En el rompecabezas no encajo unas piezas con otras. De la posada salto a la escuela. El primer día tenía preparado un discurso pero no me salió. Únicamente dije: «¿Quién sabe leer?» Y un niño menudito y rubiaco dijo: «Yo.» «¿Y los demás?», insistí. «Los demás no saben», contestó él. «Si supieran no estarían aquí…» «Dónde estarían?», pregunté estúpidamente. Y él sonrió lacónico y dijo: «Trabajando.»
Me acuerdo de mis paseos por los caminos polvorientos. Llevaba un libro conmigo, me sentaba al borde de la cuneta y miraba la tierra ocre y roja que me rodeaba. Al caer el sol, el cielo se derrumbaba en malvas, rosas, oros y yo sentía unas ganas terribles de llorar.
Nadie se me acercaba. Nadie se interesaba por lo que hacía. Sólo los niños acudían a su cita diaria. Yo trataba de atenderlos a todos. Hacía y deshacía grupos. Por edades, por tamaños, por inteligencias. Explicaba y repetía una y otra vez: «¿Entendéis?» Asentían con un tímido movimiento de cabeza y me escuchaban.
En la fonda tenía un cuarto pequeño y encalado con una cama y una silla por todo amueblamiento. La cama tenía sábanas gruesas de hilo casero. El colchón era de arena de río. «Más limpio y menos duro que la paja que se clava en las costillas», me explicó la mesonera. Antes de acostarme acercaba la silla a la ventana y miraba hacia fuera. Las noches brillantes y limpias me traían olor a cereal, a humo, a pan cocido en hornos caseros. «¿Sería éste mi futuro?», me preguntaba. «¿Sería éste mi sueño?»
Los niños progresaban. Una tercera parte ya leían a los dos meses de estar conmigo. «Estoy empezando a ser maestra», pensaba, «pero me falta mucho todavía.»
Un día vino el Alcalde y me dijo: «Se tiene que ir. La semana que entra viene la propietaria.» Y me enseñó un papel de la inspección. Sólo había hablado con él dos veces: el día que llegué y me acompañó mi padre a saludarle y otro día que nunca olvidaré. Andaba yo paseando y me lo encuentro recogiendo los granos de trigo que habían quedado prisioneros en los rastrojos. Los arrancaba con la navaja y los iba metiendo en un saquito de lienzo. «Aprovecho el tiempo y me entretengo», me confesó. Yo sentí una opresión angustiosa en el pecho cuando pensé en los días que necesitaría para llenar el saquito. Era el rico del pueblo pero se inclinaba mil veces por no renunciar a un solo grano.
Si tuviera que buscar una imagen para recordar aquel pueblo, elegiría ésta, la del viejo con el traje de pana gastada, el sombrero negro calado hasta las cejas, inclinado sobre la tierra.
Y si poco me acuerdo de ese pueblo, menos del segundo.
Era un pueblo de vino y empecé en septiembre. Los diez niños del primer día se convirtieron en tres en seguida. «¿Dónde están los otros?», pregunté. «Vendimiando», me contestaron. Empezaban a incorporarse a la escuela cuando me mandaron a casa. Dos meses escasos, ¿cómo me voy a acordar? Estuve una temporada esperando y al fin me dieron la tercera escuela. Esta me iba a durar. Nadie pide los pueblos perdidos en la montaña. A nadie le interesa enterrarse en la nieve. Así que para allá me fui con interés, con ilusión. Y mira por donde, cuando voy a tocar tierra firme, viene el hombre que me mandan como guía y me suelta aquello: «Señora maestra, le advierto que la van a recibir a palos…» El hombre comía y de vez en cuando echaba un trago de la bota de vino. «¿Quiere?», había sido su último ofrecimiento. Y señalaba el pan con tocino y la bota. Yo dije que no con la cabeza. Cuando terminó el almuerzo, limpió la navaja en el pan que le quedaba, la cerró de un golpe seco y envolvió el resto de comida en un trapo de limpieza dudosa. Lo colocó en el zurrón que colgaba a su espalda y trabó en él la correílla de la bota de vino. Luego dijo: «Vamos», y me señaló el caballo que permanecía atado a una de las columnas de piedra de la Plaza.
No sé cómo, me encontré sentada en lo alto, la espalda erguida, las piernas colgando hacia un lado.
– Así va bien, a mujeriegas -dijo una mujer salida de las sombras de la Plaza.
El guía sujetó la maleta con una cuerda a mi lado. Yo me apoyé en ella y me sentí protegida por aquel cofre que guardaba mis tesoros, todo lo que me unía a mi casa, mi familia, mi mundo.
El guía dijo: «Arre.» Y el caballo empezó a andar lentamente. Por las últimas callejas del pueblo sonaban los cascos: cloc, cloc, cloc. El guía corría entre los cantos desiguales del empedrado y me salpicaba el pañete de los zapatos nuevos. Por el camino en cuesta bajamos hasta un puente de madera que cruzaba un río estrecho de aguas turbulentas. Yo me agarré bien a la manta y me dije: «No me puedo caer.» Al vaivén de la marcha se me incrustaba en la cadera la esquina de la maleta y el dolor intermitente del golpeteo me daba ganas de llorar. Pero yo seguí pensando: «No me voy a caer y tampoco voy a llorar. Nadie me va a recibir a palos. Tengo todos mis papeles en regla. El Alcalde ha recibido el oficio comunicando mi llegada…»
Al ritmo de la marcha, la indignación me subía a la garganta y ahogaba la angustia y la sensación de lejanía que me había invadido desde que contemplé el circo de montañas que rodeaba al pueblo grande.
– Detrás de las primeras, las más altas, dando un rodeo, está su pueblo -me había dicho el conductor al ayudarme a bajar del autobús.
Ahora, por un camino angosto, tropezando a cada momento, marchábamos los tres: el hombre que iba a pie, sujetando las riendas del caballo; el caballo acostumbrado con toda seguridad a cargas más pesadas y yo, pegada a mi maleta.
Las peñas grises aparecían moteadas del verde que brotaba entre sus grietas. Por el cielo cruzó un águila, voló rauda sobre nuestras cabezas. Al avanzar, el paso se iba cerrando cada vez más hasta llegar a convertirse en un desfiladero. Un riachuelo discurría abajo, sus riberas eran minúsculas, apenas una breve pradera fileteando el curso del agua.
– Truchas. Muy buenas -dijo mi acompañante.
Y añadió al poco rato:
– Esto en invierno no hay quien lo cruce. Fíjese ahora, en buen tiempo y estamos empezando el viaje como aquel que dice. En invierno y con nieve, meses aislados…
Eran unos treinta. Me miraban inexpresivos, callados. En primera fila estaban los pequeños, sentados en el suelo. Detrás, en bancos con pupitres, los medianos. Y al fondo, de pie, los mayores. Treinta niños entre seis y catorce años, indicaba la lista que había encontrado sobre la mesa. Escuela unitaria, mixta, así rezaba mi destino. Yo les sonreí. «Soy la nueva maestra», dije, como si alguno lo ignorara, como si no hubieran estado el día antes acechando mi llegada. Recordaba al más alto, el del fondo. Parecía tener más de catorce años. Estaba medio subido a un árbol, cuando pasé ante él. Ahora me miraba en silencio. Le pregunté: «Eres el mayor, ¿verdad?» Negó con la cabeza y señaló a una niña más pequeña en apariencia.
«¿Cómo te llamas?», insistí. «Genaro, el del molino», contestó. «Pero ¿cómo te apellidas?» Farfulló algo entre dientes. «Está bien, Genaro. Tú vas a ser mi ayudante.» No se movía y tuve que pedirle: «Ven a mi lado.» Salió de su fila, avanzó por el corto pasillo entre los bancos y la pared y se detuvo cerca de mí sin acercarse del todo.
– La escuela está vieja y sucia -dije a todos- y la vamos a arreglar. No podemos trabajar en un lugar tan feo.