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Los puntos de contacto entre Piura y Santa María de Nieva eran, según el proyecto del libro, el sargento Lituma, un piurano mangache destacado por un tiempo a un puesto de policía en la selva y traído luego de nuevo a Piura, y Bonifacia, una niña aguaruna educada por las monjitas de Santa María de Nieva, más tarde mujer del sargento Lituma, que terminaba de habitanta de «la casa verde» con el nombre de guerra de la Selvática. Pero de pronto, cuando estaba dando los últimos retoques al manuscrito, descubrí que había otro vínculo, menos evidente pero quizá más profundo, y en todo caso imprevisto, entre esos dos mundos. Don Anselmo había sorprendido siempre a los piuranos con su predilección por el color verde: así había pintado el prostíbulo, así su arpa. De otro lado, ¿no había desconcertado tanto, al principio, su manera de hablar a los piuranos que nunca lograron identificar ese acento suyo que no era costeño ni serrano? Fue uno de esos impactos mágicos que sobrevienen de cuando en cuando durante la construcción de una novela y que a uno lo dejan atontado y feliz: no había duda, don Anselmo amaba el color verde porque era el de su tierra, los piuranos no habían podido reconocer su manera de hablar porque a Piura no llegaba jamás gente de la selva.

Cuando terminé la novela, en 1964, me sentí inseguro, lleno de zozobra respecto al libro. Desconfiaba principalmente de los capítulos situados en Santa María de Nieva. Mi intención no había sido, desde luego, escribir un documento sociológico, un ensayo disfrazado de novela. Pero tenía la molesta sensación de, a pesar de mis esfuerzos, haber idealizado (para bien y para mal) el ambiente y la vida de la región amazónica. Tomé la determinación de no publicar el libro mientras no hubiera retornado a la selva. Ese año volví a Lima. Esta vez no fue tan fácil llegar a Santa María de Nieva, por la falta de comunicaciones. Seis años antes había viajado por la selva muy cómodamente, en el hidroavión-renacuajo del Instituto Lingüístico de Verano. Esta vez viajé por mi cuenta y acompañado de un amigo, el antropólogo José Matos Mar, que había formado parte de la expedición la primera vez. Nuestro plan era ir de Lima a Pucallpa en avión y allí pedir ayuda al Instituto Lingüístico de Verano para alcanzar el Alto Marañón. Pero las dificultades comenzaron aun antes de salir de Lima. Por dos o tres días consecutivos fuimos al aeropuerto en vano -una vez nos regresaron luego de media hora de vuelo-pues el mal tiempo impedía a los aviones cruzar la Cordillera. Acordamos ir por tierra hasta Chiclayo, creyendo ingenuamente que la carretera Olmos-Río Marañón, que figuraba en los mapas, funcionaba de veras y que podríamos conseguir algún ómnibus o camión que nos llevara hasta Bagua. En Chiclayo descubrimos que la famosa carretera al Marañón estaba todavía sin terminar, que cesaba en un punto situado a veinte kilómetros del río, y que no había ningún servicio de ómnibus ni de camiones de Lambayeque a Bagua. En Chiclayo nos explicaron que la única manera sensata de llegar al Alto Marañón era con la ayuda del Ejército. Mi primera novela, situada en un colegio militar, había tenido problemas y dos oficiales (el general José del Carmen Marín y el general Felipe de la Barra) la habían acusado públicamente de viciosa y antipatriótica, de modo que era improbable que yo recibiera ayuda militar y precisamente para otra novela. Discutimos el asunto y, por fin, decidimos convertirnos en dos ingenieros comisionados por el presidente de la República para estudiar las posibilidades agropecuarias en la región del Alto Marañón. Nos presentamos en la Comandancia General del Ejército, en Chiclayo, y el oficial que nos atendió quedó impresionado con nuestras explicaciones. Dispuso de inmediato que nos prestaran un jeep y un chofer para que nos llevara hasta Bagua y, luego, al campamento militar de «Montenegro» que era hasta donde había llegado la carretera, cuya construcción, por lo demás, corría a cargo del Ejército. Nos ofreció, también, anunciar por radio nuestra venida al campamento, a fin de que nos proporcionaran un guía y víveres para poder continuar hasta el Marañón. Efectivamente, en un jeep conducido por un sargento locuaz, cruzamos la Cordillera y llegamos a Bagua, donde pasamos la noche. Al día siguiente en la mañana entrábamos al campamento militar de «Montenegro» del Batallón de Ingeniería de Construcción «Morro Solar» número 1. Estuvimos allí veinticuatro horas, representando lo mejor que pudimos nuestro papel de ingenieros en viaje profesional por el Alto Marañón. El coronel jefe del campamento tuvo la gentileza de preparar una anticuchada en nuestro honor. Lo más difícil fue una sesión de trabajo, en el comedor, en la que por espacio de dos o tres horas debimos responder a las preguntas de los oficiales sobre los planes del gobierno para el Alto Marañón y sobre cuestiones técnicas de nuestra especialidad. Recuerdo muy bien el infinito alivio, al meterme en la cama esa noche, después de semejante prueba. A la mañana siguiente, iniciamos muy temprano con un guía la marcha hacia el Marañón, por una delgada trocha que zigzagueaba por el bosque, nos precipitaba a ratos en lodazales, subía y bajaba, se torcía, nos resbalaba y arañaba, a tal extremo que en algún momento estuvimos a punto de rendirnos. Al atardecer, por fin, llegamos a orillas del Marañón. El guía nos despidió allí, en un hospitalario caserío aguaruna, al que entramos exhaustos y acribillados de picaduras. Al día siguiente nos llevaron en canoa hacia Nazareth, otro pueblo aguaruna, y, finalmente, dos o tres días después, desembarcamos en Santa María de Nieva. Habíamos tardado una semana en llegar.

A primera vista, casi nada había cambiado en esos seis años, el tiempo no parecía haber corrido. Las autoridades, los misioneros, las Madres, los problemas eran los mismos. El negocio del caucho y de las pieles debía ser aún más mediocre que antes, pues los patrones, los mismos que habían torturado a Jum y escarmentado a Urakusa, vivían medio muertos de hambre, casi en el mismo desamparo y miseria que los aguarunas. Nos alojaron en la Misión y vimos que, al menos en lo que se refería al sistema de recolección de alumnas, algunas cosas habían cambiado: el problema de la Misión era ahora su falta de espacio y de maestras, el local no tenía capacidad para recibir a todas las niñas que llegaban de las tribus. Aparentemente, la desconfianza y hostilidad de los nativos hacia la Misión había terminado, y ahora se empeñaban en que sus hijos se «cristianizaran». Pero el problema con las ex alumnas era el mismo: o regresaban a morirse de hambre en el bosque o partían a la «civilización» de sirvientas de los cristianos. Recuerdo como algo fantasmagórico la noche que pasamos Matos y yo en la cabaña de uno de los patrones del lugar, no recuerdo si la de Arévalo Benzas o la de Julio Reátegui, bebiendo cerveza tibia y escuchando a estos pobres diablos contarnos, como una divertida anécdota del pasado, la historia de Jum. Matos y yo habíamos ido llevando la conversación, con infinitas precauciones, hacia ese tema, pero nuestra prudencia era inútil. Con la mayor naturalidad, muy amables, quitándose la palabra unos a otros, nos refirieron todo lo que quisimos saber. Su versión no era diferente de la que habíamos oído seis años atrás en Urakusa. No mentían, no trataban de ocultar lo ocurrido ni de justificarse. La única diferencia era que para ese puñado de hombres no había nada condenable en lo sucedido: las cosas eran así, la vida era así. Jum seguía siendo alcalde del pueblecito de Urakusa y no había forma de hacerle recordar ese episodio negro del pasado; nos dio la impresión, incluso, de que se sentía avergonzado y culpable de lo que le había ocurrido. Para él y para los suyos la vida había recobrado su atroz normalidad. Todavía recogían pieles y caucho en el bosque para los mismos patrones, y sus relaciones con éstos eran seguramente buenas. Pero Tushía acababa de morir en su isla remota del río Santiago. Algunas semanas antes de su muerte, había enviado una carta con uno de sus hombres a la Misión de Santa María de Nieva, que un jesuita nos mostró. Sentí una extraordinaria emoción mientras trataba de descifrar esa carta demencial, garabateada en un lenguaje casi incomprensible, en la que Tushía, sintiéndose morir, pedía a las Madres que lo confesaran. Explicaba que se sentía mal, que no estaba en condiciones de desplazarse hasta la Misión; hacía una especie de examen de conciencia, se declaraba pecador, reclamaba la absolución por correspondencia. Quería, además, que también lo casaran por carta, y la parte más memorable de ese testamento era aquélla en la que trataba de describir a la niña o mujer de su isla con la que quería ser casado, para evitar toda confusión. En mi novela, Fushía moría de lepra. Tushía había muerto de algo por lo menos tan espectacular: viruela negra. Los mitos y las leyendas en la selva son como sus árboles y flores: nacen veloces, cobran en un abrir y cerrar de ojos una escandalosa vitalidad y con la misma rapidez se pudren y desaparecen para dejar el sitio a otros. Hace un par de años, Luis Alfonso Diez, un ex alumno del King's College de la Universidad de Londres, que preparaba una tesis, recorrió la región del Alto Marañón y me contó que había encontrado poca gente que se acordara de Tushía, y que los pocos que no lo habían olvidado, hablaban de él como de un oscuro personaje sin historia. También estuvo en Urakusa y charló con Jum, que seguía siendo alcalde del pueblo.