– ¿A quiénes? -dije. -¿Quién está contando esto?
– El Fincho. No me interrumpas.
– No te interrumpo. ¿Qué pasó entonces?
– Pasó que Mazatlán se volvió como Chicago, con bandas disparándose en restoranes, vendettas, emboscadas y masacres. En una de esas balaceras de encrucijada, el Willie-Billy sacó su última cicatriz. Lo cazaron en un bar y recibió un tiro que le destrozó el antebrazo izquierdo. Pero alcanzó a cargarse a los dos que lo cazaban. Todavía con la pistola en la mano salió del sitio aullando. Se le cruzó entonces, de pura coincidencia, un oficial del ejército gritándole que se parara. No se paró. Con el mismo vuelo que traía de los tiros adentro del bar, le vació el cargador al coronel y salió corriendo para la sierra, a sabiendas de que sólo ahí estaría seguro. Allá fueron a encontrarlo mi papá y el Fincho. Lo encontraron con fiebre, el brazo mal curado y el pelo brotado en su calva, güero, casi albino, cagado y orinado, hecho literalmente una mierda. Y le dice a mi papá:
– ¿Quién?
– Willie-Billy, espérate. Le dice: "Lezamita, vas a ir a la ciudad de México con un amigo mío, y le vas a dar un mensaje de mi parte". Entonces, agárrate cabrón, le da las señas de un supuesto secretario particular del presidente de México. Y un maletín con un millón de pesos. "Es mi seguro, Lezamita", le dice el pinche gringo. "Dile que te manda Segretti, de Los Angeles, y él te recibirá. Le das el maletín y le dices que vamos a retirarnos con lo que podamos levantar estos dos meses. Que sólo queremos una tregua de dos meses y nos vamos y no vuelven a saber de nosotros. El Fincho se queda conmigo hasta que tú regreses, por lo que pueda ofrecerse". "Me quedé como rehén", me dijo el Fincho, "y tu padre se fue a la ciudad de México. No volví a verlo, pero me enteré años más tarde de su peripecia".
– ¿Quién se enteró? -pregunté.
– El Fincho, cabrón, el Fincho.
– ¿Y cuál fue la peripecia?
– Según el Fincho, mi padre llegó a la ciudad de México, marcó el teléfono que le dio Willie-Billy, dijo que lo mandaba Segretti de Los Angeles y a la hora tenía un enviado en su hotel.
– ¿Del secretario particular del Presidente?
– De quien fuera, cabrón.
– ¿Pero habló o no con el secretario particular del Presidente?
– No. El que se presentó fue un supuesto comandante de la policía a escuchar el mensaje y recoger el maletín. Al día siguiente volvió, sin el maletín, y le dijo a mi papá que no podía haber arreglo: el coronel que Willie-Billy había matado en su huida, era nada menos que sobrino del secretario de la Defensa y el secretario quería meter la espada hasta el fondo en el asunto de Sinaloa. "De acuerdo", dijo mi papá, según el Fincho, "devuélvanme el maletín". "¿Cuál maletín?", le dijo el enviado. "No me diste ningún maletín". Con la misma, le puso la pistola en la frente y siguió: "Tampoco has estado aquí, ni nos hemos visto, ni sabes quién soy. Ahora, entre nosotros, como amigo, te recomiendo que no regreses tampoco a Sinaloa". Entonces mi padre entendió que había quedado en medio, que Willie-Billy no le creería jamás la escena del maletín y que reclamar el maletín para llevárselo a Willie-Billy le costaría la vida en la ciudad de México. Decidió no volver a Sinaloa, como le habían recomendado. Excepto por una cosa: porque quería ver por última vez a Cordelia, una muchacha de la sociedad mazatleca, que se había llevado a vivir con él a una quinta en las afueras de Mazatlán. Decidió ir a verla nada más una noche para tratar de llevársela con él a donde fuera. Fue su error, porque Willie-Billy tenía vigilada a Cordelia. Más tardó en haber movimiento esa noche en casa de Cordelia, que Willie-Billy en enterarse. Y como había pasado más de un mes y no había noticias de mi padre, Willie-Billy había obtenido su conclusión: que mi padre era un traidor y se había quedado con el dinero. "Ve y me lo traes", le dijo al Fincho. "Te van a acompañar los muchachos". "Fuimos en dos coches a la finca", me contó el Fincho, "pensando yo cómo hacerle si encontraba a tu padre con Cordelia. Pensé: si le digo que Willie-Billy quiere hablar con él, en una de esas se equivoca y acepta, a continuación de lo cual es hombre muerto. Entonces fui, le dije a los muchachos que esperaran y golpeé la puerta con la pistola, varias veces, para que me vieran. Pero mientras golpeaba, entre tanda y tanda de golpes, murmuraba: 'Lezamita, te vengo a matar. Pélate. Voy a tener que tirar la puerta, porque me están viendo. Si estás ahí, pélate por atrás, que no hay vigilancia'. Esperé un rato, siempre golpeando la puerta con la pistola; luego la derribé y entré. Ya no había nadie, pero las sábanas de la cama estaban revueltas y las almohadas calientes todavía. Supongo que estaban ahí y sirvió mi coartada". "Sí sirvió", le dije.
– ¿Quién le dijo? -pregunté yo.
– Yo le dije al Fincho cuando me lo contó -dijo Lezama.
– ¿La noche del entierro de tu padre?
– En el Motel Valle Grande -precisó Lezama. -Le dije que su coartada había servido, que mi padre me lo había contado antes de morir, que le había salvado la vida.
Vi sus ojos llenarse de lágrimas. Lo atribuí al humo del atestado bar del Hotel Ancira y al conocido efecto acuoso de las cubas libres.
– ¿Qué pasó con Cordelia? -pregunté.
– ¿La mujer de mi papá en Mazatlán?
– La mujer con la que huyó.
– Nada. Vive en Mazatlán. Es de las buenas familias mazatlecas todavía.
– ¿No huyó con él?
– No, qué va a huir -dijo Lezama.
Por primera vez en el relato de todo el día, hubo en su voz un agravio personal a cuenta del pasado pendiente de su padre: el rencor y el amor de haber sido abandonado él mismo por Cordelia, en la figura de su padre, Lezamita.
– Ahí hay una novela -le dije.
– ¿Una novela paterna? -bromeó Lezama.
– No, en lo de Cordelia -dije.
– ¿Y en todo lo que te he contado no hay una novela, cabrón? – respondió airadamente Lezama.
– Mucho más que una novela -le dije.
– ¿Te gustó? -me dijo.
– Me devolvió a mi padre -le dije.
– A mí también, cabrón -dijo Lezama. El insistente humo del bar volvió a nublar sus ojos con algo semejante a un llanto masculinamente retenido. El conocido efecto acuoso de los wisquis, nubló también los míos. Pero ninguno goteó.
Sin compañía
Cuando me divorcié en el 75 tuve, como todos, mi gajo de epopeya amorosa. Las más locas caricias soñadas sin esperanza a la vera de mi lazo conyugal, las más jugosas transgresiones, los más tiernos amores me fueron concedidos por el cielo, y por el celo incesante y ecuménico de mi recién adquirida soltería. Nadie es tan ávido soltero en busca del tiempo perdido y del amor ocasional, como el divorciado novel. Es el verdadero Don Juan, el hombre que corre sin riendas huyendo de la cárcel de la costumbre marital, hacia la insaciable intemperie de la libertad que exige cada noche un cuerpo nuevo.
Recuerdo haberme empeñado en llevar a la cama a las más increíbles mujeres por las más dispares y mitómanas de las razones: porque la hubiera traído a la fiesta mi mejor amigo, porque hubiera entonado bien un verso firme de Guantanamera, porque osara gritarme "macho" debido sólo a que, acabando de conocerla, le hubiera pedido sin más pasar al cuarto, y otras audacias típicas del estado práctico y genérico de divorcio.
A mi excompañera de la Ibero, Ana Martignoni, intenté seducirla por razones, si cabe, menos caprichosas: porque era la hija apetecible, comunista y réproba, de uno de los hombres más ricos y anticomunistas de México, y porque quería saber por ella misma si se había acostado en efecto, como todos decían, con el legendario padre Felipe Alatorre, el jesuita dorado, profeta de la vida personal, que la Compañía de Jesús desempacó en la ciudad de México a principios de los sesentas, guapo y aristocrático, graduado en Lovaina, la frente amplia y los ojos ardientes, dispuestos como ningunos a amar y perdonar.
Tras el fulgor sabio y sufriente de esos ojos y tras las palabras existenciales, honestas y dolorosas de Felipe Alatorre S. J., se habían ido los suspiros y los corazones de la mitad de las niñas ricas de la Ibero, que se ataron a él por la doble cadena inexperta de la búsqueda de la verdad en sus vidas y el pálpito no buscado de la verdad de sus sexos.