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Respeté su elección. Respeté hasta el último de sus compromisos. Respeté su renuncia a la vida familiar, cada día más exigua. Respeté su deseo de continuar en Los Valles. «Iré cuando pueda», había dicho cuando terminó el curso; y yo corrí a cuidar a mi padre enfermo.

Aquel verano hizo mucho calor. Encontré a mi padre extenuado. Se ahogaba en el intento de respirar un aire sofocante. Una grave enfermedad de pulmón lo tenía agotado, incapaz ni de mantenerse erguido sobre una montaña de almohadas. Yo velaba sus horas turnándome con mi madre.

Una tarde… Estábamos solos los dos, se oía en la huerta el incansable charloteo de Juana y la sosegada réplica de mi madre. Por la ventana entreabierta se filtraba la sombra movible de la parra. Yo había cerrado los ojos un instante, abrumada de cansancio y de pena. Cuando los abrí, él me estaba mirando y por su rostro exangüe se deslizaban dos lágrimas. En aquel momento supe que iba a morir. Esto ocurrió el doce de julio. El dieciséis le puse un telegrama a Ezequieclass="underline" «Mi padre ha muerto. Ven en seguida.» No llegó la respuesta. Pero apenas acabábamos de enterrar a mi padre ya estaban llegando las primeras noticias de una sublevación militar, allá en Canarias. Las noticias eran confusas. «El Gobierno garantiza… El pueblo resiste… El Ejército avanza.»

En quince días la sublevación se había extendido por la provincia de León y había triunfado en la ciudad. Tras la ocupación trabajosa de Los Valles, de mano en mano, de mensajero en mensajero, llegó hasta mí la carta de Eloísa: «Han matado a mi padre y a Ezequiel. Los fusilaron al amanecer con otros muchos, a la entrada de la mina. El Señor les perdone su crimen.»

El coche de línea daba tumbos. Cada golpe me dolía en el hueco del estómago vacío, del corazón vacío. Al salir de la ciudad, tapé la cara de Juana con la mano para que no mirara afuera.

En las cunetas había muertos. Vi en seguida el primer brazo rígido elevado hacia el cielo. Luego descubrí cuerpos abandonados sobre la tierra. Unos con la cara escondida, otros bien visible: boca sin voz, arriba; ojos ciegos, arriba; frente dormida, arriba.

Una vieja susurró a mi lado: «Los fusilados de esta noche.» El autobús saltaba en los baches. El cuerpo de Ezequiel, la tumba de Ezequiel, la ausencia de Ezequiel… Las palabras golpeaban mi cabeza. A golpes llegaríamos al río, al pozo de las truchas, al puente reconstruido. Por él habrían cruzado los camiones cargados de soldados para subir por la carretera hasta el muro de los encastillados en la mina.

Delante de nuestro asiento un hombre desplegaba un periódico abierto. Por encima del respaldo vi la fotografía.

«El General Francisco Franco…» Inesperadamente recordé esa cara, la mañana de Oviedo, aquella boda, su nombre en la reseña del periódico. Recordé su mirada. que navegaba más allá del Paseo sobre las cabezas de la gente.

Yo era muy joven y creía en los sueños que estrenaba ese día. No podía imaginar en qué horizontes se perdían los suyos. Acaricié el pelo de Juana. Miré al frente, a la carretera recta. A las orillas, los árboles formaban, tiesos y vigilantes, como soldados uno al lado del otro.

Contar mi vida… Estoy cansada, Juana. Aquí termino. Lo que sigue lo conoces tan bien como yo, lo recuerdas mejor que yo. Porque es tu propia vida.

Las Magnolias, agosto 1989