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Todo estaba oscuro cuando abrí los ojos. Tras la primera explosión, débil, estalló una fuerte, estruendosa. Me pareció que temblaban las paredes de la casa. Traté de dar la luz pero no había luz. Grité: Ezequiel. Pero Ezequiel no estaba. Recordé: no ha llegado; llegará tarde como todos los días. Corrí a oscuras a la cama de mi hija. La niña estaba dormida pero se despertó al oír mi voz: Juana, Juana.

La agarré en brazos, la arropé con la colcha de la cama.

La mina, pensé. Algo ha ocurrido en la mina. Pero la sirena no sonaba. Cuando es la mina suena la sirena. Además el estruendo no venía de arriba. El ruido venía de abajo, de la carretera. Me acerqué al balcón cerrado. En la casa de Marcelina no había luces. Todo el pueblo se hundía en el silencio y la oscuridad. ¿Sólo yo he escuchado la explosión? ¿Ha sido una pesadilla? Pero sabía que no. Estaba muy despierta la segunda vez. La primera, la suave, fue la que me hizo saltar de la cama. Pero la segunda, la fuerte, estaba ahí, sonaba todavía en mis oídos. Temblando busqué a tientas la palmatoria, preparada para un posible apagón momentáneo. «No se preocupe», decía Marcelina, «porque allá arriba necesitan la luz a todas horas…» Me senté en la cama y no podía soltar a la niña que se había vuelto a dormir en mis brazos.

La mina. La explosión tiene que ver con la mina aunque no haya sido arriba, aunque no haya sonado la sirena. El pueblo entero lo sabía, todos lo sabían, por eso nadie estaba a la puerta de sus casas. Están encerrados como yo, con su vela a los pies de la cama, esperando nuevos sonidos, datos, señales, síntomas de lo que está ocurriendo. Ezequiel está en la mina, reunido con Domingo y los otros, o en la Casa del Pueblo, en la taberna, ¿dónde?

Habían transcurrido pocos minutos y una insegura tranquilidad había sustituido, en mi ánimo, al sobresalto primero.

Ezequiel volverá. Está bajando apresurado para tranquilizarnos, para explicar lo que ha ocurrido. Un accidente. Un grave accidente. Algo que tiene como causa la mina aunque no haya ocurrido en ella. Rodaban las palabras por mi mente, las mezclaba, las revolvía, las intercambiaba.

Mina, mineros, Ezequiel. Seguía sentada porque no me atrevía a acostarme. Estaba segura de que otra vez vendría el golpe violento que me haría salir despedida de la cama.

Traté de reconstruir lo sucedido la tarde anterior, el día anterior. Nada especial. Nada que a mí me hubiera preocupado o parecido extraño. Lo accidental aparece así, de pronto. Si hubiera habido alarmas previas no habría habido accidente. Es absurdo pensar que un accidente ha sido anunciado un día antes. Un camión cargado de explosivos choca con algo, estalla. Dicen que ocurren cosas así por negligencia. Un camión de explosivos para la mina. El descubrimiento de esa posibilidad me tranquilizó. Sólo segundos porque nuevas preguntas se levantaron dentro de mí atacando la endeble suposición. Si un camión explota, ¿dónde están las ayudas que deberían llenar la carretera?, ¿dónde la gente asustada, preguntando qué ha sido, cómo ha sido?

Con la nariz pegada al cristal trataba de desentrañar el significado de las sombras. Pero sólo veía la negrura del silencio. En la noche, a todas horas hay un hombre que sube o baja, uno que madruga o uno que se retira tarde. Y la calle estaba vacía.

No tenía reloj. Ezequiel llevaba el único que teníamos. Un reloj de bolsillo que era de su padre. Ezequiel y su reloj estarían despiertos en lo alto del pueblo. La verdad se iba abriendo camino en mi imaginación paralizada por el miedo. Algo muy grave ha sucedido para que no venga Ezequiel, para que no se mueva nadie… Como cuando estalla una guerra o empieza una revolución. Horrorizada por mi descubrimiento, petrificada de temor y de frío, permanecí inmóvil abrazada a mi hija hasta que la primera luz del alba entró por el balcón. Observé entonces que un cristal estaba rajado por efecto de la explosión. Al mismo tiempo oí pasos en la escalera. Pasos cansados, lentos, arrastrados. Ezequiel entró y me pareció que no estaba asustado. Le brillaba un extraño fulgor en la mirada y tenía una expresión rara que yo no conocía cuando dijo:

– No te asustes. Tranquilízate. Todo está controlado por nuestra gente. Han volado el puente y tienen a los Guardias retenidos en el Cuartel. Duermo una hora y subo otra vez. Vine porque quería que estuvieses tranquila…

Se echó en la cama y se quedó dormido. Su respiración era suave y me recordó la forma en que dormía después de una excursión al monte, un día de pesca o cualquier otra jornada gozosa.

Deposité a la niña en su cama y me fui a la cocina a hacer el desayuno. Bebí un café solo y se me olvidó echar azúcar. El sabor era amargo y me hizo estremecer. Un cansancio infinito me abrumaba. Me senté en una silla; apoyé la cabeza sobre los brazos cruzados y me quedé dormida.

Marcelina compareció en seguida, en cuanto el sol brilló con fuerza.

– ¡Qué susto habrá llevado, criatura! Yo quería pasar pero Joaquín no me dejó. No cruces la calle que lo mismo te disparan, me decía. La huelga, ya lo ve, fue más que huelga. Se veía venir. Se oían rumores pero yo no quería, no podía darle preocupaciones con su marido tan en ello, tan metido en todo…

Ezequiel ya había desaparecido y me había dejado instrucciones.

– Tú quieta. Ya vendré yo cada vez que pueda…

Las escuelas no se abrieron. Las tiendas tampoco. De las casas iba saliendo la gente tímidamente. Se quedaban en la puerta sin saber adónde ir.

– Yo me ocupo de todo -me dijo Marcelina al día siguiente-. Yo le busco donde sea la comida. Andan todos armados, los mineros, pero no hay lucha. Dicen que en Asturias sí. Que han soltado a los presos del verano, los que habían cogido en Trubia. Dicen que en algunos sitios han matado curas y a algún rico que no era de fiar… De todos modos me alegro de que Joaquín no esté en la mina. Santa enfermedad que me lo retiró a tiempo…

Ezequiel no iba armado. Apareció un momento e insistió: «No te muevas, no te separes de la niña.» Débilmente mostré deseos de ayudar.

– Si tú lo crees necesario.

Pero era claro que él prefería que me quedara en casa cuidando a Juana, protegiendo a Juana.

– Han asaltado la tienda y el bar de Anselmo -me contó-. Le han robado todas las existencias y a él le han llevado nadie sabe adónde. No podemos controlar a todo el mundo pero ya se ha formado un comité para evitar el pillaje.

Al tercer día llegó Mila. Traía noticias recientes.

– No se ha podido seguir hacia León. No han llegado las armas que nos mandaban de Asturias… Doña Inés está al frente de un hospitalillo que han montado en la escuela. Ella enseña a las mujeres a curar heridos… Heridos sí hay. Nadie sabe dónde pero han disparado tiros sueltos al paso de los mineros… Han matado a uno. También los mineros han matado. A Anselmo lo han encontrado enterrado en una vagoneta de carbón. El Cura está escondido nadie sabe dónde. Han ocupado el Ayuntamiento y piden que vuelva don Germán pero él no quiere o no le deja la hija… Dice mi madre que el Ejército los va a matar a todos, que no van a poder con el Ejército.

La radio daba noticias constantemente. Eran noticias centradas en las minas de Asturias, datos, cifras, informaciones contradictorias sobre la verdadera situación geográfica del Ejército. La radio me ponía nerviosa. Sólo servía para cerciorarme de la gravedad extrema de la situación pero yo necesitaba otra clase de noticias. Las que podía darme Ezequiel, las que otros podían darme de él. Estuvo un día entero sin bajar a casa. Envió un recado por Marcelina que subía y bajaba sin descanso, siempre a. la busca de algo necesario para su casa y la mía. El recado era: «Que estés serena. Tranquilidad. Que no puedo moverme, tenemos muchas cosas que atender. Que cuides a la niña.»

Requisaron coches, camiones. Pasó Inés subida a uno que llevaba el emblema de la Cruz Roja. Iba hacia el río a buscar un herido. Se detuvo en mi casa. Me dijo: «Vamos, qué haces aquí con la escuela cerrada y sin nada de que ocuparte. Ven a ayudarnos allá arriba…»