– Los llevaban atados de dos en dos. Se caían y les obligaban a seguir; allí no cubre mucho, en esa parte. Los soldados iban detrás y al que se desmandaba lo pinchaban…
«La sangre de los mineros se deslizará río abajo, hasta remansarse en los meandros de los cangrejos y los juncos del verano», pensaba yo pero me mantenía serena y lúcida. Siempre me ha sorprendido la dificultad que el ser humano tiene para soportar las molestias cotidianas y la valentía con que afronta las situaciones excepcionales.
La detención de Ezequiel, su desaparición y la sucesión de acontecimientos que me tocó vivir, despertaron en mí una fuerza insospechada.
A las veinticuatro horas de su ocupación por el Ejército, el pueblo parecía tranquilo. Los servicios fueron restablecidos lentamente. Se abrieron las escuelas. Un sustituto salido no se sabía de dónde ocupó el puesto de Ezequiel. Era un muchacho joven, vestido de negro, pelado al rape, con aire de seminarista. Pasó a saludarme a la hora del recreo y parecía cohibido. Le miré a los ojos que se esforzaba en mantener fijos en el suelo y le dije:
– Si necesita ayuda con los niños ya sabe dónde estoy.
Mis alumnas parecían asustadas. El primer día de reanudación de las clases, no hablaban y obedecían la menor indicación con presteza. Pronto recuperaron su manera natural de producirse. Fueron espontáneas y hasta hubo alguna que preguntó.
– ¿Vendrá pronto don Ezequiel?
Yo les pedí que hicieran una redacción contando cómo habían vivido los últimos sucesos. Casi todas hicieron hincapié en dos cosas: la explosión que había destruido el puente y la llegada de las tropas al pueblo.
A propósito de las tropas, a la semana de su llegada, se presentó un sargento en mi casa. Se dirigió a mí hosco y un poco incómodo para pedirme la llave de la vivienda del maestro.
– Me han asignado ese piso como vivienda para mi familia.
Busqué la llave en el gancho del portal. Estaba allí desde que llegamos ya que nadie la usaba. Se la entregué y él me enseñó un papel, una orden o un Oficio que yo rechacé.
– No me enseñe nada. La vivienda no es mía. Es del Estado -le dije.
Pero una pregunta me asaltó en el mismo instante en que nombró a su familia: ¿Hasta cuándo piensan, entonces, quedarse en el pueblo?
– Pues muchos días, ya ve usted -me informó Marcelina-. Muchos días porque los oficiales y los suboficiales andan así, buscando alojamiento por orden superior. El que va a vivir en la escuela es de Madrid. Casado y con una niña. Se conoce que piensan destacarlos aquí por tiempo largo, por lo menos a parte de ellos. Querrán tener vigilada la mina para que no se desmande nadie…
El domingo por la mañana llegaron la mujer y la niña. Se bajaron del taxi, llamaron a mi puerta y al decirles que no tenía la llave, el taxista se ofreció a buscar al sargento.
La mujer era pizpireta, bajita y gordezuela. Parecía muy joven, con su pelo corto rizado a grandes ondas. Llevaba un abrigo de paño azul con un cuello blanco de piel de cordero y zapatos de tacón. La niña era un poco mayor que Juana. Tenía el pelo rubio aclarado con camomila y un gran lazo tieso, posado en la cabeza como un pájaro. Lo miraba todo sorprendida.
– Usted es la maestra, ¿verdad? -preguntó la madre-. Decía yo que si podría tener a mi niña en la escuela el tiempo que estemos aquí… ¿Verdad que tú sí quieres, Dolorcitas? Ha cumplido los años hace poco, precisamente nació un cinco de octubre.
Aquel «precisamente» le salió con un matiz de disgusto en la voz.
Era el día del comienzo de la revolución, la huelga general, la insurrección o comoquiera que ella, en su fuero interno, la llamara.
Al poco tiempo llegó el sargento. Las besó a las dos.
– ¿Qué tal el viaje? Pasa y verás. Hemos hecho lo que hemos podido para arreglar este cuchitril, pero no ha dado tiempo a pintarlo. Los muebles nos los han prestado, voluntariamente, gente buena, de esa que le gusta ayudar. Y no te quejes que otros han tenido peor suerte con el alojamiento.
La mujer se despidió de mí. El emitió un gruñido que iba a ser su forma habitual de saludarme en adelante. Cuando los tres desaparecieron, yo salí al prado detrás de la casa donde Juana jugaba con Mila, que no me abandonaba ni los días festivos desde que se llevaron a Ezequiel.
– Mila, hija -le dije-. Nos meten en la casa del maestro a un sargento con su familia. No sólo detienen a mi marido sino que además me ponen a la puerta un carcelero…
Pero tampoco fue exactamente así. Lola, la mujer del sargento, resultó ser una mujer charlatana y alegre y nunca mostró la menor hostilidad hacia nosotras.
Con frecuencia llamaba a mi puerta, me pedía alguna cosa que necesitaba, me invitaba a tomar café por la tarde, a la salida de la escuela. Yo procuraba escabullirme pero no siempre podía.
– Además, mejor que no le haga usted frente -me había aconsejado don Germán-. No lo tome como algo personal. Olvide que está aquí a causa de una misión desagradable y ayúdela. No le conviene enemistarse con esta gente…
Así que yo traté de ser buena vecina, recibí a su hija en mi escuela, dejaba a Juana jugar con Dolorcitas.
Creo que ella comprendía y agradecía mi actitud.
– Le advierto -me dijo un día- que algunos oficiales han tenido mala suerte. Yo no sé qué casas les han buscado pero les hacen la vida imposible, a mi me parece que a propósito.
Se quedó reflexionando un momento y añadió con un acento que pareció espontáneo y sincero:
– Sé lo que le ha pasado a su marido. Lo siento mucho. Piense que al mío podían haberle dado un tiro el primer día, cuando entró al asalto de la mina. Nosotras las mujeres siempre pagando los platos rotos de todo…
Al principio me llegaron noticias de Ezequiel por medio de emisarios desconocidos. Don Germán era el centro de toda información; era mi brújula y el apoyo más firme. A él acudía y siempre lo encontraba con la misma serenidad, con idéntica paciencia y energía. Desde su sillón que pocas veces abandonaba dirigía los hilos que no habían sido totalmente destruidos.
La Guardia Civil respetó a don Germán y no se atrevió a interrogarle sin motivos concretos. Por otra parte era evidente que su enfermedad le mantenía al margen de los hechos recientes.
Ese mismo argumento esgrimían sus enemigos reservándose una parte de duda: «Estaba enfermo, si no ya hubiéramos visto.»
En su nuevo papel de intermediario clandestino se sentía rejuvenecer. «Es otro» me decía Eloísa, «se siente útil y ha olvidado la amenaza que pesa sobre su corazón.»
Las primeras cartas me llegaron también por conducto de don Germán. Pero yo no podía esperar más. Necesitaba ver a Ezequiel, comprobar por mi misma cómo estaba. Solicité permiso escrito para ausentarme unos días de la escuela. La respuesta no llegó y no esperé más. El sábado despedí a los niños más temprano y me fui a coger el coche de línea que pasaba al mediodía. Con Juana a mi lado bajé en taxi hasta el río donde el barquero montaba guardia permanente cerca del puente roto.
Las aguas bajaban turbias. Las últimas lluvias habían aumentado el caudal y la barca se balanceaba en la corriente.
Miré hacia el puente. Trabajaban en él con vigas, tablas, cables de acero, para recuperar cuanto antes un paso provisional.
Como si adivinara mi pensamiento el barquero dijo:
– No estaba tan crecido cuando les obligaron a pasarlo. Además, de aquella parte hay menos fondo.
Al llegar a León nos esperaba un amigo de don Germán que había facilitado los trámites de nuestra visita. Nos acompañó a la cárcel y allí, entre rejas, estaba Ezequiel. Tenía mal aspecto sobre todo por la barba, llevaba un jersey que no reconocí y los mismos pantalones del día en que se fue. Cuando me vio hizo gestos de extrañeza y señalaba mi cabeza. Me acordé del empeño de Lola en rizarme el pelo. Las tenacillas quemaban y los tirones de pelo me molestaban, mientras Lola hablaba sin cesar de Madrid: «Si vieras qué edificios, qué parques, qué comercios. Yo no sé cómo puedes vivir en este pueblo…»