– ¿Pero cuál tragedia? -alegó Emma. -Si salió herido nada más quien lo merecía.
– La tragedia que hubiera sido, hija -dijo doña Luisa escandalizada. -La tragedia de que Epitacio hubiera violado a Violeta. Que hubiera esperado al Peruano y lo hubiera matado. Y que tu abuelo Aguilar hubiera tenido que hacerle frente a los crímenes de su cancerbero. Se le hubiera echado el pueblo encima a él.
– ¿Y la bella Violeta? ¿Qué pasó con ella? -preguntó Luis Miguel.
– Pues mira lo que son las cosas -dijo doña Luisa. -Violeta creció, dejó de ser una adolescente y con la adolescencia aquella belleza suya turbadora, iluminada, como te digo, se eclipsó. Embarneció mal y se quedó chiquita, no muy alta, de modo que su esbeltez desapareció y quedó una mujer hermosa, claro, siempre muy hermosa, pero nada que ver con lo otro, de la época en que el Peruano madrugó a Epitacio. Ahora, a esa muchacha no la abandonó del todo la mala suerte. Luego que murió el Peruano, ahogado, porque se cayó en la noche, dormido de la borda del barco donde llevaba su mercancía por el río: nunca lo encontraron, Violeta casó con un muchacho llamado Romero, un muchacho excelente, trabajador, serio y adoraba a Violeta. Bueno, pues quién iba a decir que de pronto, sin ninguna razón porque en todo le iba bien, a lo mejor por eso, lo mismo que al Peruano, a Romero le dio por beber. Y en lo que tú volteas a ver, ya todo Romero era nada más beber. Beber, y beber, y beber. Tuvieron un hijo igualito al Peruano. Un día, borracho, Romero vino y le pegó una tunda chetumaleña a la Violeta, una tunda de las que estilaban los machos chetumaleños. Pero Violeta ya estaba curada de espanto con la historia de su padre, mandó llamar al hermano que ya era un hombrón y el hermano le dio una tunda de regreso a Romero que tardó días en poder decir su nombre de nuevo. Violeta nunca más volvió a ver a Romero, a dirigirle la palabra siquiera. Tomó su hijo, salió de la casa del borrachín y hasta no verte Jesús mío. Nunca más.
– Un temperamento radical -bromeó Luis Miguel.
– Santo remedio -dijo doña Luisa. -Nunca más nadie le levantó un brazo a Violeta.
– ¿Y Romero? -preguntó Luis Miguel.
– Romero siguió de borrachín -dijo doña Emma. -Pero ahora con la coartada de que tomaba porque Violeta lo había despechado y no podía vivir sin ella. Pretextos, porque ya bebía desde antes. Un día, borracho, se trepó a un bote en el muelle y se perdió en el mar. Luego Violeta venía y se paraba en el mostrador, preguntando, angustiada: "¿Lo habré matado yo despechándolo, doña Emma?". Y yo le dije: "No, lo mató el guarapo. Pero el guarapo y él te habrían matado a ti si no lo despechas". Un día, comentando el caso de Violeta y Romero, el obispo de Campeche, que llegaba a casa durante su visita pastoral, nos dijo: "Existe el pecado de omisión, pero para serles franco yo creo más bien que lo que ha de ser no necesita ayuda. Díganle a esta muchacha que si eso le preocupa, yo la absuelvo, que venga por mi bendición". Se lo dijimos a Violeta, pero nunca vino. "Ya me absolvió en ausencia el señor obispo. No se vaya arrepentir cuando me vea", decía la pícara.
– Bueno, ¿y Epitacio? -quiso saber Emma, su antifan.
– La porquería esa murió como lo que era, perdido en la selva de Guatemala -dijo doña Luisa. -A machetazos, como debió matarlo el Peruano, así murió, en una casa de mala nota de Plancha Piedra, a la entrada del Peten en Guatemala. Una basura, nadie lo lloró.
– A diferencia del pelma de Pedro Infante, a quien lo lloró todo México -dije yo. -A propósito, ¿y la muñeca de Pedro Infante?
– Nunca llegó a Chetumal -dijo doña Luisa.- En su siguiente vuelo a la península, no sé si iba a pasar a Chetumal, pero había despegado de Mérida, el avión que piloteaba Pedro Infante cayó en la selva y así murió, enterrado en una carga de pescado frío. De modo que el Peruano nunca escuchó de viva voz de Infante que lo que su hija le dijo era verdad.
– La verdad es una madriguera -dijo, filosófica, doña Emma.
– Una muñeca faltante -dijo Luis Miguel.
Hubo una pausa en la animación de la mesa y un callado regreso a la verdad trivial de la familia, los padres y los hijos, los grandes y los chicos, las memorias comunes y el temor al adiós de los que amamos.
Nota del autor
No puedo decir, como debiera, que todos los personajes de este libro son ficticios y que cualquier parecido con personas o situaciones reales es mera coincidencia. Tampoco puedo decir que todo lo escrito aquí, por extravagante que parezca, es una simple transcripción de la pródiga fantasía de lo real. Puedo decir que la diferencia entre la realidad constatable y lo que aquí se refiere, no es el descuido sino la intención de estos relatos: la voluntad de corregir al terco mundo para que se ajuste, por una vez, a nuestros deseos.
Admito que la heroína de "Prehistoria de Ramona" no existió realmente, pero sostengo que debió existir, aunque no fuese sino para mejorar mi vida con su recuerdo, razón por la cual he introducido su evocación arbitraria en el relato que preside su nombre.
Me confieso reo de plagio amistoso y simplificación narrativa en la escritura de "Pasado pendiente", una historia original de Gilberto Guevara Niebla, cuya riqueza de situaciones y personajes exigiría el espacio demorado de una novela.
No tuve del todo, aunque las merecí, una excompañera de universidad tan bronceada ni una historia de acentos teológicos tan próximos a mi rechazada educación católica, como la que añadí al caudal de las leyendas jesuitas en "Sin compañía".
Tal como lo cuenta "Meseta en llamas", visité la planicie de Atolinga con Álvaro López Miramontes, mi compañero de El Colegio de México. Tuve desde entonces la impresión de que un escenario así y una amistad como la que tuve con Álvaro, exigían una historia como la de Antonio Bugarín, que aquí introduzco para completarnos.
No conocí personalmente a José Revueltas, salvo al pasar, en una fiesta de principios de 1968 a la que me invitó Jaime Augusto Shelley, de modo que la escena y la larga conversación que se incluyen en "El camarada Vadillo", son hijas de otra licencia correctiva de lo real. El narrador secreto de ese relato es Arturo Cantú, que me refirió la atmósfera y las anécdotas reales de su casa durante el clandestinaje de Revueltas aquel año canónico. La historia de Evelio Vadillo la debo a la curiosidad y la información de Álvaro Ruiz Abreu. Mi propia ignorancia del asunto me permitió inventar que Vadillo tenía la misma edad de Revueltas, cuando en realidad era mucho mayor, y que no quiso decir palabra sobre su cautiverio soviético, cuando en realidad no hizo otra cosa que tratar de referir su experiencia, sin éxito, hasta que un infarto lo sorprendió en la calle, todavía joven, a la misma edad y en las mismas circunstancias en que había sorprendido a su padre. (El temor a ese infarto persiguió las noches de Vadillo en México con ahogos y angustias comparables sólo al miedo obsesivo que desarrolló por la policía secreta soviética, de la que se decía vigilado).
El cantante protagonista de "Los motivos de Lobo", Adrián Navarro, no nació en Tlacotalpan, Veracruz, como dice el relato, sino en Jalisco. No pudo tener, por tanto, el amor ribereño que es el corazón melancólico de mi historia. Lobo tampoco murió en un entreacto de sus shows, sino de una pulmonía mal atendida debido al más triste azar: la ambulancia que lo conducía de emergencia al hospital no pudo hacerlo con rapidez suficiente porque topó con una vasta zona acordonada debido a la mayor explosión que recuerda la ciudad de México, la llamada Tragedia de San Juanico, el 19 de septiembre de 1984.
Doña Emma y Doña Luisa, que aparecen en estas historias, son dos seres maravillosamente reales, muy superiores en su continua elocuencia a la que puedo haberles conferido. Pero nunca cruzó por sus labios una historia como la que se narra en "El regalo de Pedro Infante" ni son por tanto ellas las culpables de sus imperfecciones. Saben mejor que nadie, en cambio, las interpolaciones sacrílegas que agregué a su versión de "La noche en que mataron a Pedro Pérez", la cual es más sencilla y mejor en sus labios.
Por último, debo decir que el yo narrativo de estas páginas no es autobiográfico, sino literario; no da cuenta de mí, sino de mis fantasías retrospectivas y mis necesidades imaginarias. Bajo ese disfraz, no obstante, he dicho cosas de mí que no me había confesado nunca, lo cual es sólo una prueba más de la férrea paradoja de la literatura, cuya aleación peculiar de mentiras tiene por única ley soñar verdades.
México, DF, 19 de diciembre de 1991