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Todo empezó después de las vacaciones de Navidad. Yo regresaba de casa de mis padres y había caído una gran nevada que tenía al pueblo incomunicado. Tocaron a concejo y un grupo de vecinos me fue a rescatar al pueblo grande. Las caballerías pasaban con dificultad por las hoces, así que sólo llevaron una para mí y los hombres marchaban unos detrás y otros delante del animal, protegiéndome y cuidando de que no nos despeñáramos. Nos costó horas llegar y al alcanzar el pueblo sólo se veían columnitas de humo porque las casas habían desaparecido cubiertas por la fuerte nevada. Entramos por el tejado a la casa de María y bajamos hasta el primer piso por unos escalones hechos en la nieve casi helada. Todas las casas estaban sometidas al mismo enterramiento invernal.

Al día siguiente para ir a la escuela, los niños hicieron una cadena, cogidos de la mano, y tiraban de mí como un juego en el que todos patinábamos. Me habían regalado pieles de rebeco completas para mi cuarto y tiras de otras pieles de animales pequeños para que forrara con ellas las abarcas. Genaro me esperaba mustio y callado. «¿Qué pasa?», le pregunté. Y éclass="underline" «Mi padre que está malo. Fue al monte y cayó rodando y se mancó la pierna y la espalda.»

María regateaba el carburo. Me metía en la cama y tiritaba de frío aunque entraba forrada de jerséis de lana gruesa, con escarpines y una piedra envuelta en trapos que había calentado a la lumbre.

Una noche que tembló el techo y las vigas de roble gimieron, creí que había llegado el fin, que nos hundiríamos sepultados en la nieve. Pero no fue así. Habían llega do las lluvias -agua de Galicia, sentenció María-; y la nieve se fue deshaciendo aunque quedaban neveros sólidos en la umbría de la montaña.

Me fui a visitar a Genaro que no venía a la escuela ocupado en cuidar al padre y atender al molino y al ganado.

Encontré al niño silencioso y remoto, como si se hubiera alejado de mí, como si estuviera viviendo una experiencia no compartida con nadie. Esta vez no me ofreció arándanos ni asiento. El padre yacía en el camastro y emitió un gruñido de agradecimiento. Me fui en seguida y Genaro se quedó en la puerta del molino. Me vio trepar torpemente pero no acudió en mi ayuda.

Al llegar a casa sentí que tenía fiebre. Yo creo que aquello venía de antes, del día de mi llegada y el recorrido de horas a caballo, y entre la nieve. María me llevó a la cama leche caliente con miel y como tosía me puso cataplasmas y ungüentos que me abrasaron la piel.

Al día siguiente vino Raimunda y me trajo coñac «de parte del amo». El coñac me hizo sentirme estimulada y fuerte y, por un momento, entre la fiebre y el alcohol me creí curada. Pero no fue así. La fiebre cada vez era más alta y pasé un tiempo, nunca sabré cuánto, medio inconsciente e incorporada a medias en la cama para no ahogarme.

El primer día que tuve fuerzas para levantarme, cuando le anunciaba a María que pronto volvería, muy abrigada, a la escuela, se abrió la puerta y apareció mi padre avisado por no sé quién.

– Ya hablé con el Alcalde -me dijo.

Y me obligó a seguirle bien abrigada, sí, pero no a la escuela, sino al pueblo mayor desde donde regresaríamos a casa.

No me despedí de Genaro ni de don Wenceslao. Sólo de María que se quedó a la puerta de su casa, mientras Lucas se colocaba a un lado y mi padre a otro del caballo que me transportaba. Por las últimas revueltas de la calleja aparecieron niños. Me miraban marchar pero ninguno dijo una palabra. Yo les decía adiós con la mano. Tan débil estaba que apenas podía sostenerme en la grupa. La maleta sujeta a mis espaldas me servía de apoyo y, también, se me clavaba en las costillas a cada paso del animal. La convalecencia fue larga. El médico me tenía sometida a un reposo exagerado. «Pero hay que evitar la tuberculosis, porque ya sabe usted, usted no ignora», le decía a mi padre, «que la tuberculosis es la muerte inevitable.»

Cuando me dieron por curada ya era verano. En septiembre empecé a preparar oposiciones y durante un curso todo fue estudiar y estudiar bajo el cuidado amoroso y la vigilancia previsora de mis padres. Volví a Oviedo cuando llegó el momento. Me examiné y lo mismo que un día apareció mi nombre en la lista de final de carrera, también ahora lo vi brillar en otra lista: Gabriela López Pardo, Maestra en propiedad. Habían pasado pocos años entre las dos listas. Pero ya había llegado el momento de elegir, con todos los derechos, mi escuela.

Los niños eran todos negros. La mía era la escuela nacional y gratuita y sólo los negros la frecuentaban. Todos dijeron que estaba loca cuando la elegí. Yo tenía veinticuatro años y afán de aventuras. Si fuera hombre… pensaba. Un hombre es libre. Pero yo era mujer y estaba atada por mi juventud, por mis padres, por la falta de dinero, por la época. Era el año 1928. En la oposición había sacado un excelente número: la tercera entre cincuenta. Miré los mapas y el punto más lejano de la tierra al que podía llevarme mi carrera estaba allí, en la línea del Ecuador. Una franja pequeñísima de África, unas islas, un nombre que cruzaba sobre el mar y se adentraba en el continente: Guinea Ecuatorial. Aquél sería mi destino. Pensé en don Wenceslao: «Si algún día…», me había dicho y en seguida había rectificado: «Pero usted nunca va a caer por allí.» No puedo decir que me influyera el recuerdo del viejo amigo. Hasta su Guinea me parecía distinta de la que yo estaba eligiendo. Yo no iba a negociar ni a hacer fortuna. Yo iba a enseñar y al mismo tiempo a aprender, a buscar paisajes nuevos, nuevas experiencias, en un país que además de exótico era nuestro. Así que lo arreglé todo, desoí los consejos y los llantos familiares y me bajé hasta Cádiz para embarcar. Cádiz era el extremo sur, el final de mi mundo. De Cádiz arranqué un día de septiembre y atrás dejaba límites y ataduras. Y el recuerdo de una escuela perdida entre montañas.

Cuando el barco zarpó yo veía la tierra alejarse desde el puente. No quería pensar en lo que abandonaba. Necesitaba la fuerza de los emigrantes, el valor de los conquistadores. Recordé el último consejo de mi padre, arrancado de una de sus lecturas:

«La aventura puede ser loca, el aventurero no.» Y un respingo de emoción me asaltó mientras la costa española se desdibujaba a lo lejos.

Con los embites de las olas, todo el barco crujía. Era un barco viejo y parecía que iba a partirse en dos a cada instante. Al tercer día estalló una tormenta que nos mantuvo encerrados durante doce horas en los camarotes, reducidos y sofocantes. En el mío había plazas para cuatro, pero íbamos sólo tres: la mujer de un empleado de telégrafos de Santa Isabel, que se pasaba el tiempo maldiciendo; su hija, una muchacha de mi edad que vomitaba a todas horas, y yo, que sufría y aguantaba con paciencia las inclemencias de la navegación.

Macilentos y ajados avistamos un día la tierra de Guinea. Ya escaseaba el agua y la comida disminuía por momentos en cantidad y calidad. El calor nos quitaba el apetito y nadie hubiera osado protestar, desmadejados como andábamos todos, del puente al camarote; del salón aliviado con las hélices del ventilador que colgaba del techo, al comedor por el que discurrían sudorosos los camareros repartiendo té y café en pesados recipientes.

El día antes de llegar a Santa Isabel me llamaron de primera y me entregaron un telegrama de la Delegación anunciándome que me esperaban en el muelle.

Al clarear el día siguiente, vimos la costa, con grandes elevaciones, pero todavía faltaban unas horas para divisar Santa Isabel.

Recuerdo la llegada. El puerto. Y a lo lejos el rumor de las voces que anunciaban el barco. El paso por el puente balanceante que me llevaba a tierra firme. La espera de mi baúl que no llegaba nunca. Me rodeaban mozos, negros harapientos que ofrecían sus servicios en un defectuoso castellano: Hola señora, hola mujer. Apareció un funcionario blanco y lacónico: «Señorita Gabriela López; sí, de la Delegación, sí, la acompaño, vámonos pronto…»