Se quedaba pensativa y yo trataba de distraer su atención de aquel último día en que el padre no subió más. Pero notaba que ella quería hablar, necesitaba compartir con alguien lo que sentía.
En voz alta recordaba y también proyectaba su futuro.
– Si no llega a morir mi padre yo salgo de esto, yo me voy a estudiar a León o a Oviedo con mis abuelos, que ya lo tenia él bien pensado. Yo era la única que quería hacer estudios, maestra me gustaba. Todavía si puedo, algún día lo haré… -Y sonreía esperando el milagro.
– Pero no hay milagros cuando no se quieren hacer -dijo Domingo cuando le hablamos de Mila-. La Compañía no tiene interés en ayudar a los hijos de los mineros. Y menos los que no le van a servir para nada. Distinto sería si se tratase de mejorar a un técnico para sacarle más partido…
La formación del nuevo Gobierno a mediados de diciembre, la agitación política subsiguiente al triunfo de las derechas y el descontento social entre los obreros se reflejaban en un pueblo minero de forma muy especial. La atmósfera se había transformado. A pesar de que llevábamos poco tiempo viviendo en Los Valles, pudimos percibir la intensidad de los cambios. Sobre todo en la parte alta, aquella zona viva y despierta del pueblo industrial. La parte baja, la de nuestras escuelas, estaba habitada por campesinos y artesanos modestos que vivían pasivamente las fluctuaciones de la política. Eran dos mundos como nos había advertido don Germán. Por las reacciones de los padres de nuestros alumnos, ya habíamos observado que el nuestro respondía a las características de los pueblos agrícolas: era apático, atrasado, fácil de mantener controlado dentro de unos limites.
– Aquí abajo manda el Cura, allá arriba el Gobierno -había resumido Marcelina.
Ahora, con las Navidades cercanas, la Plaza y sus alrededores eran un hervidero. Los de arriba y los de abajo contemplaban en los escaparates los alimentos, las bebidas y los juguetes que se mezclaban en las tiendas de ultramarinos. La calle estaba llena de gente a pesar del frío. Pero se notaba que no era sólo la preparación de la fiesta. Había una corriente de nerviosismo. Los rumores se multiplicaban y los pequeños incidentes corrían de boca en boca.
«…Ayer el Cura dijo en un sermón que ya era hora de que España tuviera un Gobierno cristiano. Hubo quien se levantó y se marchó» «… A don Germán le tiraron una bola de nieve con una piedra dentro, derechita le iba pero sólo le rozó el gabán» «…Al médico de la mina le agarraron entre cuatro mineros y le querían pegar porque dio de alta antes de tiempo a un compañero enfermo» «…Dicen que van a despedir al que se mueva» «…En el bar Grisú los mineros rompieron el mostrador y engancharon a Anselmo, el meapilas ese…»
Ezequiel estaba inquieto y subía a la Plaza todas las tardes. Quería respirar el aire de la gente, observar sus rostros, escuchar sus ácidas protestas. Necesitaba estar informado de los sucesos políticos al momento. Eso sólo era posible a través de la radio. Recalaba a última hora en la Farmacia y se unía al grupo de fervorosos republicanos que con don Germán al frente bebían las noticias de Madrid. Regresaba a casa helado y taciturno.
– He pensado -se me ocurrió decir un día- que debíamos comprar una radio. Además de noticias oiríamos música, teatro; hay hasta programas para niños…
A Ezequiel le pareció bien la idea y el mismo día que dimos las vacaciones cogió el coche de línea a León. Domingo, que viajaba con frecuencia a la ciudad, le acompañó.
– Yo sé dónde la puedes encontrar.
Al otro día regresaron con la radio. Quedó instalada en una esquina de la cocina, sobre un estante triangular que preparó Joaquín, el marido de Marcelina.
Desde ese instante la radio se convirtió en un objeto importante en nuestra existencia. Y no sólo para nosotros. También la familia de Marcelina y las mujeres de las casas cercanas, nos pedían en un momento u otro la oportunidad de oírla.
A través de la rejilla rematada con juncos de madera surgían voces que nos ponían en contacto con un mundo lejano. Aquel cajón de madera torneada nos compensó con creces del precio que pagamos por él. No obstante, Ezequiel siguió subiendo a la Plaza todas las tardes. En la compañía de los otros buscaba alivio a sus inquietudes y asistía al nacimiento de otras nuevas, cada día.
– Por la República -brindó don Germán.
1934 acababa de nacer entre cantos y gritos. En la plaza, panderos, tambores, carracas, los mil y un instrumentos capaces de hacer ruido, acompañaban a las gentes del pueblo.
– Por la paz -brindó Eloísa.
– Por la rebeldía -brindó Inés.
Se veía que había estado bebiendo antes de la cena. Le brillaban los ojos y hubo un punto de impertinencia o de provocación en su réplica a Eloísa.
– Por los compañeros -brindó Domingo y señaló con la copa un amplio círculo en el que parecía abarcar a todos, presentes o lejanos.
Ezequiel bebía poco. Domingo le empujaba.
– Que no se diga, Ezequiel. Brinda por algo y bébete la copa de un trago. Si no, no vale el brindis.
Ezequiel sonrió y noté que hacía un gran esfuerzo por sumarse al contento de los demás.
– Yo brindo -dijo- por el sueño que tuvimos y que duró tan poco.
Ahora me tocaba a mí. Había esperado mi turno, decidida desde el principio a ser la última. Un sinfín de emociones se me enredaban en la garganta.
– Yo brindo por el futuro -dije.
En ese futuro cabía todo lo que anhelábamos. Era un futuro incierto pero majestuoso en su imprevisible desarrollo; dudoso pero capaz de cambiar los minutos venideros.
Luego todos dijimos: por nosotros. Y en las breves palabras hice un hueco para Juana y mis padres y un fantasma perdido en una isla africana.
Aquella Nochevieja quedó grabada en mi memoria con la marca indeleble de la aflicción. No bien habíamos llegado a casa después de festejar el Año Nuevo, cuando llamó a la puerta Marcelina. Traía a la niña en brazos, dormida y envuelta en una manta.
– Se la traigo -dijo- porque Joaquín se ha puesto malo y no quiero que la niña se despierte con el movimiento de casa que traemos. Y perdonen que no cumpla con ustedes que bien lo siento.
Me sentí avergonzada por la delicadeza de Marcelina. No sólo había cuidado de nuestra niña sino que se disculpaba por devolvérnosla antes de la mañana como habíamos acordado.
No bien acomodé a la niña en su cama dejé a Ezequiel cuidando su sueño y pasé a casa de Marcelina. Joaquín yacía en la cama matrimonial, enrojecido por la fiebre. No abría los ojos y de vez en cuando le sacudía un escalofrío.
– Está así desde las doce. Empezó de repente a decir que estaba malo y no hubo forma de que aguantara hasta las uvas que ya estaba Mateo preparado para golpear las horas en la sartén. Y él que se encontraba muy mal y yo que esperara un poco… Pero sin más se vino hacia la cama y vestido y todo, como estaba, se tiró en ella. Entre todos tuvimos que desvestirle. Y ahí lo tiene comido de la calentura…
Traté de tranquilizarla y sugerí que fuera Ezequiel a buscar al médico.
– Un día como hoy -se lamentó Marcelina.
Pero accedió y una hora más tarde llegó el médico de la mina que en cuanto le auscultó diagnosticó que Joaquín era víctima de una pulmonía aguda que, «claro», añadió, «encima de lo que él tiene…».
Pero Marcelina no sabía lo que él tenía y tuvo que aclarárselo el doctor, molesto por la ignorancia de ella y por su propia indiscreción.
– Lo que él tiene, mujer, es lo de muchos, manchas aquí y allá. Pero de ésta le doy la baja indefinida y luego que le tramiten la jubilación anticipada…
El resto de la noche la pasamos acompañando al enfermo y su familia. Los ratos en que Ezequiel me relevaba los pasé en casa sentada junto a la cama de la niña dormida. Por mi imaginación desfilaban fragmentos desordenados de la noche.