La otra imagen que, como «la casa verde», vivió y creció conmigo era la de una barriada piurana, un sector curiosísimo de la ciudad. Se llamaba la Mangachería. Vivía en él gente muy pobre, y la mayoría de sus casas eran frágiles cabañas de barro y caña brava, erigidas en la arena, porque la Mangachería se hallaba también en el desierto, exactamente en el ángulo de la ciudad opuesto al de «la casa verde». Este barrio miserable era el más alegre y el más original de Piura. En muchas de sus chozas un asta rústica hacía flamear banderillas rojas o blancas sobre los techos; es decir, eran chicherías y picanterías donde se podían beber todas las variedades de la chicha, desde el clarito hasta la más espesa, y gustar los innumerables platos de la cocina local. Todos los conjuntos musicales, todas las orquestas piuranas habían nacido en la Mangachería. Los mejores guitarristas, los mejores arpistas, los mejores compositores de valses y tonderos y los mejores cantantes de la ciudad eran mangaches. El barrio tenía una personalidad poderosa y distinta, todos los mangaches se sentían orgullosos de haber nacido y de vivir en el barrio, y eran primero mangaches y después piuranos y después peruanos. La rivalidad de la Mangachería con otro barrio de Piura, el de la Gallinacera, había sido algo legendario y dado origen a combates a puño y a cuchillo, a desafíos individuales y batallas colectivas, pero en ese tiempo la Gallinacera se había disuelto ya en lo que podríamos llamar, con algo de ironía, la civilización -era un barrio anodino de empleados, comerciantes y artesanos- y sólo la Mangachería representaba aún la antigua, colorida y rechinante vida bárbara de la ciudad. Una leyenda circulaba en Piura acerca de la Mangachería: que los mangaches no habían permitido jamás que una patrulla de la Guardia Civil entrara de noche al barrio. Los mangaches odiaban a los policías, el hombre en uniforme que se aventuraba por el barrio era insultado, perseguido por las burlas y piedras de los chiquillos, a menudo agredido. Los mangaches odiaban a la policía, entre otras razones porque la Mangachería era, también, la cuna de los ladrones más audaces, de los más inventivos y eficaces delincuentes de Piura. En ese año 1945 leí varias novelas de Alejandro Dumas; me encantaban (me encantan todavía) y las leía con esa pasión tan pura y tan ardiente con que uno lee a los diez años. Recuerdo muy bien cómo, cuando en las novelas de Dumas aparecía la Corte de los Milagros, ese alucinante barrio (según la visión que nos dieron de él los románticos) del antiguo París, refugio de aventureros y criminales, yo pensaba inmediatamente en la Mangachería, veía en el acto a la Mangachería. Esta identificación ha persistido en mi mente. No puedo oír mencionar a la Corte de los Milagros sin divisar de nuevo, al instante, las chozas, las chicherías, los perros vagabundos, los burritos (les llamaban piajenos) y los ruidosos, pendencieros mangaches.
Otra característica de los mangaches era ser «urristas» es decir, afiliados o simpatizantes del Partido «Unión Revolucionaria», fundado por el general Sánchez Cerro y por Luis A. Flores, uno de los contados entusiastas que tuvo el fascismo en el Perú. Los mangaches no eran «urristas» por adhesión a la ideología fascista, que ignoraban, sino por devoción personal al general Sánchez Cerro, el que, según un mito falso y pertinaz, había nacido en una choza de la Mangachería. Decían que en los años treinta, Flores había organizado manifestaciones «urristas» en las que los mangaches desfilaron con camisas y trapos negros y haciendo el saludo imperial por las calles de Piura. En 1945, la «Unión Revolucionaria» disimulaba a toda velocidad esos antecedentes totalitarios y se presentaba como un partido democrático. Ya para entonces el «urrismo» era una curiosidad arqueológica en el Perú; sólo en Piura tenía cierto arraigo popular, por la lealtad pintoresca e irracional de la Mangachería a la figura de Sánchez Cerro, extinta hacía ya tantos años. También en un sentido político, Piura significaba un caso aparte en el país: era el único lugar donde se podía hablar de un cierto equilibrio de partidos. En tanto que en el resto del Perú todo el pueblo organizado, o casi, era aprista, y los otros partidos sólo reunían directivas y grupos reducidos, en Piura eran partidos de masas el urrismo, el aprismo y el Partido Socialista, este último también por lealtad personal de buen número de campesinos y obreros a la admirable figura de Hildebrando Castro Pozo, un gran luchador social piurano. Ciertos barrios eran apristas, otros socialistas y la Mangachería era urrista. En todas las chozas mangaches había fotos recortadas de periódicos y revistas, amarillentas ya, del general Sánchez Cerro, y otro orgullo del barrio era no haber permitido nunca en su seno a una familia aprista. Los mangaches, en sus borracheras, si no cantaban valses y tonderos, daban vivas a Sánchez Cerro y mueras al Apra, y los pugilatos políticos eran también, en ese año 1945-1946 (uno de los más democráticos y libres de toda la historia peruana), espectáculo cotidiano en la ciudad. Es el otro recuerdo mayor que me robé de Piura: la Mangachería.
En Lima entré al colegio La Salle, crecí, en los años siguientes (como ustedes podrán imaginar) me ocurrieron muchas cosas más que los exonero de saber. Pero siete años después volví a Piura. Fue en 1952 y también esta vez, como la primera, viví un año en esa ciudad. Allí terminé el colegio; tenía entonces dieciséis años. «La casa verde» estaba allí, en el mismo lugar. Lo mismo la Mangachería. La colección de estampillas del padre García había aumentado y también su malhumor: era un viejecito cascarrabias que, acezando, agitando el puño, perseguía a los chiquillos que jugaban haciendo demasiada bulla en la Plazuela Merino. Para entonces yo había acabado por admitir que el verdadero origen de los bebés no era tan terrible y que, incluso, la cosa tenía cierta gracia. Mis compañeros de clase (en vez de al Salesiano me había empeñado en entrar al Colegio Nacional San Miguel, pero allí coincidí con muchos condiscípulos del 45 que también se habían mudado de colegio) seguían muy interesados en «la casa verde» y yo igual. La gente mayor insistía aún en que no convenía acercarse a ese lugar, que era peligroso para el cuerpo y dañino para el alma. Pero en esa época ya no éramos obedientes, ya no temíamos al infierno y nos atraían los peligros físicos y espirituales. Osábamos acercarnos, entrar. Así conocí «la casa verde» por dentro, así se despejó el misterio. Confieso que tuve una cierta desilusión. La realidad se hallaba por debajo de los ritos y tráficos con que la fantasía había poblado el verde palacio de las dunas. De hecho, el palacio se veía ahora primitivo y pobrísimo, la mansión de los sueños era apenas un modestísimo burdel. Las señoras parecían menos orgullosas, menos altas, menos elegantes, más folclóricas y vulgares que siete años atrás. Pero, pese a ser tan distinto de la imagen que de él había forjado, había algo hechicero y memorable en este burdel. Era una institución subdesarrollada, nada confortable, pero verdaderamente original. Consistía en una sola enorme habitación, llena de puertas que daban al desierto. Había una orquesta de tres hombres: un viejo casi ciego que tocaba el arpa, un guitarrista y cantor que era muy joven, y una especie de gigante, levantador de pesas o luchador profesional, que manipulaba el tambor y los platillos. En una esquina del salón estaba el bar, un tablón sobre dos caballetes, que atendía una mujer sin edad, de cara agria y puritana. Y entre el bar y la orquesta estaban las habitantas, caminando de un lado a otro o fumando sentadas en toscas banquetas apoyadas contra la pared, en espera de los nocturnos visitantes. Éstos llegaban con las sombras, y visitantes y habitantas conversaban y bromeaban, bailaban y bebían, y, luego, las parejas salían a celebrar sus ceremonias en la arena, al pie de los médanos, bajo las fosforescentes estrellas norteñas. No había problema alguno: en Piura no llueve casi nunca, las noches son tibias y estimulantes. En esto consistía, fuera de esporádicas peleas de borrachitos o de alguna suntuosa encerrona financiada por un señorón que celebraba una cosecha notable, todo el misterio de «la casa verde». Esta nueva imagen de ese lugar coexistió con la antigua cuando dejé Piura, en los primeros meses de 1953. Desde entonces no he vuelto a esa ciudad.