Don Germán nos llamó a su casa para informarnos de la reacción del Cura. Mientras reproducía la conversación que los dos habían tenido, Eloísa cosía ensimismada junto al balcón de la sala.
No levantó los ojos de la labor y parecía no escuchar. Su perfil destacaba a contraluz en los cristales iluminados por la luz de la plaza. De este lado, su figura era una mancha oscura, inclinada sobre el bordado; una sombra.
Juana crecía fuerte y sana. Era una niña alegre. Tenía ya dos años y medio y parloteaba. Le gustaban las palabras. Se quedaba en suspenso cuando descubría una y la repetía hasta que le era familiar y la incorporaba a su vocabulario personal. Por la noche, antes de dormirse, repasaba bajito las nuevas palabras, las que le habían sorprendido por su sonoridad o le hacían gracia por alguna incomprensible razón. «Zapato, calamar, araña.» Seleccionaba las palabras como hacía con las piedrecitas de la orilla del río: las redondas, las picudas, las grises, las que tienen manchas. Como las piedras, las escogía y las atesoraba y las sacaba a la luz o las acariciaba en la penumbra mientras llegaba el sueño. «Arena, viento, peine.»
Juana dormía en una de las dos alcobas. En la otra dormíamos nosotros y las puertas de ambas daban al cuartito del balcón por donde entraban la luz y el aire.
Una noche me desperté bruscamente y sin saber por qué me lancé al cuarto de la niña. La cama estaba vacía. Corrí a la cocina, volví a nuestra habitación, desperté a Ezequiel. Los dos gritamos ¡Juana! y en seguida estalló el llanto debajo de su cama. Allí, al fondo, estaba dormida hasta que oyó nuestro grito.
– Se cayó de la cama -dijo Ezequiel- y se fue deslizando, dormida, hasta la pared.
La explicación era sencilla. El incidente, nimio. Ezequiel se volvió a la cama y la niña se durmió al momento pero yo no pude dejarla sola. Me senté a su lado y apoyé la cabeza en su almohada. El sobresalto seguía allí. El sobresalto provocado esta vez por unos segundos de incertidumbre, otras veces por síntomas alarmantes, la tos, la fiebre, la enfermedad. El sobresalto era a su vez el síntoma de mi propia enfermedad, la obsesión incurable de la maternidad.
– Esto no lo entienden los hombres -dijo Marcelina cuando se lo conté-. Mire usted lo que yo tengo en casa, este hijo tan corto, tan torpe, tan imposible el hombre. ¿Qué será de él cuando yo muera? Me viene a la cabeza la idea a media noche y ya no puedo coger el sueño. Lo pienso todo: si le van a maltratar, si le van a abusar, si va a tener que pedir limosna porque los hermanos no es lo mismo, los hermanos no son los padres y cuando cada uno tenga su familia y sus hijos, ¿qué? Bueno, pues Joaquín no se desvela por eso. Duerme de un tirón toda la noche y si yo le digo: Qué envidia me das, qué buen dormir tienes, ¿qué cree que me contesta? Que si estuviera tan cansada como él también yo dormiría. ¿Qué le parece? Como si yo no trabajara…
Trabajaba. A todas horas del día. En la casa, en el huerto, en la cuadra, en el mercado donde iba a vender todos los lunes los huevos que le sobraban, las lechugas que no consumía, pequeñas cantidades de los productos que ella conseguía con esfuerzo y empeño. Era una buena mujer y me ayudó desde el primer momento. Si voy mirando hacia atrás siempre encuentro en el pasado una mujer que me ha ayudado a vivir. Con Marcelina, como antes con Regina, pasó Juana al principio el tiempo que yo estaba en la clase, o cuando salía rara vez, en alguna ocasión inevitable. Porque mi vida se desarrollaba en torno a la niña y a la escuela. Hasta la casa y sus labores eran un descanso para mí comparado con las otras dos dedicaciones.
– Que a usted también le pasa que trabaja de más -refunfuñaba a veces Marcelina-. Quiera que no, tiene usted una escuela como él. Pero ¿quién cocina, quién lava, quién plancha, quién brega con la niña? Que a él bien le veo yo de sube y baja a la Plaza y a la mina. Ya sólo le faltaba a usted la amistad que ha cogido con el maestro ese de arriba que, por cierto, me ha dicho mi Joaquín que ese muchacho tiene buena cabeza y muy buena voluntad pero que va a tener un disgusto con los de la Compañía. Porque oiga usted, no hay asunto minero en que él no opine, en lo del sindicato y esas cosas. Y dice mi Joaquín que mucho ojo no vaya a ser que un día le pongan de patitas en la calle…
Yo me reía de las acusaciones que Marcelina solía verter sobre los hombres. Me daba cuenta de la razón que le asistía pero trataba de calmarla.
– Todo eso es verdad. Pero dígame usted, Marcelina, ¿qué nos pasa a las mujeres que nos echamos encima más de lo que debemos? Yo no podría dejarle a Ezequiel la niña y subir a la Plaza a charlar con las amigas. Sé que sería justo pero no podría, no me fiaría, no me interesaría. Ser madre es una gloria y una condena al mismo tiempo, me lo ha oído usted más de una vez.
Marcelina no se calmaba. Sus argumentos eran una continua reflexión basada en el sentido común, un análisis elemental apoyado en la observación y la experiencia. Yo la comprendía. Había luchado por imbuir a las mujeres en mis clases de adultos la conciencia de sus derechos. Y sin embargo, ahora me veía atrapada en mi propia limitación. Marcelina parecía entenderlo y me miraba de reojo, malhumorada pero con una inflexión de ternura en la voz al decirme:
– Ustedes, las que han estudiado, mucho predicar pero a la hora de dar trigo, ¿qué? Ni trigo ni ejemplo ni nada. ¡Pobres mujeres!
Inés, la mujer de Domingo, hablaba del problema en otros términos. Ella me dio a leer varios libros sobre la mujer. Desde uno que había causado sensación sobre la libertad de concepción hasta otros, políticos, en los que se enardecía a las lectoras para que reclamaran un papel digno en la sociedad frente a sus opresores, los hombres.
– Yo sólo puedo decirte que de hijos, nada de momento -decía Inés-. Porque ¿quién me dice a mí que Domingo y yo vamos a seguir juntos toda la vida?
Tenía razón. Una sorda zozobra me atormentaba cuando surgían esos temas. Yo, que había sido avanzada en mis ideas educativas, sin embargo me atenía en mi vida privada al esquema tradicionaclass="underline" un matrimonio es para toda la vida, un hijo es un grave obstáculo para el divorcio. Educada por mis padres sin frenos religiosos estaba condicionada, sin embargo, con el ejemplo de su conducta que de forma tácita contradecía la educación libre que pretendían haberme dado. La libertad está en la cabeza, solía decir mi padre. Y era cierto. Pero un fuerte entramado de actitudes, opiniones, puntos de vista, se levantaban entre esa libertad y mi forma de actuar. Libertad de pensamiento sí. Pero es peligroso traspasar, en favor de esa libertad, los eternos tabúes que rigen la dualidad malo-bueno, propio-impropio. Impropio de mí hubiera sido, para mis padres, que yo un día pusiera en duda la fortaleza de mi matrimonio.
La zozobra y la desazón derivaban, después de las reflexiones teóricas, hacia otros rumbos. Por escondidos recovecos, el corazón y la memoria me conducían a un pasado no tan lejano. La aventura de Guinea. Ese sí hubiera sido un camino para la libertad. Todo lo que vino después me había ido llevando hasta esta Gabriela que yo era sin remedio, buena esposa, buena madre, buena ciudadana. La trampa se cerraba sobre mí.
Las madreñas las traían los asturianos los días que había mercado importante, en el pueblo del otro lado del río. Era un pueblo ganadero y agrícola que marcaba en cierto modo la última frontera con la meseta. A ese mercado acudían los artesanos del otro lado del Puerto. Venían con sus mulas cargadas de yugos, bieldos, madreñas y lo cambiaban por los productos leoneses, alubias, garbanzos, lentejas. El mercado se instalaba en una gran pradera delante de la ermita, a las afueras del pueblo. De aquel pueblo había venido a Los Valles Marcelina.