Le dije que no con la cabeza. No podía ni hablar. Me miró con una sonrisa que a mí me pareció de desprecio. Hubiera querido decirle: «Tú no sabes lo que es un hijo.» Pero no era justo. Inés hubiera hecho lo mismo aunque hubiera tenido muchos hijos. Me sentía culpable y cobarde. Una sensación de impotencia me dominaba. La inacción me ponía nerviosa y, a la vez, el temor no me dejaba vivir. Esperaba noticias todo el tiempo. Llegaba Marcelina.
– Se han hecho cargo de todos los almacenes. Han requisado la panadería y los tienen haciendo pan para todos. Lo hacen como Dios manda. Les dan un papel y les firman lo que han cogido para devolvérselo un día, dicen que cuando triunfe la revolución…
En la radio se hablaba de insurrección. Toda España estaba pendiente del Norte, de Asturias sobre todo y de León también. Había noticias confusas pero la impresión general era que sólo en Asturias duraba la revuelta, sólo ellos resistirían.
Pero yo prefería las noticias de Mila, de Marcelina, de cualquier testigo de los sucesos diarios.
– El administrador de la mina y los ingenieros están detenidos. Todos no porque ha habido alguno que se ha sumado a los mineros. Los tratan bien y están mejor detenidos porque hay muchos en la calle que los quieren matar.
Un día Marcelina me dijo: «Tiene que bajar a ver el puente como ha quedado. Ni piedra sobre piedra dejaron. Hay que pasar por barca al otro lado o por la vía siguiendo el río, pero eso es más largo. Dicen que la mañana de la explosión flotaban los peces muertos.»
No bajé al puente pero al tercer día decidí subir a la Plaza dejando a Juana al cuidado de Marcelina.
La Plaza presentaba un aspecto apacible, como de día de fiesta. Los niños jugaban entre los árboles, ajenos a todo lo que no fuera el goce de la vacación inesperada. En la puerta de la Iglesia cerrada podía leerse UHP. La casa del Cura estaba silenciosa con los postigos cerrados.
En el Ayuntamiento había dos mineros armados a la puerta. Hacían guardia o trataban de preservarla integridad del edificio, las carpetas de legajos, los documentos ordenados en las estanterías. Las tiendas estaban cerradas. Por las calles que rodeaban la Plaza había grupos de mineros, armados unos desarmados otros. Se me quedaron mirando pero no dijeron nada.
– Dinamiteros, nos llaman dinamiteros -decía un muchacho joven que fumaba un cigarrillo a la puerta de un almacén de coloniales. Se lo decía a una mujer que esperaba de pie, con un cesto en la mano, a que le tocara el turno para entrar al portal donde estaba formada la cola.
Pensé preguntar por Ezequiel a alguno de los que hacían guardia en la Alcaldía. Pero desistí. Bajé las escaleras de la Plaza que terminaban en la carretera y descendí sin prisa hacia mi casa, hacia el barrio campesino. De las casas salían ruidos familiares, llantos de niño, cloqueo de gallinas, gruñidos de cerdo. Me pareció que regresaba de un viaje en busca del refugio de mi hogar.
Ezequiel apenas apareció durante toda la semana. Hablaba poco y yo evitaba preguntarle. La información de la radio era incompleta. Los frecuentes cortes de luz impedían oír las noticias en las horas cruciales. Pero prefería no saber. Estaba convencida de que vivíamos una experiencia que tendría un final doloroso; aunque no era capaz de imaginarme cuál. Pensaba en mis padres que no podían comunicarse con nosotros. De aquí y de allá me llegaban fragmentos de conversaciones.
«Dicen que el Gobernador va a andar con mano dura… Dicen que ya han pasado los moros de Marruecos y que nos los van a mandar para acá… Dicen que han matado al Cura… Dicen que no.»
Escuchaba a todos y una corteza de insensibilidad me protegía de los rumores. Con Ezequiel mantenía una actitud distante.
Por una parte me resentía del abandono en que me tenía en favor de la insurrección. Por otra, no le perdonaba que me hubiera mantenido al margen de ella desde el primer momento.
Entre contradicciones y sentimientos variables, fueron pasando los días. Hacía quince desde la voladura del puente cuando el lamento que tan bien conocía me despertó en la noche. Todo ha terminado, recuerdo que pensé. Sonaba la sirena que había permanecido muda durante los días pasados. Me asomé a la ventana y vi gente que corría. Se avisaban unos a otros: «Llegan las tropas, ya las tenemos aquí… la sirena sonó para avisarnos…»
Era la contraseña. Algunos cogían mantas y subían hacia la Plaza. Eran los que tenían un trabajo mixto como Joaquín, mina y campo, campo y mina. Subían para unirse a los demás, para escapar al monte o hacerse fuertes en la mina.
Una vez más cogí a mi hija, la apreté entre mis brazos, me pregunté qué hacer. ¿Subiría yo también? Ezequiel estaría entre los que, arriba, estudiarían la decisión a tomar: rendirse o resistir.
Ya era día bien claro cuando el motor de los camiones se dejó sentir carretera adelante. Las calles estaban vacías cuando alcanzaron el pueblo. Atemorizadas y expectantes las gentes se escondían tras las ventanas cerradas. Por un agujero abierto en la madera pude ver el paso del Ejército. Eran muchos, muchísimos. En los camiones descubiertos se apretaban los soldados. Dirigían hacia las casas las bocas de sus fusiles. Yo imaginaba que al menor movimiento sonaría la voz de fuego. Pero nadie se movió. Cuando todos hubieron pasado, allá en lo alto sonó un tiro aislado, luego otro, disparos como de cazadores en domingo. La respuesta fue una ráfaga de balas, un tableteo ininterrumpido y después, otra vez, el silencio.
– Una ametralladora, eso fue lo que dispararon -dijo Marcelina que había cruzado la calle rápida en cuanto desapareció el último camión.
Me miraba con expresión rara. Me contemplaba entre perpleja y conmiserativa. Piensa en Ezequiel y en lo que puede sucederle allí arriba, me dije. Mientras tanto yo sentía que todo estaba sucediendo lejos y fuera de mí. Lo inevitable había llegado. Me di cuenta de hasta qué punto estaba preparada para afrontar ese momento.
– Ya lo sabíamos -musité.
Marcelina me miraba y no encontró palabras para el consuelo o la esperanza.
– Voy a hacer café -dijo, echando mano de los gestos sencillos, único refugio para paliar la gravedad de los hechos extraordinarios.
Ezequiel llegó al anochecer. Entró por atrás. Debía de haber saltado por la paredilla del prado. Me dio un susto terrible.
Yo esperaba pegada al cristal del balcón. Bajará él o alguien me traerá un recado, pensaba. Apareció de pronto en la puerta sin llamar, sin avisar, como un fugitivo.
– Estábamos reunidos en el Ayuntamiento pero ellos fueron derechos a la mina. Hubo algunos disparos aunque se había decidido no ofrecer resistencia para evitar mayores desgracias. Después de las noticias que llegaron quedaba claro que estábamos perdidos.
Parecía infinitamente cansado pero no se sentó. Acarició a la niña dormida y me besó en la mejilla. Olía a sueño, a tabaco y a ropa sucia.
– No te muevas. Pase lo que pase, continúa aquí. Nadie se va a meter contigo porque tú no te has metido con nadie.
Bajó otra vez las escaleras, con el mismo sigilo con que las había subido. Y se esfumó en la noche, en la zozobra y el peligro.
– No llegará la sangre al río -me dijo Marcelina cuando crucé la carretera para informarle de la visita de Ezequiel.
Pero pronto supimos que había sangre y que ésta se había deslizado por las aguas del río. La noticia llegó al día siguiente. «Allí mismo, junto al puente volado, les hicieron cruzar a golpe de bayoneta, sí señor. ¿No habéis volado el puente?, les decían. Pues ahora a cruzar por la corriente…»
Ezequiel y Domingo iban con ellos. Mateo había oído el ruido de los camiones al amanecer; había saltado de la cama para correr detrás de ellos; había contemplado el espectáculo escondido entre los arbustos.