No quisiera darles la impresión de ser un ingenuo mantenedor de la volteriana teoría del buen salvaje corrompido por la civilización cristiana. La vida en las tribus está lejos de ser arcádica; tengo muy presentes las imágenes de los niños de vientres inflados por los parásitos y la desnutrición, las cabelleras hirvientes de liendres, las mujeres imbecilizadas por el trabajo animal, las escalofriantes estadísticas sobre mortalidad en la Amazonía, las historias de poblaciones diezmadas por un simple catarro. Estoy muy lejos, de otro lado, de compartir esa actitud temible de ciertos antropólogos que quisieran conservar a toda costa, fielmente intacta, la vida «prehistórica» de las tribus para (como el Lobo a Caperucita Roja) «estudiarla mejor». Nada de eso: digo solamente que la solución propuesta por las misioneras al drama aguaruna no era tal, sino una manera de añadir problemas (con abnegada ceguera) a la vida de esa maltratada humanidad.
En la expedición viajaba Efraín Morote Best, profesor de la Universidad de Cuzco, que unos años antes había sido coordinador del Ministerio de Educación en la selva. Su función era supervigilar y ayudar a las escuelas indígenas de la Amazonía. Durante dos años Morote había recorrido prácticamente toda la selva en condiciones muy difíciles. Acompañado a veces por un guía y a veces solo, remontó en canoa los ríos amazónicos, durmiendo donde lo sorprendía la noche, en medio del bosque o en las playas, y alimentándose de lo que los indígenas le ofrecían. Se vanagloriaba de haberse rasurado todos los días durante esos viajes, de no haber cedido nunca a la tentación de adoptar una apariencia de «aventurero» o «explorador». Morote no se había limitado a suministrar materiales de trabajo a los maestros selváticos y a organizar escuelas en las tribus. Folclorista y sociólogo, había estudiado las condiciones de vida en los poblados, sus sistemas de trabajo, sus creencias, y recopilado leyendas y canciones. La presencia de Morote Best fue muy útil para nosotros: era una fuente de información invalorable, y, además, gracias a él pudimos charlar con los aguarunas, los huambisas y los shapras, que lo conocían y le tenían confianza. Si en los pocos días que duró nuestro viaje por la selva vimos tanto dolor, resultaba vertiginoso imaginar todo lo que habría visto Morote en sus dos años amazónicos. Pequeñito, ceremonioso, viciosamente perfecto en su dicción como todos los intelectuales cuzqueños, con unos ojos vivos que delataban su energía, más que un inspector de educación Morote había sido en esos dos años un cruzado de las tribus. Los Ministerios de Educación y de Guerra y las prefecturas y sub-prefecturas de la selva habían sido bombardeadas durante esos veinticuatro meses con cartas e informes de Morote denunciando raptos, robos, abusos de autoridad, atentados contra las escuelas. Algunas veces este hombrecito tremebundo (como el hidroavión era minúsculo, cada vez que íbamos a despegar el Dr. Comas
alzaba en peso sobre su cabeza a Morote, para que la cola del aparato quedara libre) se había enfrentado personalmente con los autores de los atropellos y, por supuesto, se había ganado enemigos. Había recibido amenazas, había sido advertido que si se acercaba a ciertas regiones sería eliminado. Cuando estábamos en el pueblo aguaruna de Urakusa, llegó un hombre procedente de Santa María de Nieva. Al ver a Morote, dio muestras de una agitación desconcertante, de verdadero terror. Poco después supimos la razón. Las autoridades de ese pueblo habían hecho creer a los aguarunas y huambisas de la región que Morote había sido supliciado por haberse enfrentado a ellas. Habían montado toda una pantomima: hacían oír a los indígenas un programa de radio de Lima, con llantos, gritos y gemidos. «¿Oyen ustedes? Ese hombre que pide auxilio es Morote, lo están matando por haberse metido con nosotros.» Al encontrar a Morote en Urakusa, el hombre creyó hallarse ante un resucitado.