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Cuando mi tío llegó al extremo de Leith Walk, tenía que cruzar un descampado bastante grande que le separaba de una calle corta por la que debió bajar para llegar a su alojamiento. Ahora bien, sucede que en ese descampado había en aquel tiempo un cercado perteneciente a algún carretero que tenía contratada con Correos la compra de los coches-correo desgastados por el tiempo; y a mi tío, que le encantaron los coches de mayor, de joven y de mediana edad, se le metió inmediatamente en la cabeza e salirse de su camino sin otro fin que el de escudriñas esos coches tras el cercado, y recordaba haber viste más o menos una docena de ellos amontonados en el interior en un estado de gran abandono y olvido Mi tío, caballeros, era una persona de lo más entusiasta y simpática; por eso, al darse cuenta de que no podía tener una buena visibilidad entre las estacas saltó por encima de ellas, se sentó tranquilamente sobre un eje de rueda y empezó a contemplar los coches de correos con mucha gravedad.

Debía de haber una docena de ellos, o quizá más -mi tío no estuvo nunca seguro sobre este punto, dado que era un hombre de escrupulosa veracidad con respecto a los números, no le gustaba confesar lo-, pero allí estaban, todos amontonados en la condición más desolada que quepa imaginar. La, puertas habían sido arrancadas de los goznes y quitadas; les habían arrancado los forros; sólo algún clavo oxidado mantenía, aquí y allá, un jirón colgante; la lámparas no estaban, las varas hacía tiempo que habían desaparecido, el forjado estaba oxidado y la pintura se había caído; el viento silbaba entre las grietas de la estructura de madera, y la lluvia, que había quedado recogida en los techos, caía gota a gota en los interiores con un sonido hueco y melancólico. Eran los esqueletos en decadencia de los coches abandonados, y en ese lugar solitario, a esa hora de la noche, parecían fríos y lúgubres.

Mi tío descansó la cabeza sobre las manos y pensó en las personas atareadas y bulliciosas que años antes habrían traqueteado en los viejos coches, que ahora estaban cambiados y silenciosos; pensó en todas aquellas personas á las que uno de aquellos locos y desmoronados vehículos había llevado, noche tras noche, durante muchos años y con todo tipo de condiciones climáticas, la correspondencia ansiosamente esperada, el giro tan necesario, la promesa de salud y seguridad, el anuncio repentino de enfermedad y muerte. El comerciante, el amante, la esposa, la viuda, la madre, el escolar e incluso el niño que tambaleándose se había acercado a la puerta a la llamada del cartero… cómo habían esperado todos la llegada del viejo coche. ¡Y dónde estarían todos ahora!

Caballeros, mi tío solía decir que pensó todo esto en aquel momento, pero yo sospecho más bien que lo sacó después de algún libro, pues afirmaba con claridad que cayó en una especie de siesta mientras estaba sentado sobre el viejo eje de ruedas mirando los coches de correos en decadencia, hasta que de pronto le despertaron unas campanadas de iglesia que daban las dos. Ahora bien, mi tío no fue nunca muy rápido en el pensamiento, y si había pensado todas estas cosas estoy seguro de que habría necesitado para ello, por lo menos, hasta mucho más allá de pasadas las dos y media. Por tanto, soy decididamente de la opinión, caballeros, de que mi tío cayó en una especie de adormecimiento sin haber pensado nada en absoluto.

Sea como sea, las campanas de una iglesia dieron las dos. Mi tío despertó, se frotó los ojos y se sobresaltó asombrado.

Un instante después de que el reloj diera las dos, todo aquel lugar tranquilo y desértico se había convertido en el escenario de la vida y la animación más extraordinarias. Las puertas de los coches estaban sobre sus goznes, los forros en su sitio, el forjado era tan bueno como nuevo, la pintura había sido restaurada, las lámparas encendidas, en cada pescante había cojines y grandes mantas, los mozos colocaban paquetes en todos los maleteros, los guardas amontonaban las bolsas de las cartas, los palafreneros arrojaban cubos de agua sobre las ruedas renovadas; muchos hombres se apresuraban por la zona poniendo varas en cada coche; llegaron los pasajeros, se entregaron las maletas, se colocaron los caballos; en suma, resultaba absolutamente evidente que iban a salir de inmediato todos los coches que allí había. Caballeros, mi tío abrió los ojos tanto ante todo aquello que hasta el último momento de su vida se asombró de que hubiera sido capaz de volverlos a cerrar otra vez.

– ¡Vamos! -gritó una voz mientras mi tío sentía una mano en su hombro-. Ha comprado usted billete de interior. Será mejor que entre.

– ¿ Yo lo he comprado? -preguntó mi tío dándose la vuelta.

– Sí, claro.

Mi tío, caballeros, no era capaz de decir nada; tan asombrado estaba. Lo más extraño de todo era que aunque hubiese tal multitud de personas, y aunque estuvieran apareciendo nuevos rostros a cada momento, no podía saberse de dónde venían. Parecían brotar de alguna extraña manera del mismo suelo, o del aire, para desaparecer del mismo modo. Cuando un mozo metió su equipaje en el coche y recibió la propina, se dio la vuelta y desapareció; y antes de que mi tío hubiera empezado a preguntarse qué había sucedido con él, aparecieron media docena más tambaleándose bajo el peso de unos paquetes que parecían lo bastante grandes como para aplastarlos. ¡Los pasajeros iban vestidos todos de manera muy extraña! Grandes capas abrochadas de falda ancha, de puños enormes y sin cuellos; y pelucas, caballeros… grandes y serias pelucas con un lazo atrás. Mi tío no podía sacar nada en limpio de todo aquello.

– ¿ Va usted a entrar ya? -dijo la misma persona que se había dirigido antes a mi tío.

Iba vestido como un escolta de correos, con peluca y capa de puños enormes, un farol en una mano y en la otra un trabuco enorme que en ese momento iba a guardar en un pequeño cofre.

– ¿ Va a entrar ya, Jack Martin? -dijo el escolta sosteniendo el farol a la altura del rostro de mi tío. -¡Oiga! -exclamó mi tío retrocediendo uno o dos pasos-. ¡Eso es demasiada familiaridad!

– Así lo pone en el billete -contestó el escolta. -¿Y no lleva un «señor» delante? -preguntó mi tío. Pues pensó, caballeros, que el hecho de que un escolta al que no conocía le llamara Jack Martin era una libertad que Correos no habría permitido de haberla conocido.

– No, no lo lleva -contestó fríamente el escolta. -¿Está pagado el billete? -preguntó mi tío. -Claro que sí -contestó el otro.

– ¿Lo está, sí lo está? ¡Pues vayamos allí entonces! ¿Qué coche es?

– Éste -contestó el escolta señalando a un coche que unía Londres con Edimburgo, pasado de moda, que tenía los escalones bajados y la puerta abierta-. ¡Un momento! Hay otros pasajeros. Déjeles entrar primero.

Mientras el escolta hablaba, apareció inmediatamente, delante de mi tío, un caballero joven de peluca empolvada y una capa color azul celeste adornada con plata, de faldones llenos y anchos, y forrada de bocací. En el lino del chaleco y el calicó estaba impreso Tiggin y Welps, caballeros, por lo que mi tío reconoció de inmediato los materiales. Llevaba pantalones hasta la rodilla, y una especie de polainas sobre las medias de seda, y zapatos con hebillas; volantes en las muñecas, sombrero de tres picos en la cabeza y una espada larga y afilada al costado. Las solapas del chaleco le llegaban hasta la mitad de los muslos, y el extremo de la corbata hasta la cintura. Caminó con paso grave hasta la puerta del coche, se quitó el sombrero y lo sostuvo por encima de la cabeza con el brazo extendido: al mismo tiempo sostenía levantado el dedo meñique como hacen algunas personas afectadas cuando toman una taza de té. Luego juntó los pies, hizo una grave reverencia y extendió la mano izquierda. Mi tío iba a adelantarse para estrechársela cordialmente cuando se dio cuenta de que aquellas atenciones no se las dirigía a él, sino a una joven dama que en ese momento apareció al pie de los escalones, ataviada con un anticuado vestido de terciopelo verde de cintura larga y peto. No llevaba sombrero en la cabeza, caballeros, que ocultaba con una capucha de seda negra, y miró a su alrededor un instante cuando se disponía a entrar en el coche, revelando un rostro tan hermoso como mi tío no había visto nunca, ni siquiera en un cuadro. Subió al coche levantándose el vestido con una mano; y tal como decía siempre mi tío acompañándolo de un juramento rotundo, cuando contaba esta historia, no habría creído posible que existieran piernas y pies de tal perfección a menos que los hubiera visto con sus propios ojos.