Mario Vargas Llosa
Historia secreta de una novela
A Carlos Fuentes
Escribir una novela es una ceremonia parecida al strip-tease. Como la muchacha que, bajo impúdicos reflectores, se libera de sus ropas y muestra, uno a uno, sus encantos secretos, el novelista desnuda también su intimidad en público a través de sus novelas. Pero, claro, hay diferencias. Lo que el novelista exhibe de sí mismo no son sus encantos secretos, como la desenvuelta muchacha, sino demonios que lo atormentan y obsesionan, la parte más fea de sí mismo: sus nostalgias, sus culpas, sus rencores. Otra diferencia es que en un strip-tease la muchacha está al principio vestida y al final desnuda. La trayectoria es inversa en el caso de la novela: al comienzo el novelista está desnudo y al final vestido. Las experiencias personales (vividas, soñadas, oídas, leídas) que fueron el estímulo primero para escribir la historia quedan tan maliciosamente disfrazadas durante el proceso de la creación que, cuando la novela está terminada, nadie, a menudo ni el propio novelista, puede escuchar con facilidad ese corazón autobiográfico que fatalmente late en toda ficción. Escribir una novela es un strip-tease invertido y todos los novelistas son parabólicos (en algunos casos explícitos) exhibicionistas.
He pensado que podía ser interesante para ustedes, lectores de novelas, asistir a uno de esos strip-teases de los que resulta una ficción. Quisiera tratar de reconstruir esta noche, en una castigada síntesis, el proceso del que nació una novela que escribí entre 1962 y 1965: La casa verde. No pretendo contarles los problemas técnicos que tuve al escribirla, sino los hechos que fueron las raíces de esa novela y el curioso modo en que estas experiencias, ocurridas en distintos periodos y circunstancias, convergieron, se mezclaron, se transformaron mutuamente y, en cierta manera, se emanciparon de mí en una historia verbal.
La novela está situada en dos lugares muy diferentes de mi país. Uno es Piura, al extremo norte de la costa, una ciudad asediada por grandes arenales. El segundo, muy lejos de Piura, al otro lado de los Andes, es una minúscula factoría de la región amazónica que se llama Santa María de Nieva. Estos lugares representan dos mundos históricos, sociales y geográficos completamente opuestos y se hallan aislados uno de otro, pues las comunicaciones entre ambos son interminables y arduas. Piura es el desierto, el color amarillo, el algodón, el Perú español, la «civilización». Santa María de Nieva es la selva, la exuberancia vegetal, el color verde, tribus que aún no han entrado a la historia, instituciones y costumbres que parecen supervivencias medievales. En estos dos escenarios fijos sucede, principalmente, La casa verde; hay también otro, móvil, el río Marañón, con el que discurre un ramal de la historia.
El origen de esta novela en mi vida ocurrió hace veintitrés años (yo ni lo sospechaba, desde luego), en 1945, cuando mi familia llegó a Piura por primera vez. Vivimos allí sólo un año, luego mi madre y yo nos marchamos a Lima. Ese año que pasé en Piura, cuando era un mocoso de nueve años, fue decisivo para mí. Las cosas que hice, la gente que conocí, las calles y las plazuelas y las iglesias y el río y las dunas donde mis compañeros del Colegio Salesiano y yo íbamos a jugar, quedaron grabados con fuego en mi memoria. Creo que ningún otro periodo, antes o después, me ha marcado tan fuerte como esos meses en Piura. ¿Cuál fue la razón? ¿Por qué recuerdo ese año con tanta nitidez, con esa maniática riqueza de detalles? El asunto me intriga y he tratado varias veces de explicármelo. Mi madre dice que la razón está, probablemente, en que ese año vi por primera vez el mar. Hasta entonces habíamos vivido en Cochabamba, una ciudad mediterránea, y, al parecer, el descubrimiento del océano Pacífico me excitó más que a Balboa, al extremo que durante mucho tiempo soñé con ser marino. O quizá fue el descubrimiento de mi país, ya que 1945 fue el primer año que pase en el Perú (mi familia me había llevado a Bolivia a los pocos meses de nacido). En esa época, entre los nueve y diez años, yo era un nacionalista fervoroso, creía que ser peruano era preferible a ser, digamos, ecuatoriano o chileno, todavía no había comprendido que la patria era una casualidad sin importancia en la vida. Pero tal vez la razón principal por la que esa temporada piurana me afectó tan hondo haya sido que, ese año, unos amigos serviciales, una tarde en que intentábamos bañarnos en las aguas ya casi moribundas del río Piura, me comunicaron algo que constituyó un terremoto emocional para mí: que los bebés no venían de París, que no era cierto que blancas cigüeñas los trajeran a la vida desde exóticas comarcas. Supongo que hasta entonces viví convencido de haber llegado al mundo en las muelles, cálidas alas de ese hermoso pájaro (que no había visto jamás), de que la cigüeña me había depositado en los brazos de mi madre. Lo cierto es que quedé seriamente ofendido cuando descubrí que las cosas habían ocurrido de manera más terrestre y me tomó bastante tiempo resignarme al verdadero origen de los bebés. Se me ocurre que ésa fue la razón: como hice el rudo descubrimiento en Piura, quizá todos los hechos relacionados en el espacio y en el tiempo con ese suceso capital se instalaron por contagio con la misma tenacidad que él en mi memoria.
Cualquiera que fuese la razón, cuando partí de Piura a Lima, en el verano de 1946, llevaba la cabeza constelada de imágenes. Algunas se fueron apagando con el tiempo, otras sobrevivieron débiles y descoloridas, pero dos de ellas cobraron cada día más peso y más vida y se convirtieron en dos inseparables compañeras, en dos secretos mitos. La primera era la silueta de una casa erigida en las afueras de Piura, en la otra orilla del río, en pleno desierto, y que podía ser vista desde el Viejo Puente, solitaria entre los médanos de arena. La casa ejercía una atracción fascinante sobre mis compañeros y sobre mí. Era una construcción rústica, una choza más que una casa, y había sido enteramente pintada de verde. Todo era extraño en ella: el hecho de estar tan apartada de la ciudad, su inesperado color. La vegetación era rara en la Piura de entonces, las casas carecían de jardines, había pocos árboles en las calles (los algodonales estaban lejos de la ciudad, sólo ralos algarrobos alborotaban el arenal de cuando en cuando), y los muros, puertas y ventanas solían ser blancos, amarillos, ocres, casi nunca verdes. Tal vez fueron su soledad y su piel húmeda lo que primero despertó la curiosidad de mis amigos y la mía en torno de ella. Pero cosas más inquietantes vinieron pronto a avivar esta curiosidad. Había algo maligno y enigmático, un relente diabólico alrededor de esta vivienda a la que habíamos bautizado «la casa verde». Nos habían prohibido acercarnos a ella. Según las personas mayores era peligroso, pecaminoso, aproximarse a ese lugar, y entrar a él era impensable, decían que hubiera sido como morir o entrar al mismo infierno. Las personas mayores se turbaban cuando les preguntábamos sobre «la casa verde». ¿Qué ocurría en su interior? Nada, cosas malas, cosas perversas, no hagan preguntas tontas, cállense, vayan a jugar fútbol. Mis amigos y yo nos sentíamos desasosegados con estas advertencias, hablábamos todo el tiempo de eso, nuestra imaginación porfiaba tratando de adivinar qué se escondía tras de tanto misterio. Yo sospechaba que había algún vínculo entre «la casa verde» y la destrucción del mito de París y de las blancas cigüeñas, pero no alcanzaba a saber cuál, ni cómo, ni por qué. Mis amigos y yo no nos atrevíamos a acercarnos demasiado a «la casa verde» porque, al mismo tiempo que nos atraía, nos asustaba. Pero todo el tiempo íbamos a espiarla. Teníamos un formidable puesto de observación en el Viejo Puente. Lo verdaderamente divertido era observar «la casa verde» de noche. Porque, durante el día, esta pequeña construcción era quieta y pacífica, inofensiva, parecía un lagarto durmiendo en la arena, un árbol asoleándose. Pero, al anochecer, «la casa verde» se convertía en un ser viviente y lúcido, alegre y bullicioso. Podíamos ver las luces, podíamos escuchar la música: porque en las noches en «la casa verde» se cantaba y se bailaba. Pero desde el Viejo Puente mis compañeros y yo podíamos también -y esto era aún más excitante- reconocer a los visitantes de «la casa verde». Porque apenas caían las sombras sobre Piura, «la casa verde» empezaba a recibir muchas visitas, y, curiosamente, sólo masculinas. Los acechábamos, nos disforzábamos cuando reconocíamos a nuestros hermanos, a nuestros tíos, a nuestros propios padres cruzando sigilosamente el Viejo Puente. Se confundían y alarmaban si nos veían aparecer frente a ellos, enloquecían de furor si nos oían gritar sus nombres. No querían que la gente supiera que frecuentaban «la casa verde» y, para taparnos la boca, nos sobornaban o nos castigaban. Otro deporte que yo y mis amigos practicábamos consistía en reconocer a una de las señoras que vivían en «la casa verde» cuando venía a la ciudad de compras, a la iglesia o al cine. Porque en esa extraña vivienda -un misterio más- sólo había mujeres. No recuerdo quién de nosotros, quizá yo mismo, comenzó un día a llamar «habitantas» a las adornadas señoras de «la casa verde»; desde entonces sólo las llamamos así. Reconocíamos a una de esas elegantes, orgullosas señoras en la calle, y corríamos tras ella y la rodeábamos gritándole «habitanta», «vives en la casa verde», y entonces la señora perdía los modales, enrojecía, venía a nuestro encuentro, cogía piedras, nos espantaba con destempladas groserías: tampoco las habitantas querían que la gente supiera que vivían en «la casa verde». Teníamos en el colegio a un profesor de religión, el padre García, un curita viejo y malhumorado que perdía los estribos cuando se enteraba de que habíamos estado espiando «la casa verde» o correteando a alguna habitanta. Entonces, nos reñía y sancionaba. Era un apasionado coleccionista de estampillas y sus castigos consistían siempre en encargarnos alguna pieza rara para su colección. Bueno, ésta era una de las imágenes que me llevé a Lima y que perduró, llameando con obstinación, en mi memoria.