Había despuntado el día cuando despertó Gabriel Grub y se encontró tumbado cuan largo era sobre la lápida plana del cementerio, con el cubrebotellas de cestería vacío a su lado y la capa, el azadón, y el farol, blanqueados por la helada de la noche anterior, tirados por el suelo. La piedra sobre la que había visto por primera vez al duende se erguía audaz ante él, y la tumba en la que había trabajado la noche anterior no estaba lejana. Al principio empezó a dudar de la realidad de sus aventuras, pero el dolor agudo que sintió en los hombros cuando intentó levantarse le aseguró que las patadas de los duendes no habían sido ciertamente meras ideas. Vaciló de nuevo al no encontrar rastros de huellas en la nieve sobre la que los duendes habían jugado al salto de la rana con las piedras de las tumbas, pero rápidamente se explicó esa circunstancia al recordar que, siendo espíritus, no dejarían tras ellos impresiones visibles. Por tanto, Gabriel Grub se puso en pie tan bien como pudo teniendo en cuenta el dolor de su espalda; y cepillándose la escarcha del abrigo, se lo puso y volvió el rostro hacia la ciudad.
Pero era ya un hombre cambiado y no podía soportar el pensamiento de regresar a un lugar en el que se burlarían de su arrepentimiento y no creerían en su reforma. Vaciló unos momentos y luego se alejó errando hacia donde pudiera, buscándose el pan en otra parte.
Aquel día encontraron en el cementerio el farol, el azadón y el cubrebotellas de cestería. Hubo muchas especulaciones acerca del destino del enterrador, al principio, pero rápidamente se decidió que se lo habrían llevado los duendes; y no faltaron algunos testigos muy creíbles que lo habían visto claramente a través del aire a lomos de un caballo castaño tuerto, con los cuartos traseros de un león y la cola de un oso. Finalmente acabaron por creer devotamente en todo aquello; y el nuevo enterrador solía enseñar a los curiosos, a cambio de un ligero emolumento, un trozo de buen tamaño perteneciente a h veleta de la iglesia que accidentalmente había sido coceado por el caballo antes mencionado en su vuelo aéreo, y que él mismo recogió en el cementerio uno o dos años después.
Desafortunadamente esas historias se vieron algo enmarañadas por la reaparición, no esperada del propio Gabriel Grub, unos diez años más tarde como un anciano reumático y andrajoso, pero contento. Le contó su historia al clérigo, y también a alcalde; y con el curso del tiempo aquello se convirtió en parte de la historia, y en esa forma se ha seguido contando hasta hoy. Los que creyeron en el relato del trozo de veleta, habiendo colocado mal si confianza en otro tiempo, dejaron de predominar se apartaron de esa historia, tratando de parecer li más sabios que pudieran, encogiéndose de hombros, tocándose la frente y murmurando algo parecido a que Gabriel Grub se había bebido toda la ginebra de Holanda y se quedó dormido sobre un lápida plana; y luego trataban de explicar lo que s suponía que él había presenciado en la caverna de los duendes diciendo que había visto el mundo y s había hecho más sabio. Pero esta opinión que en absoluto fue popular en ningún momento, acabó gradualmente por desaparecer; y sea como sea, puesto que Gabriel Grub se vio afectado por el reumatismo al final de sus días, la historia tiene al menos una moraleja, aunque no pueda enseñar otra mejor, y es que si un hombre se vuelve taciturno y bebe solo en la época de Navidad, no por ello va a decidir ser mejor: los espíritus puede que no vuelvan a ser tan buenos, ni estar dispuestos a presentar tantas pruebas, como aquellos a los que vio Gabriel Grub en la caverna de los duendes.
[De The Pickwick Papers]
La historia del tío del viajante
Mi tío, caballeros, dijo el viajante, era uno de los tipos más alegres, agradables y listos que haya existido nunca. Me gustaría que lo hubieran conocido, caballeros. Aunque pensándolo bien, no desearía que lo hubieran conocido, pues en ese caso todos estarían ya, siguiendo el curso ordinario de la naturaleza, si no muertos, en todo caso tan cerca de la desaparición como para haberse quedado en casa abandonando la compañía, lo que me habría privado del inestimable placer de dirigirme a ustedes en este momento. Caballeros, desearía que sus padres y madres hubieran conocido a mi tío. Se habrían encariñado notablemente con él, especialmente su: respetables madres; sé que habría sido así. Si entre las numerosas virtudes que adornaban su carácter tuviéramos que dar predominio a dos de ellas, diría, que eran su ponche mixto y sus canciones de sobremesa. Excúsenme si me extiendo en estos recuerdo: melancólicos sobre el fallecido, no se ve a un hombre como mi tío todos los días de la semana.
Siempre he considerado como algo importante del carácter de mi tío, caballeros, el hecho de que fuera compañero y amigo íntimo de Tom Smart, de la importante empresa de Bilson y Slum, Cateator
Street, City. Mi tío vendía para Tiggin y Welps, pero durante mucho tiempo estuvo muy cerca del mismo recorrido que Tom, y la primera noche que se conocieron mi tío se encaprichó por Tom y éste por mi tío. No había pasado media hora desde que se habían conocido cuando se habían apostado ya un sombrero nuevo a ver quién de los dos hacía el mejor litro de ponche y se lo bebía con mayor rapidez. Se consideró que mi tío ganó en la elaboración del ponche, pero que Tom Smart le venció al beberlo en la mitad de tiempo. Pidieron otro litro entre los dos para beber cada uno a la salud del otro, y desde ese momento se convirtieron en los amigos más fieles. En estas cosas hay un destino caballeros, y no podemos evitarlo.
En cuanto al aspecto personal, mi tío era algo más bajo de la media; era también algo más rollizo que los hombres ordinarios, y quizá su rostro tuviera un tono más rojizo. "Tenía la cara más alegre que han visto nunca, caballeros: parecido en algo a Punch el títere, pero con la barbilla y la nariz más hermosas; sus ojos estaban siempre chispeando y centelleando por el buen humor; y en su semblante había perpetuamente una sonrisa, y no una de esas sonrisas rígidas sin significado, sino una auténtica, alegre, cordial y amable. En una ocasión salió lanzado del calesín y se golpeó la cabeza contra una piedra señalizadora. Y allí quedó aturdido, y con tantos cortes en la cara por la gravilla que se había acumulado allí que, utilizando una fuerte expresión de mi propio tío, si su madre hubiera vuelto a visitar la tierra no le habría reconocido. La verdad, caballeros, es que cuando me pongo a pensar en el asunto estoy absolutamente seguro d, que no lo habría hecho, pues murió cuando mi tía tenía dos años y siete meses de edad, y considera muy probable que, incluso aunque no hubiera habido gravilla, sus botas altas habrían asombrado no poco a la buena señora, por no hablar de su cara jovial y rojiza. Pero el caso es que allí se quedó tumba do, y he oído decir a mi tío, muchas veces, que e hombre que lo recogió dijo que sonreía tan alegre mente como si se hubiera dejado caer por una fiesta y que después de que le sangraran, las primeras débiles y vacilantes muestras de recuperación fueron que salió de un salto de la cama, soltó una risotada, besó la joven que sostenía el recipiente y pidió un trozo d cordero y una castaña adobada. Siempre le gustaron mucho las castañas adobadas, caballeros. Decía siempre que había descubierto que, sin el vinagre, tenían gusto a cerveza.