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– ¿Cuál es la diferencia? -quiso saber Lezama, adelantándose con otra sonrisa a mi juego.

– Una diferencia radical -pontifiqué. -Si quieres una obra maestra tipo La guerra y la paz, necesitas escribir una cuartilla diaria durante cinco años y dárselas a pasar a tu esposa cinco veces, hasta que enloquezca. Por el contrario, si lo que quieres es una obra maestra tipo El viejo y el mar, entonces tienes que escribir un párrafo diario durante un año, porque si escribes una cuartilla diaria, la acabas en cuatro meses y ya no tiene chiste. El chiste de las novelas es que te traigan encerrado y aburrido por lo menos un año de tu vida. ¿Qué novela quieres escribir?

– No te burles, cabrón -dijo Lezama.

– No me burlo, cabrón. Pero es lo último que me faltaba oír: que quieres escribir una novela. Estudiaste biología, fuiste dirigente del 68, te metieron a la cárcel, estudiaste luego un postgrado en ciencia política en Francia y una maestría en educación en Londres, pero lo que escribiste fue una historia de los movimientos estudiantiles de México. Estás estudiando a las élites políticas del país, fundando un centro de estudios estratégicos y preparando un estudio de universidad abierta. Te has casado tres veces, sigues bebiendo cubas libres como a los dieciocho años, juegas basquetbol con muchachos veinte años menores que tú y ahora quieres escribir una novela. Estás loco. Padeces lo que los psicoanalistas llaman "omnipotencia infantil".

– También estudié dos años de psicología -dijo Lezama. -No creas que me vas a impresionar con esos términos que ni conoces.

– Hay que brindar por eso -dije, con mi habitual sentido de la oportunidad, y fui por dos nuevos tragos.

Cuando volví, me dijo Lezama:

– Si no pensara que me vas a robar mi novela, te la contaba.

– Prometo no robártela si no vale la pena -le dije.

– Es sobre mi papá -dijo Lezama.

– Precisamente lo que nos urge -devolví yo. -Novelas del padre. Nuestro único clásico irrefutable, Pedro Páramo, es una novela del padre. Nos urge otra.

– No te burles, estoy hablando en serio -dijo Lezama. -Mi papá murió en el 74, en medio de todo el lío del renacimiento del narcotráfico y el izquierdismo estudiantil en Sinaloa. ¿Te acuerdas? No te acuerdas, qué te vas a acordar. Yo estaba precisamente en Sinaloa, en Culiacán, porque habían matado a mi primo Carlos los "enfermos" de la universidad. ¿Te acuerdas de los "enfermos"? No te acuerdas. Qué te vas a acordar. Nos tenían amenazados de muerte a toda la izquierda y se la cumplieron a Carlos. Fui a Culiacán a velarlo y ahí me llamaron diciéndome que mi padre estaba muy enfermo, internado en el hospital de Ciudad Obregón, donde vivimos, y que no acababa la semana. Era un jueves.

– ¿De qué estaba enfermo? -le dije.

– Eso no importa. Estaba moribundo.

– Si vas a escribir una novela, lo único que importa son los detalles. Las generalizaciones no sirven. "Estaba moribundo". ¿Qué es eso?

– Tenía una trombosis y una hemiplejia, la mitad del cuerpo paralizada. Horrible. No me gusta recordar eso, cabrón. Lo había visto siempre fuerte, duro, como inmortal. Y así fue siempre, salvo al final, en que era como un guiñapo. Estaba todo consumido, como un limón chupado y tenía un aliento de albañal, que es el olor de la muerte. Llegué a Ciudad Obregón unos días antes de que muriera. Me los pasé en el hospital con él o con lo que quedaba de él. Porque la mitad de ese tiempo estaba ido, no reconocía a mi mamá, no sabía quién era, tenía delirios. Muy mal. Pero una noche despertó lúcido y me llamó claramente por mi nombre. Me pidió que me acercara, me acarició la cabeza y las mejillas un largo rato. Nunca había hecho eso. No recordaba a mi papá haciéndome nunca una caricia, una ternura. Lo recordaba siempre duro, firme, yendo y viniendo al registro civil, donde trabajaba como mecanógrafo. Y luego con sus ausencias, porque se iba de gambusino por el rumbo de Álamos, en el sur de Sonora, en busca de vetas que nunca existieron, pero que eran su ilusión, como la de cientos de sonorenses dados a la vagancia. "Hay una cosa que debes saber", me dijo, luego de acariciarme todo ese rato. "Sí papá, la que usted quiera", le dije. Siempre le hablé de usted. "Yo no soy lo que parezco", me dijo. "Yo tengo un pasado que tú no conoces y que tienes que conocer". "Sí, papá", le dije. "Lo que usted quiera. Pero no se fatigue". "Lo mío ya no es de fatiga, sino de descanso", me dijo. "Pero yo no soy lo que parezco. Y no me quiero morir mutilado, como habiendo vivido una vida a medias". "Sí, papá", le dije. "Antes de ser tu papá, fui otra cosa", me dijo. "Fui una gente importante. Me vine aquí a Obregón huyendo de esa vida, porque me iban a matar". Y entonces me contó una historia de que él había sido un big shot del narcotráfico en Sinaloa, en Mazatlán, a finales de los años cuarenta, después de la guerra. No se sabe mucho pero ahí empezó todo lo del narcotráfico en México. Empezó con la paz. Al fin de la Segunda Guerra Mundial prohibieron en Sinaloa la siembra de amapola, una siembra que antes ellos mismos habían estimulado para producir morfina. Apenas la prohibieron llegaron las bandas privadas a seguir con el negocio. Pues me cuenta mi papá que estaba un día de madrugada en casa de una amante, en las afueras de Mazatlán, cuando oye que tocan a la puerta duro, con algo más que el puño, con pistola. Y en lo que se acerca él a abrir la puerta, oye la voz del Fincho, un pistolero que le debía favores, diciéndole en voz baja: "Lezamita, sé que estás ahí pero no me abras, ni me contestes. Vengo a matarte y me están esperando y observando desde el coche. Pélate, ¿me estás oyendo? Voy a tocar otras tres veces y luego voy a tirar la puerta a patadas. Pélate antes y que Dios te bendiga". "No le contesté", me dijo mi papá en el hospital. "Salí por una ventana rumbo al monte y al día siguiente, en la carretera, le pagué a un trailero para que me trajera a Hermosillo. Tenía un poco de dinero, me casé con tu mamá, naciste tú y puse una casa de compraventa de garbanzo y algodón. Quebré en el 52, entré al ayuntamiento, y hasta ahora. Pero no soy lo que parezco, ¿me entiendes, mi hijo?" "Sí, papá", le dije, pensando que deliraba y que si su última voluntad era mejorar su vida en mi memoria, estaba bien. Porque él había sido siempre un burócrata menor, un empleado del ayuntamiento, con la única locura de andar buscando minas en la sierra. Pero por lo demás, fue siempre un hombre ordenado, hasta rígido, que vivía en la pobreza, porque yo recuerdo que en mi casa no había ni luz eléctrica y yo me salía a estudiar por las noches al parque municipal, en un banco, junto al arbotante de la luz eléctrica. Murió dos días después. Mi mamá mandó poner esquelas de su muerte en todos los diarios del noroeste, desde Tepic hasta Tijuana, pasando por Culiacán, Mazatlán, Hermosillo, San Luis y, desde luego, Ciudad Obregón. "Así me lo pidió", me dijo mi madre, cuando le pregunté por qué la desmesura. El ayuntamiento le rindió a mi padre un pequeño homenaje y lo enterramos un martes en el panteón municipal. ¿Quieres que te siga contando?

– Nos queda hora y media -asentí yo, fingiendo indiferencia.

– Si quieres que te siga contando, invítame otra cuba mientras voy al baño -exigió Lezama.

Con humildad de escucha, compré los otros tragos y unos bocadillos de jamón y queso.

– No había lentejas -le dije a Lezama cuando volvió. -Pero supongo que te dará igual cambiar tu novela por este plato de sandwiches de jamón y queso. Quiero decir: estoy tomando apuntes.

– Yo la voy a escribir -dijo Lezama. -Una novela de poca madre.

– Hasta ahorita llevamos material para un párrafo por día durante un mes. Nos faltan trescientas cincuenta cuartillas.

– Me faltan a mí, cabrón -regateó Lezama-. Esta es mi novela. Tú no tienes nada que ver en ella. Y además falta lo mejor, no sabes nada todavía.

– ¿Qué sigue? -dije.

– No te voy a contar. Me vas a robar mi novela.

– Ya te di por ella tres cubas dobles y un sandwich de jamón y queso -le dije. -¿Quieres más? Pareces un cerdo capitalista interesado nada más en las cosas materiales.

– ¿Me prometes que no te la vas a robar?

– Sólo si no me interesa. ¿Qué sigue?

– Sigue lo mejor, cabrón -dijo Lezama, empezando a engullir su sandwich. -Estamos en el entierro y se presenta de pronto un coche blanco, largo como una limusina. Llega y bajan de ahí dos tipos, con una corona de flores más grande que el panteón. Atrás de ellos viene otro señor, grande, gordo, prieto, ya viejo, con manchas blancas en el cuello. Se acerca a mi mamá y le pregunta si ése es el entierro de Arnulfo Lezama. Sí, le dice mi mamá. "Yo conocí a su marido en otro tiempo", le contesta el tipo. "Vengo a dejarle esta corona porque le he vivido y le viviré agradecido toda la vida". "Cómo se llama usted", le pregunta mi mamá. "Mi nombre no importa", le dice el tipo. "Yo creo que ni su marido lo sabía. Pero en toda la costa del noroeste me conocen por mi apodo. Soy el Fincho". Al oír el nombre, me acordé de lo que mi padre me había dicho dos noches antes y se me cayeron los calzones. Cuando terminó el entierro me acerqué discretamente al tipo. Le digo: "Quiero hablar con usted. Yo soy el hijo mayor de Arnulfo". Y me dice el tipo, así de rápido: "Con la pinta basta, muchacho. No necesitas identificación. Te hubiera reconocido hijo de tu padre hasta en una noche sin luna. ¿De qué quieres hablar?". "De lo de Mazatlán", le digo. "¿Y qué quieres saber?", me pregunta. "Todo", le digo, "quiero saber todo". "Todo no hay nunca en la vida", me dice el Fincho. "Pero lo que yo sepa, te lo cuento con gusto. Vente al Motel Valle Grande por la noche. Voy a tomarme contigo la copa que ya no me tomé con tu padre". Así fue, eso me dijo. Esa noche fui al Motel Valle Grande. Y esa noche me contó.