En otro pueblo aguaruna donde estuvimos una noche, conocimos a Esther Chuwik. Era una niña de unos diez o doce años, alta, enclenque, de ojos claros y voz suave. Hablaba algo de español y pudimos charlar con ella, durante una fiesta que los aguarunas habían organizado en nuestro honor. Como otras niñas de la selva, había sido raptada unos años atrás. Sus raptores la llevaron primero a Chiclayo y luego a Lima, donde la tenían de sirvienta. Morote Best, cuando era coordinador del Ministerio de Educación en la selva, llegó un día a Chicais y el maestro de la tribu le mostró a una pareja de indios que lloraba. Eran los padres de Esther Chuwik. Morote había seguido la pista de los raptores y consiguió rescatar a la muchacha y devolverla a su pueblo. Esther no podía o no quería recordar nada de su paso por Chiclayo y por Lima, pero las cosas que le oí, y su timidez y sus ojos vivos se me grabaron. Su historia no era excepcional, el rapto de niños ocurría con frecuencia en la selva. Sólo en la minúscula aldea de Chicais, Morote había registrado veintinueve raptos en los últimos años. Los patrones, los ingenieros, los oficiales, los comerciantes, todos los embajadores de la civilización solían llevarse a alguna niña indígena para dedicarla a labores domésticas. Por una Esther Chuwik que había conseguido localizar, Morote había fracasado en decenas de otros casos. Pero, de todos modos, había sabido ganarse la simpatía y el agradecimiento de las tribus. Era conmovedor ver cómo lo recibían en las aldeas. Aguarunas, huambisas, shapras lo rodeaban, ruidosos y gesticulantes, comenzaban a darle sus quejas y a pedirle cosas, y ese espectáculo duraba todo el tiempo que permanecíamos en el lugar. Era divertido verlo -pulcro, pigmeo, narigón- apuntándolo todo en una libretita y explicando a los indígenas, con una solemnidad cortesana, que, aunque ya no era coordinador, haría lo que pudiera para «resolver el asunto».
La Misión de Santa María, las monjitas, las niñas aguarunas, Esther Chuwik serían un recuerdo tenaz de ese viaje por la selva.
Otro, la historia de un hombre a quien conocimos en el viaje. Habíamos salido de Chicais en dirección a Urakusa en canoa, porque el hidroavión no podía despegar desde las orillas del pueblo, ya que el río tenía poco fondo. Tuvimos que navegar algunas horas. No olvidaré nunca el paso de los «caños», delgadísimos conductos de agua cubiertos por los árboles, túneles oscuros que unen río a río o lago a río, o lago a lago, que a veces tenían la anchura de la canoa y que por momentos era preciso atravesar encogidos hasta tocar con la frente las rodillas. En Urakusa, que no está lejos de Santa María de Nieva, conocimos la historia de Jum, el alcalde de ese pueblo aguaruna. Había salido a recibirnos y lo vimos rapado, con la frente partida y con cicatrices en la espalda y en las axilas. La historia había comenzado algunas semanas atrás, cuando un cabo de la guarnición de Borja, llamado Roberto Delgado Campos, pidió a sus jefes licencia para ir a su tierra natal, Bagua. El cabo emprendió la travesía hacia Borja acompañado de siete hombres. Cuando en Urakusa se supo que se aproximaba el grupo, los aguarunas, temerosos de que se tratara de una leva de soldados, se internaron en el monte. El cabo y sus hombres pernoctaron aquella noche en la comunidad solitaria. Partieron al día siguiente y en las alforjas de Delgado Campos y los otros partieron también muchas provisiones y objetos de valor que habían encontrado en el pueblo. Cuando los urakusas regresaron y vieron que habían sido desvalijados, salieron en busca de los ladrones. Los alcanzaron unos días después, cuando Delgado Campos y sus hombres dormían en el bosque. El cabo y tres de los suyos fueron capturados, golpeados, regresados a Urakusa. Al llegar al pueblo los captores se encontraron con Jum, que volvía de un viaje de varios días por la selva. El alcalde, que hasta ese momento ignoraba lo ocurrido, ordenó la libertad de Delgado Campos e incluso le prestó su canoa para que retornara a Borja. Unos días más tarde desembarcaba en Urakusa, procedente de Santa María de Nieva, una expedición oficial, para tomar cuentas al pueblo por lo ocurrido. La encabezaba el teniente-gobernador de Nieva, Julio Reátegui, y la integraban once hombres. Al verlos llegar a la aldea, Jum se acercó a dar la bienvenida al gobernador. Éste, apenas lo tuvo a mano, le descargó la linterna en la frente. Los aguarunas echaron a correr pero, además de Jum, fueron capturados cinco varones, dos mujeres y varios niños. El resto del pueblo desapareció en el bosque. Los seis prisioneros quedaron atados en una cabaña de Urakusa, que los vecinos nos mostraban, excitados y locuaces. Allí, los prisioneros fueron azotados y sacudidos a puntapiés por los soldados que acompañaban al gobernador. Las dos aguarunas fueron violadas. Una de ellas, la mujer de un hombre llamado Tandím -lo recuerdo desconfiado y lúgubre, herméticamente silencioso, vuelvo a ver su gran vientre blando-, que se encontraba amarrado con Jum, y que también había sido herido en el rostro, fue ultrajada ocho veces delante del marido y de sus hijos. Al día siguiente, Jum fue transportado, solo, a Santa María de Nieva. Lo colgaron de un árbol en la plaza, desnudo, y fue azotado hasta que perdió el conocimiento. Le quemaron las axilas con huevos calientes (nunca he podido entender cómo lo hicieron). A la tortura siguió la humillación: fue rapado. Presidieron el escarmiento el teniente-gobernador de Santa María de Nieva, Julio Reátegui; el juez de paz, Arévalo Benzas; el alcalde, Manuel Águila; un teniente del Batallón de Ingenieros número 5, Ernesto Bohórquez Rojas, la maestra del lugar, Alicia de Reátegui, y un misionero jesuita. Luego de tres días de torturas Jum fue puesto en libertad y retornó a Urakusa. Hablaba castellano bastante bien y pudo contarnos la historia con detalles. Cuando vacilaba, venía en su ayuda Morote Best, que tenía algunos conocimientos de aguaruna. De cuando en cuando, Jum daba un gritito histérico, señalando los árboles: «paiche, paiche». Era una metáfora: lo habían colgado de un árbol como en la Amazonía se cuelga a los paiches, esos peces mamíferos cuyas tetas hicieron creer a los primeros españoles que bajaron por los ríos de la selva que habían llegado al mitológico reino de las Amazonas.
El incidente con el cabo Delgado Campos no explica totalmente la violencia que debieron soportar Urakusa y Jum. La razón profunda de la brutalidad de las autoridades de Santa María de Nieva era económica. Los aguarunas habían tratado, poco antes de este episodio, de organizar una cooperativa para escapar a la dominación de los «patrones», los hombres que controlaban el comercio del caucho y de las pieles en la región. Las tribus del Alto Marañón vivían entonces -me temo que las cosas no hayan cambiado mucho- del caucho que vendían a los «patrones» o intermediarios, quienes, a su vez, lo revendían a los centros industriales o al Banco de Fomento Agropecuario. El «patrón» compraba el kilogramo de caucho a un precio que oscilaba entre un sol veinte y cinco soles, y lo revendía en Contamana en una suma tres y cuatro veces mayor. Ése era sólo un filón del negocio. La mayoría de los aguarunas y huambisas proveedores de caucho no sabían leer ni escribir, menos todavía usar las balanzas en las que se pesaba la mercancía. Así, al recibir el caucho era el «patrón» quien determinaba su peso, y, naturalmente, éste resultaba siempre inferior al reaclass="underline" las balanzas estaban debidamente amañadas. Más todavía: la transferencia no se hacía a base de dinero sino de especies. El «patrón» pagaba en machetes, escopetas, vestidos cuyo precio fijaba él mismo. De este modo, al entregar el caucho el aguaruna quedaba siempre en deuda con el intermediario. El machete, la escopeta, los víveres y la ropa que recibía no llegaban nunca a ser pagados por las bolas de caucho, de modo que debía penetrar una vez más en la maleza a fin de extraer más caucho, que, unos meses después, en una nueva transacción con el intermediario, aumentaría su deuda. Este sistema imperaba desde hacía decenas de años, era una supervivencia de la época de oro de la selva (fines del siglo pasado y comienzos de éste), cuando la «fiebre del caucho». Esa época estaba ya marchita. Los «patrones» eran ahora pobres e incluso miserables, descalzos, semi-analfabetos, de costumbres primarias. El caucho y las pieles de la Amazonía habían dejado de ser un «buen negocio». En el Alto Marañón la explotación del hombre por el hombre alcanzaba unos límites de violencia bestial, pero los beneficiarios de ese horror no obtenían de él la riqueza, ni siquiera el bienestar: sólo una sombría supervivencia. La pobreza de la región, el anacronismo de esa sociedad hacían que la explotación se llevara a cabo a un nivel larval. Dentro del «Plan de Educación» para la selva, se había ideado en esos años un sistema que consistía en llevar a los hombres más despiertos y animosos de las tribus a seguir un curso de unos meses en Yarinacocha (cerca de Pucallpa), donde está la central del Instituto Lingüístico de Verano, para que luego volvieran a sus tribus y abrieran escuelas. Jum había recibido ese entrenamiento en Yarinacocha. No sé si esa temporada en la «civilización» hizo del grupo de aguarunas buenos maestros. Pero a algunos les abrió los ojos sobre un problema muy concreto: comprendieron, al averiguar el verdadero valor del dinero y de las cosas, el abuso de que eran víctimas por obra de los «patrones». Descubrieron que si en vez de vender las bolas de caucho y las pieles a los intermediarios las vendían directamente en las ciudades, obtendrían beneficios muchísimo mayores; y, también, que los objetos que recibían de los «patrones» a cambio del caucho, les costarían mucho menos comprándolos en las tiendas. Así había nacido la idea de formar una cooperativa aguaruna, y Jum había sido uno de los promotores de la idea. Se había celebrado en Chicais una reunión de alcaldes de los diez o doce poblados en que están dispersos los aguarunas por el Alto Marañón, y allí Jum y los otros maestros habían convencido a su gente que dejara de comerciar con los «patrones», reuniera el caucho y las pieles de todos los pueblos en Chicais para, una vez al año, hacer una expedición hasta Iquitos a fin de venderlos directamente a los industriales. Habían construido una gran cabaña, que debía servir de depósito. Nosotros la conocimos, en ella levantamos los mosquiteros y nos desvelamos (por el feo olor de las bolas de caucho y las pieles de tapir, jaguar y caimán) la noche que estuvimos en Chicais. El proyecto de cooperativa aguaruna era una sentencia de muerte para el negocio de los «patrones». Era esto lo que en el fondo habían castigado en Urakusa y en Jum las autoridades de Santa María de Nieva -los «patrones» de la región- con el pretexto del incidente del cabo Delgado Campos. Se lo habían dicho a Jum mientras lo torturaban y cuando le permitieron regresar a su aldea: «que los aguarunas se olviden de ir a vender ellos mismos a la ciudad». Cuando nosotros pasamos por Urakusa y conocimos la historia no podíamos saber que el escarmiento ejemplar contra ese aguaruna y su pueblo daría exactamente los resultados previstos por los verdugos. La cara, la historia de Jum serían uno de los más acérrimos recuerdos del viaje por la selva.