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– ¿Qué te contó?

– Todo.

– Todo no hay, ya te dijo el Fincho -le dije y atendí al hecho de que no había probado el segundo sandwich que le traje, lo cual dejaba cojo nuestro trato de su novela a cambio de mi plato de lentejas.

– Toda la historia -dijo Lezama. -Empezando por el principio.

– Si no hay todo, tampoco hay principio -le dije, con la profundidad retórica que me caracteriza.

– El principio de mi padre, cabrón -dijo Lezama, con el fervor paterno que empezaba a serle característico. -El Fincho me habló del "Lezamita" de los primeros años, el Lezamita que para mí nunca fue Lezamita, cabrón. Me habló de Lezama el chavo, el adolescente, el alarde que todos hemos sido, como yo en el 68 que gritaba desde un micrófono que había que cambiar el país: el Lezamita que yo fui veinte años después de que mi padre fue "Lezamita". No me entiendes, pero me habló de él. No de mi papá, sino del muchacho que fue él, "Lezamita", antes de que cambiara de vida. Me habló de cuando mi papá era como yo fui en el 68. No me entiendes. Lo que quiero decir es que el Fincho me habló de mí mismo, de mi reencarnación hacia atrás. Ya estoy pedo. No sé ni lo que te estoy diciendo. Sólo sé que te estoy diciendo la verdad, cabrón.

– ¿Qué te dijo el Fincho? -pregunté, metido como nunca en su historia, pero haciendo como que no me importaba.

– El Fincho vale madre -dijo Lezama. -Lo que importa es lo que dijo el Fincho. No me entiendes.

– Te entiendo tan bien que me está dando hambre.

– No me entiendes, qué me vas a entender.

– Si te tomaras el sandwich que te traje, tendría pretexto para ir por otro trago, en lugar de estar aquí preguntándote por el Fincho. A fin de cuentas, a mí qué carajos me importa el Fincho.

– Porque no entiendes, cabrón.

– De acuerdo, no entiendo. ¿Te vas comer tu sandwich o no?

Seguimos un rato esa conversación de borrachos, en nuestro rincón desértico del aeropuerto, que para ese momento se había llenado de gringos asténicos y señoras mal queridas que miraban a todas partes con recelo y ansiedad.

– Nos toca abordar -le dije a Lezama, cuando anunciaron por el magnavoz que nos tocaba abordar.

Bebimos nuestro residuo y nos subimos al avión a Monterrey hablando de la última novela de Carlos Fuentes, Gringo viejo, que nos había parecido a los dos un regreso al Fuentes joven o, por lo menos, al Fuentes que leímos cuando jóvenes con fervor suficiente para hacer más soportables nuestras vidas. Le comentamos nuestra impresión sobre Fuentes a la aeromoza, quien sonrió con la levedad característica de la mexicana que entiende que dos mexicanos intentan conquistarla hablándole sueco, a continuación de lo cual dijo Lezama:

– Pídele una cuba a esta cabrona, antes de que me enamore de ella.

No volví a escucharlo durante un largo rato. Al cabo de ese rato, me desperté y vi que estaba durmiendo, impertérrito, a mi lado. Llamé entonces a la aeromoza y le exigí los tragos de rigor. Cuando los trajo, bajé frente a Lezama la mesita del respaldo que hay en todos los aviones, mezclé sus dos licores y sus pocos hielos con la coca cola y le di dos sacudidas para que regresara de su sueño a la historia que había empezado a contarme.

Había sido un adolescente superior, un joven irresistible y deslumbrante capaz de soliviantarnos con un gesto de la mano o una petición de la mirada, así que no me extrañó su regreso natural y como actuado a la búsqueda amorosa de la muchacha que nos servía y a la ansiosa continuidad de la historia que había empezado a regalarme.

– Lo que me contó el Fincho -dijo, siguió- no sé para qué te lo voy a contar a ti, cabrón. Mejor dicho: no debo contártelo a ti, que te vas a robar esta novela. Pero el Fincho me dijo todo. Y no me digas que generalizar no es narrar, porque no te vuelvo a decir una palabra, cabrón. No hagas comentarios cultos, cabrón. Me dijo el Fincho: "Tu padre era un chingón". El Fincho ya no podía beber, según él, así que nada más tomaba anís seco. Imagínate. "Me endulza la memoria", decía. En fin, me contó que mi padre y él habían entrado juntos al ministerio público de Mazatlán, mi padre como escribiente y él como mozo de la oficina, allá en los años cuarenta, a principios. Empezaron a llegar a Mazatlán en esa época unos gringos a quienes traían de un lado para otro el gobernador, el comandante de la zona y todo mundo. Finalmente mandaron llamar a mi papá, que había nacido en un pueblito en el culo del mundo de la sierra mazatleca, la sierra madre occidental, y le dijo el jefe de la policía que si podía servirles de guía a los gringos le darían un ascenso. Los gringos eran militares y funcionarios del gobierno norteamericano. Venían a iniciar la siembra en grande de amapola. La amapola se daba en forma silvestre en la sierra. Querían extenderla para producir morfina. La guerra había cortado el abasto de amapola de Turquía y no había morfina suficiente para los heridos y hospitales norteamericanos del frente. Así empezó la siembra de la amapola en Sinaloa. El jefe de la misión era un gringo güero y grande, al que le decían Willie-Billy y que se hizo muy amigo de mi papá, según el Fincho. Un personaje ese pinche gringo. Tenía una cicatriz acá por el cuello que le habían hecho en la guerra de España como voluntario. Ahora era mayor del ejército gringo y el encargado de la operación. Un año anduvieron juntos, mi papá y el gringo sembrando cuanta cañada libre se encontraron, hablando con los campesinos y repartiendo dinero por adelantado. Toda la sierra regaron mi papá y Willie-Billy de dólares y amapola, y de pequeños laboratorios rancheros, muy rudimentarios, para obtener la goma que mandaban a Los Angeles para producir la morfina. Todo muy sigiloso, porque era un acuerdo secreto entre los gobiernos y el gobierno mexicano había puesto como condición que no se hiciera escándalo, que todo fuera discreto y a la sombra y que si la cosa se sabía iban a negarlo todo. Entonces, desde el principio todo fue muy clandestino, y así siguió hasta el fin de la guerra, varios años después. Para ese momento, cuando terminó la guerra, mi papá ya era comandante de la judicial del estado y el Fincho su cuije, su ayudante, porque mi papá se lo había llevado del ministerio público a peinar la sierra con Willie-Billy. Bueno, pues, como sabes, nosotros los mexicanos ganamos la guerra, le mostramos a Hitler que con México no se juega y celebramos la victoria. En Sinaloa, le hicieron una fiesta de despedida a los gringos mandados por Willie-Billy, que se regresaban a sus bases de San Diego. No se habían acabado de despedir los gringos, cuando llama el gobernador a mi papá y le pide que vuelva a la sierra, pero guiando ahora al ejército mexicano, para quemar y arrasar lo que antes habían sembrado. "Se dice fácil", me dijo el Fincho, "pero fue la guerra civil. Los labriegos qué iban a querer quemar, si habían vivido como sultanes de la amapolita los últimos años. Bueno "pues ahí al golpe de ojo me dice tu papá: 'Esto no lo van a poder erradicar. Pueden matar a toda la sierra y ya no lo erradican. Yo voy a presentar mi renuncia porque ya no aguanto una balacera más contra esa gente que le dijimos ayer que sembrara y hoy le exigimos que queme'. Así lo hizo tu papá", me dijo el Fincho, "y así lo hice yo también, y pasamos de ser la autoridad a ser la nada. Nos quitaron la placa, nos quitaron la pistola, nos quitaron el coche que nos habían dado. Nos corrieron de la casa que nos daban prestada. Y no nos dieron ni siquiera una mendiga carta de recomendación. Y también nos quitaron el habla, como si nunca nos hubiéramos visto. Ni quien nos echara un lazo. No nos ladraban ni los perros ariscos de la zona roja".

– ¿Esto quién lo está contando? -pregunté a Lezama.

– Yo lo estoy contando -dijo Lezama.

– Me refiero a la persona narrativa -dije yo. -¿Lo está contando el Fincho?

– ¡Qué persona narrativa ni qué la chingada! -me dijo Lezama. -¿Por qué me interrumpes, cabrón?

– Porque las narraciones necesitan pausas -le dije. -Cadencia. Como el amor. Si no, todo se vuelve pura eyaculación precoz.

– Pide entonces otro trago para la pausa -dijo Lezama. -Dile a mi novia.

Llamé a su novia, que vino hacia nosotros con cara primero de mártir y a inmediata continuación de policía, pese a lo cual accedió a nuestra sed.

– Tiene actitud de alcohólica anónima -dijo Lezama, cuando la aeromoza nos puso las cosas en el tablero con un gesto que cabría calificar, sin exageración, de intolerante. -Me gustaría saber dónde va a dormir esta noche -dijo Lezama.

– ¿Dónde dormían tu papá y el Fincho cuando los corrieron de sus chambas? -pregunté.

– En la zona roja, cabrón -dijo Lezama. -Nada más ahí les dieron fiado. En realidad, lo que les dieron fue trabajo como guardias y sacaborrachos.

– ¿Qué pasó después?

– Según el Fincho un día, por la mañana, se aparece en la zona roja nada menos que Willie-Billy, preguntando por mi papá. No lo reconocieron al principio porque, además de la cicatriz del cuello, ahora traía un ojo cerrado con otra cicatriz, la cabeza al rape y una oreja mondada por un tiro. "Si la sierra sigue estando ahí, yo tengo nuevos compradores para la amapola", le dijo Willie-Billy a mi papá. Se había salido del ejército y había entrado a manejar burdeles, casas de juego, máquinas traganíqueles, protección a particulares. El caso es que traía un adelanto de cien mil dólares para reiniciar la siembra de la amapola en Sinaloa y venía por su guía de antaño para repetir la epopeya. "Por lo pronto", me dijo el Fincho, "compramos un coche y nos hicimos de unos trajes y cerramos el congal más caro de Mazatlán con una fiesta de regreso a la vida. Y luego nos hicimos a la sierra, como cinco años antes, a recontratar la amapola. En la sierra nos recibieron como a dioses. No hubo pueblo que no celebrara el reinicio de actividades y aunque la cosa era ahora más complicada, porque el ejército vigilaba y quemaba, antes del año teníamos la sierra en la bolsa. Había amapola que era una chulada, doquiera que uno pusiera la vista. Qué mata tan bonita la amapola. Decía tu papá que es como las mujeres: el veneno lo trae por dentro. Pero la envoltura, qué envoltura. Le llegamos al jefe de la policía, y le pusimos en la mesa una flor de amapola morada, de colección. Y abajo de sus yerbitas como barbas de lampiño, un billetote de cien dólares. '¿Dónde cosecharon esto?', nos dijo el tal, que era un vivales. 'En el mismo barranco donde encontramos esto', le dijo Willie-Billy, poniendo sobre la mesa otro billete igual, al descampado. 'Muy magra la cosecha', dijo el policía. 'Si recuerdo bien', añadió, 'en el barranco de que habla debió haber por lo menos ocho veces esta mata'. 'Buen agricultor', dijo Willie-Billy, poniendo sobre la mesas otros seis billetes. 'Los buenos agricultores cosechan en cada predio', dijo el comandante. 'Predio por predio', aceptó Willie-Billy. Y así quedó tasada la cuota de ochocientos dólares por cada contacto serio que hubiera por accidente con la policía, o que quisiéramos no tener ni por accidente. Al siguiente año, éramos dueños de Mazatlán y los benefactores de la sierra. Sacábamos la goma de la amapola por barco a un lado de Mazatlán y recibíamos en maletas dinero suficiente para que fuera un problema volverlo a sacar a la frontera, donde Willie-Billy quería ponerlo todo. 'Es dinero maldito', decía. 'Que regrese a donde vino'. Con eso creía que nos halagaba, como diciendo: Los viciosos somos allá, que no los toque esta mierda. Pero nos tocaba y de qué manera", me dijo el Fincho.