– ¿Va a suicidarse porque tiene demasiado dinero? -exclamó el barón, realmente divertido-. ¡Ja, ja! Ésa sí que es buena.
(Aquella fue la primera vez que el barón se rió desde hacia mucho tiempo.)
– Le ruego que no vuelva a hacer eso -le reconvino la figura, que parecía muy asustada.
– ¿Y por qué no? -preguntó el barón.
– Porque me produce un gran dolor. Suspire todo lo que quiera: eso me hace sentir bien.
Al escuchar la mención de la palabra, el barón suspiró mecánicamente; la figura, animándose de nuevo, le entregó el cuchillo de caza con la cortesía más encantadora.
– Y, sin embargo, no es mala idea, un hombre que se suicida porque tiene demasiado dinero -comentó el barón al tiempo que sentía el borde del arma.
– ¡Bah! No mejor que la de un hombre que se suicida porque no tiene nada, o tiene demasiado poco -contestó la aparición con petulancia.
No tengo manera de saber si el genio se comprometió sin intención alguna al decir eso o si es que pensó que la mente del barón estaba ya tan decidida que no importaba lo que dijera. Lo único que sé es que el barón detuvo al instante la mano, abrió bien los ojos y miró como si en ellos hubiera entrado por primera vez una luz nueva.
– Bueno, la verdad es que no hay nada que sea lo bastante malo como para quitarse de en medio por ello -dijo Von Koéldwethout.
– Salvo las arcas vacías -gritó el genio.
– Bien, pero un día pueden llenarse de nuevo -añadió el barón.
– Las esposas regañonas -le reconvino el genio. -¡Ah! Se las puede hacer callar-contestó el barón. -Trece hijos -gritó el genio.
– Seguramente no todos saldrán malos -replicó el barón.
Evidentemente el genio se estaba enfadando bastante por el hecho de que de pronto el barón sostuviera esas opiniones, pero intentó tomárselo a broma y dijo que se sentiría muy agradecido hacia él si le permitía saber cuándo iba a dejar de tomárselo a risa.
– Pero si no estoy bromeando, nunca estuve tan lejos de eso -protestó el barón.
– Bueno, me alegra oír eso -respondió el genio con aspecto ceñudo-. Porque una broma que no sea un juego de palabras es la muerte para mí. ¡Vamos! ¡Abandone enseguida este mundo terrible!
– No sé -dijo el barón jugueteando con el cuchillo-. Ciertamente que es terrible, pero no cree que el suyo sea mucho mejor, pues no tiene aspecto de encontrarse especialmente cómodo. Eso me recuerda que me sentía muy seguro de obtener alga mejor si abandonaba este mundo… -de pronto lanzó un grito y se incorporó-: nunca había pensado en esto.
– ¡Concluya! -gritó la figura castañeteando los dientes.
– ¡Fuera! -le contestó el barón-. Dejaré de meditar sobre las desgracias, pondré buena cara y probaré de nuevo con el aire libre y los osos; y si eso no funciona, hablaré sensatamente con la baronesa y acabaré con los Von Swillenhausen.
Tras decir aquello, el barón volvió a sentarse en la silla y rió con tanta fuerza y alboroto que la habitación resonó.
La figura retrocedió uno o dos pasos mirando entretanto al barón con terror intenso, y después recogió la estaca, se la metió violentamente en el cuerpo, lanzó un aullido atemorizador y desapareció.
Von Koéldwethout no volvió a verla nunca. Una vez que había decidido actuar, inmediatamente obligó a razonar a la baronesa y a los Von Swillenhausen, y murió muchos años después; no como un hombre rico que yo sepa, pero como un hombre feliz: dejó tras él una familia numerosa que fue cuidadosamente educada en la caza del oso y el verraco bajo su propia vigilancia personal. Y mi consejo a todos los hombres es que si alguna vez se sienten tristes y melancólicos por causas similares (como les sucede a muchos hombres), contemplen los dos lados del asunto, y pongan un cristal de aumento sobre el mejor; y si todavía se sienten tentados a irse sin permiso, que primero se fumen una gran pipa y se beban una botella entera, y aprovechen el laudable ejemplo del barón de Grogzwig.
[De Nicholas Nickleby]
Una confesión encontrada en una prisión de la época de Carlos II
Tenía el grado de teniente en el ejército de St Majestad y serví en el extranjero en las campañas de 1677 y 1678. Concluido el tratado de Nimega, regresé a casa y, abandonando el servicio militar, me retiré a una pequeña propiedad situada a escasos kilómetros al este de Londres, que había adquirido recientemente por derechos de mi esposa.
Ésta será la última noche de mi vida, por lo que expresaré toda la verdad sin disfraz alguno. Nunca fui un hombre valiente, y siempre, desde mi niñez; tuve una naturaleza desconfiada, reservada y hosca. Hablo de mí mismo como si no estuviera ya en el mundo, pues mientras escribo esto están cavando mi tumba y escribiendo mi nombre en el libro negro de la muerte.
Poco después de mi regreso a Inglaterra mi único hermano contrajo una enfermedad mortal. Esta circunstancia apenas me produjo dolor alguno, pues casi no nos habíamos relacionado desde que nos hicimos adultos. Él era un hombre generoso y de corazón abierto, de mejor aspecto físico que yo, más satisfecho de la vida y en general amado. Los que por ser amigos suyos quisieron conocerme en el extranjero o en nuestro país, raras veces seguían viéndome mucho tiempo, y solían decir en nuestra primera conversación que se sorprendían de encontrar dos hermanos que fueran tan distintos en sus maneras y aspecto. Acostumbraba yo a provocar esa declaración, pues sabía las comparaciones que iban a hacer entre ambos y, como sentía en mi corazón una enconada envidia, trataba de justificarla ante mí mismo.
Nos habíamos casado con dos hermanas. Este vínculo adicional entre nosotros, tal como lo considerarían algunos, en realidad sirvió sólo para apartarnos más. Su esposa me conocía bien. Nunca, estando ella presente, mostré mis celos o rencores secretos, pero aquella mujer los conocía tan bien como yo. Nunca, en aquellos momentos, levanté mi vista sin encontrar la suya fija en mí; nunca miré al suelo o hacia otra parte sin tener la sensación de que seguía vigilándome. Para mí era un alivio inexpresable cuando disputábamos, y fue un alivio todavía mayor cuando, encontrándome en el extranjero, me enteré de que había muerto. Tengo ahora la sensación de que era como si se hallara suspendida sobre nosotros una extraña y terrible prefiguración de lo que ha sucedido desde entonces. Tenía miedo de ella, me obsesionaba; su mirada fija vuelve ahora hacia mí como el recuerdo de un sueño oscuro, haciendo que se enfríe mi sangre.
Ella murió poco después de dar a luz a un hijo, un niño. Cuando mi hermano supo que había perdido toda esperanza de recuperación en su propia enfermedad, llamó a mi esposa junto a su lecho y confió el huérfano a su protección, un niño de cuatro años. Legó al niño todas las propiedades que tenía y escribió en el testamento que, en caso de que muriera su hijo, las propiedades pasaran a mi esposa como único reconocimiento que podía hacerle de sus cuidados y amor. Cambió conmigo unas cuantas palabras fraternales, deplorando nuestra prolongada separación y, hallándose agotado, se hundió en un sueño del que nunca despertó.
Nosotros no teníamos hijos, y como entre las hermanas había existido un afecto profundo, y mi esposa había ocupado casi el lugar de una madre para aquel muchacho, lo amaba como si ella misma lo hubiera tenido. El niño estaba muy unido a ella, pero era la imagen de su madre tanto en el rostro como en el espíritu, y desconfió siempre de mí.
No puedo precisar la fecha en la que tuve por primera vez aquella sensación, pero sé que muy poco después empecé a sentirme inquieto cuando estaba junto a aquel niño. Siempre que salía de mis melancólicos pensamientos, lo encontraba mirándome con fijeza, pero no con esa simple curiosidad infantil, sino con algo que contenía el propósito y el significado que con tanta frecuencia había observado yo en su madre. No se trataba de un resultado de mi fantasía, basado en el gran parecido que tenía con ella en los rasgos y la expresión. Jamás le sorprendí con la mirada baja. Me tenía miedo, pero al mismo tiempo parecía despreciarme instintivamente; y aunque retrocediera ante mi mirada, tal como solía hacer cuando estábamos a solas, aproximándose a la puerta, seguía manteniendo fijos en mí sus ojos brillantes.