fácil. En el pueblo de Ezequiel casas no había o no parecían disponibles para nosotros. En el mío tampoco encontré muchas facilidades. Yo estaba de huésped en una casa, pero la habitación no era adecuada para dos personas, ni por el tamaño, ni por los muebles, pocos y apiñados en los escasos metros del cuarto. Finalmente surgió una propuesta. La planta baja de una casa, mitad pajar, mitad cobertizo para herramientas y aperos de labranza.

En poco tiempo la pintamos y la arreglamos. Con ayuda del carpintero, que era aficionado a la albañilería, construimos el hueco del hogar, la chimenea con su tiro y un medio tabique para separar el dormitorio del resto. Teníamos derecho a usar el pozo de la huerta para coger agua y la cuadra como retrete, según la costumbre.

Cosí una cortina y la colgué de una barra a modo de puerta de dormitorio. Compramos una mesa y cuatro sillas al carpintero y en el pueblo mayor, que era cabeza de partido, los utensilios imprescindibles para cocinar y comer. Todo lo habíamos dejado dispuesto cuando nos fuimos para celebrar la boda.

En eso andaba yo pensando cuando el tren se detuvo bruscamente y nos levantamos con esfuerzo. Los músculos los teníamos entumecidos de tantas horas sobre el asiento de madera sin apenas movernos para no molestar a los viajeros y para sujetar como podíamos los bultos que llevábamos.

Ezequiel se bajó y yo le fui entregando el equipaje.

Cuando el tren arrancó, allí nos quedamos, en el apeadero vacío, contemplando el voluminoso conjunto de maletas, capachos, cajas sujetas con cuerdas, que debíamos transportar.

– Espérate aquí, que yo me acerco al pueblo a ver si encuentro a alguno con un carro… -musitó Ezequiel.

Le vi marchar por el sendero polvoriento y una repentina congoja me apretó el pecho. Era el comienzo de nuestra vida juntos y me pareció que se extendía ante nosotros, erizada de obstáculos. La nostalgia inmediata de mi casa y mi familia me poseyó. Pero al instante la rechacé. No podía caer en la añoranza de un pasado del que sólo quedaban lazos entrañables con personas queridas. Mi horizonte estaba allí, al final del camino que Ezequiel recorría a grandes pasos en busca de ayuda.

Al cabo de una hora regresó sonriente, montado en un burro.

– Todo lo que he podido encontrar -dijo.

Colocamos sobre los lomos del animal toda la impedimenta y nosotros emprendimos la marcha, uno a cada lado del paciente rucio.