A finales de diciembre, el mismo día que Amadeo abandonó el pueblo, Ezequiel le acompañó a León para iniciar sus gestiones. Regina se quedó conmigo contemplando la marcha de los dos hombres. Estaba triste pero parecía tranquila, y, por última vez, me explicó sus razones para quedarse.
– No puede ser, Gabriela. Yo quiero a Amadeo, pero si me fuera con él, todo terminaría mal. El se va a hacer su vida, a moverse, a luchar. Se meterá en políticas, seguro. A mí me tendría en casa, en un barrio de pobres, sin conocer a nadie, y yo tendría que empezar mi propia lucha, mi propio trabajo. Pero no quiero. El trabajo lo tengo aquí, aquí tengo mi casa, y a mi hijo cerca por si un día necesita volver…
La primavera llegó con lluvias. Las borrascas entraban por el oeste una detrás de otra, empujadas por vendavales templados. Venían nubes grises y negras y al cruzar sobre los montes se convertían en una sola capa plomiza que se deshacía en gotas gruesas. El agua golpeaba con violencia. Por las callejas del pueblo corrían arroyos sucios que arrastraban palos, pedruscos, excrementos de oveja, mechones de lana enganchados en los escajos, mezclado todo en un mismo revoltijo. Luego, pasado el chaparrón el sol aparecía con el arco iris de las reconciliaciones. Aparecía el sol y empezaba a brillar mientras la lluvia se transformaba en una última cortina de hilillos diamantinos. Más tarde volvería el aguacero y una vez más el sol regresaría. Con la primavera llegó el anuncio de nuestro traslado. El duelo de luz y sombra se avenía bien con mi estado de ánimo que oscilaba entre la alegría del cambio cercano y la tristeza de la partida.
En el Oficio recibido, se nos requería nuestra presencia hasta final de curso en el actual destino.
Sentí de nuevo el dolor por el desgajamiento de una situación ya establecida. La sensación de ir dejando detrás fragmentos irrecuperables de mi vida. Esta vez el balance era distinto. La ligereza de mi equipaje se había transformado en una carga sólida y definitiva. La compañía de Ezequiel y de mi hija me confortaban. Con nosotros viajaba nuestra casa donde quiera que fuéramos. El hogar está en la cabeza, en el corazón o, como diría Regina, por todo el cuerpo. Nosotros tres éramos nuestro hogar y conducíamos nuestro destino. Yo veía mi sueño navegando hacia puertos seguros. No obstante una congoja inexplicable me asaltaba. Es la congoja de los adioses, me decía. La nostalgia de lo que queda atrás, vivido y agotado sin remedio.
Cuando se acercó el verano organizamos una fiesta en una pradera, a mitad de camino entre los dos pueblos. Hubo cantos, romances, poesías y promesas de seguir adelante con los conciertos y la Biblioteca de los domingos.
El día de la marcha hasta el Cura nos vino a decir adiós. El Cura y don Cosme y el Alcalde, entre los poderosos. Y una corte de niños, hombres y mujeres cargados de regalos. En un carro nos acercamos al apeadero de la Estación. Nos acompañaron algunos jóvenes y apenas podíamos colocar en el destartalado vagón los sacos de patatas, las gallinas, las frutas y las flores que los niños arrancaron del monte para nosotros. Al abrazar a Regina no pude contener las lágrimas. Juana también lloró, asustada por el tumulto de la despedida.
Cuando el tren empezó a moverse traté de imaginar el verano que tenía por delante en la casa de mis padres. La seguridad de su afecto y sus cuidados me conmovieron y de nuevo tuve que hacer esfuerzos para contener el llanto.
Tercera parte. EL FINAL DEL SUEÑO
La sirena sonaba como el lamento de un animal prehistórico.
Eso me pareció la primera vez que la oí al llegar a Los Valles. Subíamos en el taxi que nos había recogido del coche de línea en la carretera general.
– Algo pasa -dijo el chofer-. Porque no es hora…
A partir de entonces el quejido periódico de la sirena iba a marcar el ritmo de nuestras vidas: amanecer, mediodía, atardecer, medianoche. Aquélla era su función de cronómetro. Pero el lamento irrumpía a veces de forma inesperada: era un mensaje urgente, una llamada enloquecida, fuera de hora.
«Algo pasa.» En seguida entendimos ese aullido que anunciaba la tragedia. De las casas salía gente. Corría carretera arriba, hacia los pozos. Marchaban todos, agitados y silenciosos; no se miraban ni se reconocían. Al llegar a lo más alto, más allá del poblado y de la colonia de ingenieros, traspasada la barrera de acceso a un territorio vedado habitualmente, alguien orientaba los pasos temblorosos:
«Ha sido en el 1, o en el 2, o en el 7…» En torno al pozo señalado se agrupaba la multitud. Las noticias tardaban en llegar. De algún lugar surgía una ambulancia destartalada. Un cordón de empleados cerraba el paso al pozo. Detrás, en apretado círculo, las familias de los mineros, mujeres, viejos, niños, esperaban. El paso del tiempo aumentaba la angustia. Los sollozos se propagaban de unos a otros, se entremezclaban y era un solo gemido colectivo, un llanto compartido, el ay larguísimo de las catástrofes.
Al final estallaría la noticia: «Han sido tres… asfixiados… sepultados… la galería. Los demás van saliendo por el 8.»
Todavía hoy, cuando oigo el lamento de una sirena, algo pasa, me digo, algo terrible, previsto y sin embargo sorprendente. Como aquel primer día cuando entramos en Los Valles; cuando el taxi se detuvo a la puerta de la que iba a ser nuestra casa; cuando el conductor apresurado arrebató de nuestra mano el dinero convenido y salió con su coche a toda marcha, advirtiendo de nuevo: «Algo pasa, porque no es hora…»
Olía a carbón. Una película finísima cubría los objetos. Al principio no se veía pero al cabo de un tiempo se hacía evidente. Las manos se volvían sucias, la ropa ennegrecía y en la cara aparecían motas negras. El olor estaba allí, agrio y picante, penetraba por la nariz, se masticaba entre los dientes, se detenía en la garganta.
– Es al principio -dijo Ezequiel-. Ya lo verás.
El viaje había sido lento -tren a León, transbordo, coche de línea, taxi- a pesar de que no eran muchos los kilómetros que nos separaban del pueblo de mis padres. Las casas se extendían a los dos lados de la carretera que atravesaba el pueblo. Hacia la mitad estaban las Escuelas Nacionales. Unidas por un costado, una pared las separaba al dividir los patios de recreo. Las plantas bajas eran las aulas y en el primer piso estaban las viviendas. Para vivir elegimos el edificio de las niñas. La casa era de ladrillo sucio, y el piso era pequeño, pero nos pareció suficiente y con la comodidad de tener las escuelas allí mismo.
Tenía dos dormitorios, un cuartito con balcón, retrete en el hueco de la escalera, agua corriente, cocina económica, luz. eléctrica. Recuerdo que me asomé al balcón aquel primer día y vi, del otro lado de la carretera, detrás de las hileras de casas, un trenecito negro que reptaba por una vía estrecha, al pie de la montaña. La montaña era oscura y no tenía vegetación. Un poco más arriba se prolongaba en otra, ya perforada por la mina. Ezequiel me llamó: «Baja», me dijo.
Detrás de la casa había un minúsculo huerto con dos manzanos y un prado que exhibía la hierba mustia del verano. «Está muy bien, ¿verdad? Para que juegue la niña…»
La hierba y las hojas de los frutales también estaban cubiertas por una capa de carbón que sólo al tacto era perceptible.