El gran viaje de mi tío se hallaba en el período otoñal, dedicado a cobrar deudas y recibir pedidos en el norte: iba desde Londres hasta Edimburgo, d Edimburgo a Glasgow, de Glasgow volvía a Edimburgo y desde allí a Londres por gusto. Queda entendido que su segunda visita a Edimburgo la hacía por su propio placer. Solía regresar durante una semana sólo para ver a sus viejos amigos; y desayunando con éste, almorzando con aquél, comiendo con un tercero y cenando con otro solía pasarse una bonita semana entera. No sé si alguno de ustedes, caballeros, ha compartido alguna vez un desayuno escocés hospitalario, sustancioso y verdadero, y ha salido luego a tomar un ligero almuerzo consistente en un barrilito de ostras, más o menos una docena de cervezas embotelladas y una o dos jarras de whisky para terminar. Si alguna vez lo ha hecho, estará de acuerdo conmigo en que se necesita una cabeza bastante fuerte para después salir a comer y a cenar.
¡Pero benditos sean sus corazones y sus cejas que aquello no era nada para mi tío! Estaba tan habituado que aquello no era más que un simple juego de niños. Le he oído contar que cualquier día podía encontrarse con gentes de Dundee y volver luego a casa sin tambalearse; y eso, caballeros, que los habitantes de Dundee tienen una cabeza tan fuerte como su ponche, y probablemente no podrá encontrarse otro más fuerte entre los dos polos. He oído decir que un hombre de Glasgow y otro de Dundee bebieron uno frente al otro durante quince horas seguidas. Pudo saberse que ambos se sintieron sofocados en el mismo momento, pero con esa ligera excepción, caballeros, no se sentían peor por ello.
Una noche, a las veinticuatro horas de haber decidido embarcar para Londres, mi tío se detuvo en la casa de un antiguo amigo suyo, un tal alguacil Mac con cuatro sílabas detrás que vivía en la vieja ciudad de Edimburgo. Estaban allí la esposa del alguacil, las tres hijas del alguacil y el hijo ya mayor del alguacil, y tres o cuatro amigos escoceses robustos, de cejas pobladas y hombres prudentes que el alguacil había reunido para honrar a mi tío y ayudarle a alegrarse. Fue una cena gloriosa. Tomaron salmón ahumado, bacalao finlandés, cabeza de cordero y un «haggis» -un famoso plato escocés, caballeros, que mi tío solía decir que cuando lo veía en la mesa se le asemejaba mucho a un estómago de Cupido-, y aparte otras muchas cosas cuyos nombres he olvidado, pero que no obstante eran cosas muy buenas. Las muchachitas eran hermosas y agradables; la esposa del alguacil era una de las mejores personas que hayan vivido nunca, y mi tío estaba de un humor excelente. La consecuencia de ello fue que las jóvenes damas rieron entre dientes y sofocaron risitas, y que la dama mayor se rió estruendosamente, y el alguacil y los otros tipos rugieron hasta que se les puso el rostro colorado y aquello empezaba a resultar peligroso. No puedo recordar exactamente cuántos vasos de ponche de whisky se bebió cada uno después de la cena, pero lo que sí sé es que hacia la una de la mañana el hijo mayor del alguacil perdió el sentido cuando iba a iniciar el primer verso de una poesía popular, y como desde hacía una hora era el único otro hombre al que podía vérsele por encima de la mesa de caoba, a mi tío se le ocurrió que casi había llegado el momento de pensar en, irse, puesto que habían comenzado a beber a las siete de la tarde, para poder regresar a casa a una hora decente. Pero pensando que no sería muy cortés irse en ese momento, se levantó de la silla, mezcló otro vaso, lo alzó a su propia salud, dirigiéndose a sí mismo un discurso limpio y lleno de cumplidos, y se le bebió con gran entusiasmo. Como todavía nadie despertaba, mi tío se sirvió un poco más, pero esta vez sin agua, no fuera que el ponche le sentara mal, y llevándose violentamente las manos al sombrero, se lanzó a la calle.
Cuando mi tío cerró la puerta del alguacil hacía una noche ventosa, y sujetándose firmemente el sombrero sobre la cabeza, para impedir que el viento se lo llevara, se metió las manos en los bolsillos, miró hacia arriba y analizó brevemente el estado del tiempo. Las nubes pasaban por encima de la luna a la máxima velocidad: en algunos momentos la oscurecían totalmente, en otros permitían que brillara en todo su esplendor y arrojara su luz sobre todos los objetos de alrededor; después volvían a colocarse sobre ella, con mayor velocidad aún, y lo envolvían todo en la oscuridad.
– Realmente esto no va-dijo mi tío dirigiéndose al tiempo, como si se sintiera personalmente ofendido-. Esto no es en absoluto el tipo ideal de clima para mi viaje. No lo haré, a ningún precio -dijo mi tío en tono impresionante.
Y tras repetir aquello varias veces, recuperó el equilibrio con cierta dificultad -pues estaba bastante mareado por haber mirado hacia el cielo tanto tiempo- y comenzó a caminar alegremente.
La casa del alguacil estaba en Canongate, y mi tío se dirigía hacia el otro extremo de Leith Walk, un recorrido de algo más de dos kilómetros. A ambos lados de él, como lanzadas contra el cielo oscuro, había unas casas altas, esparcidas y delgadas, con las fachadas manchadas por el tiempo, y unas ventanas que parecían haber compartido el destino de los
ojos de los mortales y haberse oscurecido y hundido con la edad. Las casas tenían seis, siete y ocho pisos de altura; se apilaba un piso sobre el otro como los que hacen los niños con cartas de juego, lanzando sus sombras oscuras sobre la calle desaliñadamente pavimentada y volviendo más oscura la oscuridad de la noche. Había algunas lámparas de aceite, muy lejos unas de otras, pero sólo servían para indicar la entrada sucia a algún estrecho callejón o para señalar dónde una escalera comunicaba, mediante revueltas empinadas e intrincadas, con las casas de arriba. Mirando todas aquellas cosas con la actitud de un hombre que las ha visto a menudo antes, por lo que no podía considerarlas ahora dignas de fijar en ellas la atención, mi tío subió por mitad de la calle con un pulgar metido en cada uno de los bolsillos del chaleco permitiéndose de vez en cuando variadas estrofas cantadas con tan buen espíritu y voluntad que las gentes honestas y tranquilas se sobresaltaban y despertaban de su primer sueño y se quedaban temblando en la cama hasta que el sonido desaparecía en la distancia; una vez convencidas de que se trataba sólo de algún borracho inútil que trataba de encontrar el camino de regreso a su casa, volvían a taparse para estar calientes y se dormían otra vez.
Describo en -particular, caballeros, la forma en que mi tío subía por mitad de la calle con los pulgares metidos en los bolsillos del chaleco, porque como él solía decir (y con buenas razones para ello), no hay en absoluto nada extraordinario en esta historia, a menos que entiendan claramente desde el principio que no estaba dando en absoluto un paseo maravilloso o romántico.
Caballeros, mi tío caminaba con los pulgares metidos en los bolsillos del chaleco, tomando para sí la mitad de la calle, cantando ahora un verso de un poema de amor, luego un verso de uno etílico, y silbando melodiosamente cuando se había cansado de ambos, hasta que llegó a North Bridge, que pone en contacto las ciudades antigua y nueva de Edimburgo. Se detuvo allí un minuto para examinar los extraños e irregulares grupos de luces apilados unos encima de otros y que parpadeaban a tanta altura que parecían estrellas, brillando desde los muros del castillo por un lado y del Calton Hill por el otro, como si estuvieran iluminando castillos en el aire, mientras la antigua y pintoresca ciudad dormía pesadamente entre la oscuridad de abajo: su palacio y capilla de Holyrood, guardada día y noche, tal como solía decir un amigo de mi tío, por la antigua sede de Arturo que se elevaba oscura e insolente, como un genio ceñudo, sobre la antigua ciudad que durante tanto tiempo había vigilado. Digo, caballeros, que mi tío se detuvo allí un minuto para mirar a su alrededor; y luego, haciéndole un cumplido al clima, que tan poco había mejorado, mientras que la luna se estaba hundiendo, empezó a caminar de nuevo con tanta gallardía como antes, ocupando la mitad de la calle con gran dignidad, y con el aspecto de que estaría encantado de encontrarse con alguien que quisiera disputarle esa posesión. Pero sucedió que no hubo nadie dispuesto a disputársela, y así siguió adelante con los pulgares en los bolsillos del chaleco, como un apacible ser.