Durante varias semanas pensé en el veneno, y luego en ahogarla, y en el fuego. Era una visión hermosa la de la gran mansión en llamas, y la esposa del loco convirtiéndose en cenizas. Pensé también en la burla de una gran recompensa, y algún hombre cuerdo colgando y mecido por el viento por un acto que no había cometido… ¡y todo por la astucia de un loco! Pensé a menudo en ello, pero finalmente lo abandoné. ¡Ay! ¡El placer de afilar la navaja un día tras otro, sintiendo su borde afilado y pensando en la abertura que podía causar un golpe de su borde delgado y brillante!
Finalmente, los viejos espíritus que antes habían estado conmigo tan a menudo me susurraron al oído que había llegado el momento y pusieron la navaja abierta en mi mano. La sujeté con firmeza, la elevé suavemente desde el lecho y me incliné sobre mi esposa, que yacía dormida. Tenía el rostro enterrado en las manos. Las aparté suavemente y cayeron descuidadamente sobre su pecho. Había estado llorando, pues los rastros de las lágrimas seguían húmedos sobre las mejillas. Su rostro estaba tranquilo y plácido, y mientras lo miraba, una sonrisa tranquila iluminó sus rasgos pálidos. Le puse la mano suavemente en el hombro. Se sobresaltó… había sido tan sólo un sueño pasajero. Me incliné de nuevo hacia delante y ella gritó y despertó.
Un solo movimiento de mi mano y nunca habría vuelto a emitir un grito o sonido. Pero me asusté y retrocedí. Sus ojos estaban fijos en los míos. No sé por qué, pero me acobardaban y asustaban; y gemí ante ellos. Se levantó, sin dejar de mirarme con fijeza. Yo temblaba; tenía la navaja en la mano, pero no podía moverme. Ella se dirigió hacia la puerta. Cuando estaba cerca, se dio la vuelta y apartó los ojos de mi rostro. El encantamiento se deshizo. Di un salto hacia delante y la sujeté por el brazo. Lanzando un grito tras otro, se dejó caer al suelo.
Podría haberla matado sin lucha, pero se había provocado la alarma en la casa. Oí pasos en los escalones. Dejé la cuchilla en el cajón habitual, abrí la puerta y grité en voz alta pidiendo ayuda.
Vinieron, la cogieron y la colocaron en la cama. Permaneció con el conocimiento perdido durante varias horas; y cuando recuperó la vida, la mirada y el habla, había perdido el sentido y desvariaba furiosamente.
Llamamos a varios médicos, hombres importantes que llegaron hasta mi casa en finos carruajes, con hermosos caballos y criados llamativos. Estuvieron junto a su lecho durante semanas. Celebraron una importante reunión y consultaron unos con otros, en voz baja y solemne, en otra habitación. Uno de ellos, el más inteligente y famoso, me llevó con él a un lado y me rogó que me preparara para lo peor. Me dijo que mi esposa estaba loca… ¡a mí, al loco! Permaneció cerca de mí junto a una ventana abierta, mirándome directamente al rostro y dejando una mano sobre mi hombro. Con un pequeño esfuerzo habría podido lanzarlo abajo, a la calle. Habría sido divertido hacerlo, pero mi secreto estaba en juego y dejé que se marchara. Unos días más tarde me dijeron que debía someterla a algunas limitaciones: debía proporcionarle alguien que la cuidara. ¡Me lo pedían a mí!¡Salí al campo abierto, donde nadie pudiera escucharme, y reí hasta que el aire resonó con mis gritos!
Murió al día siguiente. El anciano de cabello blanco la siguió hasta la tumba y los orgullosos hermanos dejaron caer una lágrima sobre el cadáver insensible de aquella cuyos sufrimientos habían considerado con músculos de hierro mientras vivió. Todo aquello alimentaba mi alegría secreta, y reía oculto por el pañuelo blanco que tenía sobre el rostro mientras regresamos cabalgando a casa, hasta que las lágrimas brotaron de mis ojos.
Pero aunque había cumplido mi objetivo, y la había asesinado, me sentí inquieto y perturbado, y pensé que no tardarían mucho en conocer mi secreto. No podía ocultar la alegría y el regocijo salvaje: que hervían en mi interior y que cuando estaba a solas, en casa, me hacía dar saltos y batir palmas, dan do vueltas y más vueltas en un baile frenético, y gritar en voz muy alta. Cuando salía y veía a las masas atareadas que se apresuraban por la calle, o acudía a teatro y escuchaba el sonido de la música y contemplaba la danza de los demás, sentía tal gozo que m, habría precipitado entre ellos y les habría despedazado miembro a miembro, aullando en el éxtasi que me produciría. Pero apretaba los dientes, afirmaba los pies en el suelo y me clavaba las afilada uñas en las manos. Mantenía el secreto y nadie sabía aún que yo era un loco.
Recuerdo, aunque es una de las últimas cosa que puedo recordar, pues ahora la realidad se mezcla con mis sueños, y teniendo tanto que hacer, habiéndome traído siempre aquí tan presurosa mente, no me queda tiempo para separar entre lo dos, por la extraña confusión en la que se halla] mezclados… Recuerdo de qué manera finalmente se supo. ¡Ja, ja! Me parece ver ahora sus mirada asustadas, y sentir cómo se apartaban de mí, mientras yo hundía mi puño cerrado en sus rostros blancos y luego escapaba como el viento, y les dejaba gritando atrás. Cuando pienso en ello me vuelve la fuerza de un gigante. Mirad cómo se curva esta barra de hierro con mis furiosos tirones. Podría romperla como si fuera una ramita, pero sé que detrás hay largas galerías con muchas puertas; no creo que pudiera encontrar el camino entre ellas; y aunque pudiera, sé que allá abajo hay puertas de hierro que están bien cerradas con barras. Saben que he sido un loco astuto, y están orgullosos de tenerme aquí para poder mostrarme.
Veamos, sí, había sido descubierto. Era ya muy tarde y de noche cuando llegué a casa y encontré allí al más orgulloso de los tres orgullosos hermanos, esperando para verme… dijo que por un asunto urgente. Lo recuerdo bien. Odiaba a ese hombre con todo el odio de un loco. Muchas veces mis dedos desearon despedazarle. Me dijeron que estaba allí y subí presurosamente las escaleras. Tenía que decirme unas palabras. Despedí a los criados. Era tarde y estábamos juntos y a solas… por primera vez.
Al principio aparté cuidadosamente mis ojos de él, pues era consciente de lo que él no podía ni siquiera pensar, y me glorificaba en ese conocimiento: que la luz de la locura brillaba en mis ojos como el fuego. Permanecimos unos minutos sentados en silencio. Finalmente, habló. Mi reciente disipación, y algunos comentarios extraños hechos poco después de la muerte de su hermana, eran un insulto para la memoria de ésta. Uniendo a ello otras muchas circunstancias que al principio habían escapado a su observación, había terminado por pensar que yo no la había tratado bien. Deseaba saber si tenía razón al decir que yo pensaba hacer algún reproche a la memoria de su hermana, faltando con ello al respeto a la familia. Exigía esa explicación por el uniforme que llevaba puesto.
Aquel hombre tenía un nombramiento en ejército… ¡un nombramiento comprado con mi dinero y con la desgracia de su hermana! Él fue el que: más había tramado para insidiar y quedarse con n riqueza. Él había sido el principal instrumento para obligar a su hermana a casarse conmigo, y bien sabia que el corazón de aquélla pertenecía al piadoso muchacho. ¡Por causa de su uniforme! ¡El uniforme e su degradación! Volví mis ojos hacia él… no pude evitarlo; pero no dije una sola palabra.
Vi que bajo mi mirada se produjo en él un cambio repentino. Era un hombre valiente, pero el color desapareció de su rostro y retrocedió en su silla. ~ acerqué la mía a la suya; y mientras reía, pues entonces estaba muy alegre, vi cómo se estremecía. Sen que la locura brotaba de mi interior. Sentí miedo de mí mismo.
– Quería usted mucho a su hermana cuando el vivía-le dije-. Mucho.
Miró con inquietud a su alrededor, y le vi sujeta con la mano el respaldo de la silla; pero no dije nada.
– Es usted un villano -le dije-. Le he descubierto. Descubrí sus infernales trampas contra mí; que el corazón de ella estaba puesto en otro cuando usted la obligó a casarse conmigo. Lo sé… lo sé.