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Y no acaban aquí todos los infortunios del barón. Aproximadamente un año después de sus nupcias vino al mundo un barón robusto y joven en cuyo honor se dispararon muchos fuegos artificiales y se bebieron muchas docenas de barriles de vicio; pero al año siguiente llegó una joven baronesa y cada año otro joven barón, y así un año tras otro, o un barón o una baronesa (y un año los dos al mismo tiempo), hasta que el barón se encontró siendo padre de una pequeña familia de doce. En cada uno de esos aniversarios la venerable baronesa Von Swillenhausen se ponía muy nerviosa y sensible por el bienestar de su hija la baronesa Von Koéldwethout, y aunque no se sabe que la buena dama hiciera nunca nada real que contribuyera a la recuperación de su hija, seguía considerando un deber ponerse tan nerviosa como fuera posible en el castillo de Grogzwig, y dividir su tiempo entre observaciones morales sobre la forma en que se llevaba la casa del barón y quejarse por el duro destino de su infeliz hija. Y si el barón de Grogzwig, algo herido e irritado por esa conducta, cobraba valor y se aventuraba a sugerir que su esposa al menos no estaba peor que las esposas de otros barones, la baronesa Von Swillenhausen suplicaba a todas las personas que se dieran cuenta de que nadie salvo ella simpatizaba con los sufrimientos de su hija; y con aquello, sus parientes y amigos comentaban que con toda seguridad ella sufría mucho más que su yerno, y que si existía algún animal vivo de corazón duro, ése era el barón de Grogzwig.

El pobre barón lo soportó todo mientras pudo, y cuando no pudo soportarlo ya más perdió el apetito y el ánimo, y se quedó sentado lleno de tristeza y aflicción. Pero todavía le aguardaban problemas peores, y cuando le llegaron aumentó su melancolía y su tristeza. Cambiaron los tiempos; se endeudó. Las arcas de Grogzwig, que la familia Swillenhausen había considerado inagotables, se vaciaron; y precisamente cuando la baronesa estaba a punto de sumar la decimotercera adición al linaje de la familia, Von Koéldwethout descubrió que carecía de medios para reponerlas.

– No veo qué se puede hacer -dijo el barón-. Creo que me suicidaré.

Fue una idea brillante. El barón cogió un viejo cuchillo de caza de un armario que tenía al lado, y tras afilarlo sobre la bota, le hizo a su garganta lo que los muchachos llaman «una oferta».

– ¡Bueno! -exclamó el barón al tiempo que detenía la mano-. Quizá no esté lo bastante afilado.

El barón lo afiló de nuevo e hizo otro intento, pero detuvo su mano un fuerte griterío que se produjo entre los jóvenes barones y baronesas, reunidos todos en un salón infantil situado arriba de la torre con barras de hierro por el exterior de las ventanas para impedir que se lanzaran al foso.

– Si hubiera sido soltero -dijo el barón suspirando-, podría haberlo hecho más de cincuenta veces sin que me interrumpieran. ¡Vamos! Lleva una botella de vino y la pipa más grande a la pequeña habitación abovedada que hay tras el salón.

Una de las criadas ejecutó de la manera más amable posible la orden del barón en el curso de una media hora, y Von Koéldwethout, tras apreciar que así había sido hecho, se dirigió a grandes zancadas hacia la habitación abovedada cuyas paredes, que eran de una madera oscura y brillante, relucían al fuego de los leños ardientes apilados en el hogar. La botella y la pipa estaban dispuestas y el lugar parecía en general muy cómodo.

– Deja la lámpara-ordenó el barón.

– ¿Alguna otra cosa, mi señor? -preguntó la criada. -Soledad -contestó el barón. La criada obedeció y el barón cerró la puerta.

Fumaré una última pipa y luego pondré fin a todo -dijo el barón.

El señor de Grogzwig dejó el cuchillo sobre la mesa, hasta que lo necesitara, se sirvió una buena medida de vino, se echó hacia atrás en la silla, estiró las piernas delante del fuego y se desinfló.

Pensó en muchísimas cosas, en sus problemas de hoy y en los días pasados, cuando era soltero, en los verdes de Lincoln, que desde hacía tiempo habían sido dispersados por el país, sin que nadie supiera dónde estaban con la excepción de dos, que desgraciadamente habían sido decapitados, y cuatro que se habían matado de tanto beber. Su mente pensó en osos y verracos, cuando en el momento de beberse la copa hasta el fondo alzó la mirada y vio por primera vez, con asombro ilimitado, que no estaba solo.

No, no lo estaba; pues al otro lado del fuego se hallaba sentada con los brazos cruzados una horrible y arrugada figura, de ojos profundamente hundidos e inyectados en sangre, rostro cadavérico de inmensa longitud ensombrecido por unas grejas enmarañadas y mal cortadas de cabellos negros recios. Vestía una especie de túnica de color azulado desvaído que, como observó el barón contemplándola atentamente, estaba ornamentada llevando por delante, a modo de cierres, asideros de ataúd. También llevaba las piernas cubiertas por planchas de ataúd, a modo de armadura; y sobre el hombro izquierdo llevaba un corto manto oscuro que parecía hecho con los restos de un paño mortuorio. No prestaba atención al barón, pues miraba fijamente el fuego.

– ¡Hola! -exclamó el barón al tiempo que golpeaba el suelo con los pies para llamar su atención. -¡Hola! -replicó el otro dirigiendo la mirada hacia el barón, pero sólo los ojos, no el rostro-. ¿Qué pasa?

– ¿Que qué pasa? -contestó el barón sin acobardarse en lo más mínimo por la voz hueca y la mirada carente de brillo del otro-. Soy yo el que debería hacer esa pregunta. ¿Cómo llegó hasta aquí?

– Por la puerta -contestó la figura. -¿Quién es? -preguntó el barón. -Un hombre -contestó la figura. -No le creo -dijo el barón.

– Pues no lo crea-contestó la figura. -Eso es lo que haré -replicó el barón.

La figura se quedó mirando un tiempo al osado barón de Grogzwig, y luego, en tono familiar dijo: -Ya veo que nadie le puede persuadir. ¡No soy un hombre!

– Entonces ¿qué es? -preguntó el barón. -Un genio -contestó la figura.

– Pues no se parece mucho a ninguno -contestó burlonamente el barón.

– Soy el genio de la desesperación y el suicidio. Ahora ya me conoce.

Tras decir esas palabras, la aparición se puso de cara al barón, como si se preparara para una conversación; y lo más notable de todo fue que apartó el manto hacia un lado, mostrando así una estaca que le recorría el centro del cuerpo. Se la sacó con un movimiento brusco y la dejó sobre la mesa con el mismo cuidado que si se tratara de un bastón de paseo.

– ¿Está dispuesto ya para mí? -preguntó la figura fijando la mirada en el cuchillo de caza.

– No del todo. Primero he de terminar esta pipa. -Entonces aligere -exclamó la figura.

– Parece tener prisa-contestó el barón.

– Pues bien, sí, la tengo. Hay ahora muchos asuntos de los míos en Inglaterra y Francia, y mi tiempo está ocupadísimo.

– ¿Bebe? -preguntó el barón tocando la botella con la cazoleta de la pipa.

– Nueve veces de cada diez, y siempre con exageración -replicó secamente la figura.

– ¿Nunca con moderación?

– Jamás -contestó la figura con un estremecimiento-. Eso produce alegría.

El barón echó otra ojeada a su nuevo amigo, a quien consideró como un parroquiano verdaderamente extraño, y finalmente le preguntó si tomaba parte activa en acontecimientos como los que había, estado contemplando.

– No -contestó la figura en tono evasivo-. Pero estoy siempre presente.

– Para contemplar imparcialmente, supongo -dijo el barón.

– Exactamente -contestó la figura jugueteando con la estaca y examinando la punta-. Dese toda la prisa que pueda, ¿quiere? Pues hay un joven caballero que ahora me necesita porque le aflige el tener demasiado dinero y tiempo libre, o eso me parece.