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– ¿El Fincho está contando esta historia? -le dije a Lezama.

– Es la historia de mi papá, cabrón -dijo Lezama. – ¿Por qué me interrumpes?

– Para fijar el sujeto narrativo -le dije.

– Fíjate en lo que te estoy diciendo, cabrón.

– Me estoy fijando -le dije. -Pero aterrizamos hace unos minutos y sólo faltamos nosotros de bajar.

– Pinches aviones puntuales -dijo Lezama. -Ya no se puede ni hablar.

No pudimos hablar, en efecto, el resto del día. Nos esperaba la comitiva académica que Lezama había organizado para mi conferencia de la tarde, de modo que fuimos a comer y hablamos de las tareas de la universidad y sus hijos. Luego fuimos a la conferencia que leí con las dislexias oratorias del caso y después a una cena con Lucas de la Garza, en un restorán del que sólo puedo recordar al propio Lucas resumiendo la técnica de los matones del desierto neo-leonés: "Nada de duelos ni de avisos. Si lo van a matar, lo matan donde lo encuentran, de preferencia por la espalda, y se acabó".

Después de la cena hicimos un intento con dos estudiantes que habían venido a la cena, pero cuando estábamos a punto de salir con ellas del restorán a otra parte, le dije a Lezama:

– Yo no. Me da un infarto si se les ocurre ir a otra parte.

– A mí el infarto ya me dio -dijo Lezama. -Vámonos a dormir.

Nos habían pagado una suite en el Hotel Ancira. Era viernes y estaba lleno el bar. Me dijo Lezama: -Un último trago para los demonios de la madrugada.

– Para convocarlos -accedí.

– Es que no te he acabado de contar -dijo, cuando nos sentamos y pedimos la copa del estribo. -Prométeme que no vas a robarte mi novela. ¿Tengo o no tengo una novela?

– Una novela del padre -le dije. -Justamente lo que necesita la narrativa mexicana.

– No te burles -dijo Lezama.

– ¿Qué quieres que te diga? Desde Pedro Páramo no hay una gran novela del padre en lengua española. ¿Cómo fue la debacle?

– ¿Cuál debacle?

– La debacle del Fincho y tu padre.

– La debacle fue después. Por lo pronto, hubo los años de gloria. Mujeres, coches, dinero, pueblos boyantes y cordiales, compadres y bautizos en toda la sierra de Sinaloa. Había entrado al aro el comandante de la zona, habían dado su anuencia tácita el gobernador y las jefaturas de policía de las ciudades importantes de Sinaloa, además de Mazatlán: Culiacán, Mochis, Guasave y el puerto de Topolobampo, por donde salían más barcos a dejar goma que a pescar camarón. Una chulada, como decía el Fincho. Willie-Billy se compró el mayor hotel de Mazatlán, frente al malecón, y construyó en el último piso un penthouse donde una vez llegaron de parranda nada menos que Rita Hayworth y Errol Flynn, al que, según el Fincho, lo enloquecieron dos muchachitos en la playa. Pero ya para ese momento la amapola estaba prohibida y empezaban los periódicos de California a hablar de Sinaloa como granero de la heroína que mataba adolescentes en las calles de las ciudades norteamericanas. Entonces cambió el gobernador, llegó a Sinaloa un viejo que apenas entró puso sus ojos en la sierra y se dedicó, según él, a gobernar para ella. Nada más tuvo que ir una vez a la sierra, para darse cuenta de que ahí los poderes reales eran los que germinaban con la amapola, es decir, Willie-Billy y los vagos de mi papá y el Fincho, que eran sus segundos. Para esto, ya ellos habían tenido un problema pesado con Willie-Billy. Te puedes imaginar la clase de tipo que era Willie-Billy. Entre sus debilidades tenía que le gustaban las muchachitas. Fíjate, este hijo de la chingada.

– ¿Qué tiene? -le dije. -A mí también me gustan las muchachitas.

– Sí, pero no te las llevas y las violas y las entregas luego por los burdeles de Mazatlán con la "Marca Willie-Billy'": una dobleú chiquitita que, según el Fincho, este hijo de puta les mandaba tatuar en el hombro.

– De acuerdo. ¿Pero qué tiene que ver eso con la entrada del gobernador?

– No, eso tiene que ver con el Fincho y mi papá -dijo Lezama-. Porque el Fincho tenía una hijita preciosa de doce años que, como él mismo dice, había salido a su mamá. Porque el Fincho era feo y prieto y mal encarado desde siempre, al revés de su hija, que era una preciosura. Pues esa muchachita es la que mandó a pedir Willie-Billy y se la pidió nada menos que a mi papá. Cuando la vio en la calle al pasar un día, le dijo a mi papá: "Tráeme esa". Pero resultó que la elegida era la hija del Fincho. "Lo voy a matar a este pinche gringo degenerado", le dijo el Fincho a mi papá. Y mi papá le dijo: "No hace falta. Yo tengo una tía en Los Angeles. Ya le hablé diciéndole que vamos a mandarle a tu hija y a tu esposa, y le giré 500 dólares para empezar. Allá que crezca un rato y luego vemos, al cabo que esto no ha de durar para siempre". "Fue así como tu papá salvó a mi hija de la Marca Willie-Billy"', me dijo el Fincho: "Con riesgo de su vida, porque el pinche gringo aquel no tenía sangre sino arsénico en las venas. Se había ido quedando a pedazos en sus guerras y sus cicatrices; ya no era más que una máquina de sembrar amapola y machacar humanos. Cuando le preguntó a tu papá dónde estaba la muchachita, tu papá le dijo: 'Yo no consigo muchachitas más que para mi". A lo cual el gringo se rió y le dijo: '¿Te gustó también, Lezamita? ¿O estás protegiendo a tu fuckin' friend de que ponga a circular a su putita con Willie-Billy? Porque, la verdad sea dicha", me dijo el Fincho, "la mamá de mi hija Gabriela era una beldad, pero vivía en la zona roja. Tu papá le dijo al gringo: 'La quiero para mí. Si la quieres después de mí, te la paso'. Pero tu papá sabía que Willie-Billy no tomaba cosas de medio uso: ni barajas, ni armas, ni muchachitas. Y así se arregló. Y le he vivido y le viviré agradecido toda la vida por eso", me dijo el Fincho. ¿Nos tomamos otra? -preguntó Lezama.

– De acuerdo -le dije-. Pero qué pasó con el gobernador.

– Todo -dijo Lezama. -Es decir: pasó lo que tenía que pasar. Al gobernador, lo que lo pudrió de la situación en la sierra no fue la cuestión del narcotráfico y la protesta de los norteamericanos. Lo que lo enervó fue la popularidad de Willie-Billy y sus secuaces. No se cumplían sus órdenes, si no consultaban en Mazatlán con Willie-Billy o mi papá. Quería repartir unas tierras, y no se presentaban a recibirlas los beneficiarios si no venía mi papá a dar el visto bueno. Y luego, no se sembraba más que amapola y mariguana. El gobernador llegó con ofertas de créditos, asesoría técnica, maquinaria gratis para que sembraran maíz, frijol, las cosas básicas, o que sembraran hortalizas, melones, tomates para exportación. Ni quien volteara a verlo. Eso es lo que lo enojó, según el Fincho. Al extremo de que vino a ver a mi papá y a proponerle que se aliara con el gobierno contra Willie-Billy, para volver agrarista la sierra. Papá le dijo: "Mi negocio no es la política, señor gobernador, sino la agricultura". "El negocio de ustedes es el narcotráfico", le contestó el gobernador, "y si no colaboran conmigo, se van a chingar". Así fue. Cambiaron al jefe de la policía judicial, cambiaron a los Jefes de policía de las ciudades y trajeron nuevos pelotones especializados para empezar a batir la sierra. Así empezó la nueva guerra. "Subieron las cuotas de todo", me dijo el Fincho: "La de la siembra, porque traía más riesgo. La de la policía, porque a quien sorprendían solapando el tráfico, le daban ley fuga. La vida en Mazatlán se volvió peligrosa para nosotros. Dejaron entrar agentes antinarcóticos de los Estados Unidos y luego, lo peor, nos trajeron competidores del Este, que empezaron a ofrecer más dinero que nosotros en la sierra y a pelearnos el dominio de la ciudad".