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– O cuando la sangre de San Genaro se licúa porque se lo pide el clero… como todo el mundo sabe que sucede con regularidad una vez por año, en mi ciudad natal -añadió el correo napolitano tras una pausa con una mirada cómica-. ¿Cómo llama a eso?

– ¡Eso!-gritó el alemán-. Pues bien, creo que conozco un nombre para eso.

– ¿Milagro? -preguntó el napolitano con el mismo rostro pícaro.

El alemán se limitó a fumar y lanzar una carcajada; y todos fumaron y rieron.

– ¡Bah! -exclamó el alemán un rato después-. Yo hablo de cosas que suceden realmente. Cuando quiero ver a un brujo pago para ver a un profesional, y que mi dinero merezca la pena. Suceden cosas muy extrañas sin fantasmas. ¡Fantasmas! Giovanni Baptista, cuente la historia de la novia inglesa. Ahí no hay ningún fantasma, pero resulta igual de extraño. ¿Hay alguien que sepa decirme qué?

Como se produjo un silencio entre ellos, miré a mi alrededor. Aquél que pensé debía ser Baptista estaba encendiendo un cigarro nuevo. Enseguida empezó a hablar y pensé que debía ser genovés.

– ¿La historia de la novia inglesa? -preguntó-. ¡Basta! Uno no debería tomarse tan a la ligera una historia así. Bueno, da lo mismo. Pero es cierta. Ténganlo bien en cuenta, caballeros, es cierta. No todo lo que brilla es oro, pero lo que voy a contarles es verdad. Repitió esa misma frase varias veces.

– Hace diez años, llevé mis credenciales a un caballero inglés que estaba en el Long's Hotel, en Bond Street, Londres, quien pensaba viajar durante uno o quizá dos años. El caballero aprobó mis credenciales, y yo le aprobé a él. Quería hacer unas investigaciones y el testimonio que recibió fue favorable. Me contrató por seis meses y mi acogida fue generosa. Era un hombre joven, de buen aspecto muy feliz. Estaba enamorado de una hermosa y joven dama inglesa, de fortuna suficiente, e iban a casarse. En resumen, lo que íbamos a emprender era viaje de bodas. Para el reposo de tres meses durante el clima caluroso (estábamos entonces a principio de verano) había alquilado un viejo palacio en la Riviera, a escasa distancia de la ciudad, Génova, en carretera que conducía a Niza. ¿Conocía yo el lugar? Cierto, le dije que lo conocía bien. Era un palacio viejo con grandes jardines. Era un poco desértico algo oscuro y sombrío, pues los árboles lo rodeaba desde muy cerca, pero resultaba espacioso, antiguo, imponente y muy cercano al mar. Me dijo que así lo habían descrito exactamente, y le complacía que yo lo conociera. En cuanto a que estuviera algo de provisto de muebles, así sucedía con todos los lugares de alquiler. Y en cuanto a que fuera un poco sombrío, lo había alquilado principalmente por los jardines, y él y su amada pasarían a su sombra tiempo veraniego.

»-¿Todo bien entonces, Baptista? -pregunté

»-Indudablemente; muy bien.

» Para nuestro viaje contábamos con un carruaje que acababan de construir para nosotros y que e todos los aspectos resultaba conveniente. El matrimonio ocupó su lugar. Ellos estaban felices. Yo me sentía feliz viendo que todo era brillante, viéndolo tan bien situado, dirigiéndome a mi propia ciudad enseñándole mi lengua mientras viajábamos a la doncella, la bella Carolina, cuyo corazón era alegre y risueño, y que era joven y sonrosada.

» El tiempo volaba. Pero observé -¡y les ruego que presten atención a esto (y en ese momento el correo bajó el volumen de su voz)-, a veces observé que mi señora se encontraba meditabunda, de una manera muy extraña, de una manera que daba miedo, de una manera desgraciada, y percibí en ella una vaga sensación de alarma. Creo que empecé a darme cuenta de ello cuando ascendía colina arriba al lado del carruaje y el amo iba por delante. En cualquier caso, recuerdo que quedó grabada en mi mente una noche, en el sur de Francia, cuando me pidió que llamara al amo; y cuando éste vino y caminó un largo trecho hablando con ella afectuosamente, poniendo una mano en la ventanilla abierta para sujetar la de ella. De vez en cuando se reía alegremente, como si se estuviera burlando de ella por algo. Al cabo de un rato, ella reía y entonces todo iba bien de nuevo.

» Aquello me resultó curioso y le pregunté a la hermosa Carolina. ¿Se encontraba mal el ama? No. ¿Desanimada? No. ¿Temerosa de los malos caminos, o los bandidos? No. Pero lo que me resultó más misterioso fue que la bella Carolina no me mirara directamente al darme la respuesta, sino que contemplara la vista.

» Pero un día me contó el secreto.

» -Si deseas saberlo -dijo Carolina-, he descubierto, escuchando aquí y allá, que el ama está hechizada y obsesionada.

» -¿Y cómo?

» -Por un sueño.»

» -¿Qué sueño?

» -El sueño de un rostro. Durante tres noches antes de la boda vio un rostro en sueños… siempre mismo rostro, y sólo ése.

» -¿Un rostro terrible?

» -No. El rostro de un hombre oscuro de muy agradable aspecto, vestido de negro, con el cabello negro y mostacho gris… un hombre guapo, salvo por un aire reservado y secreto, jamás había visto el rostro, ni otro que se le pareciera. En el sueño no hacía sino mirarla fijamente, desde la oscuridad.

» -¿Volvió a tener ese sueño?

» -Nunca. Lo único que le preocupa es recordarlo”

– ¿Y por qué le preocupa?

» Carolina sacudió la cabeza.

» -Eso es lo que quiere saber el amo -contestó bella-. Ella no lo sabe. Ella misma se pregunta la razón. Pero la oí decirle a él anoche mismo que si encontrara un cuadro de ese rostro en nuestra casa ¡ti liana (y tiene miedo de que así suceda) piensa que no sería capaz de soportarlo.

» Puedo jurar (siguió diciendo el correo genovés que después de esto tuve miedo de llegar al viejo palazzo, no fuera a encontrarse allí aquel malaventurado cuadro. Sabía que había muchos cuadros, y conforme nos fuimos acercando al lugar deseé que toda la galería de pintura hubiera caído en el cráter del Vesubio. Para empeorar las cosas, cuando por fin llegamos a aquella parte de la Riviera hacía una noche lúgubre y tormentosa. Tronaba, y en mi ciudad y sus alrededores los truenos son muy fuertes, pues se repiten entre las altas colinas. Los lagartos salían y entraban por las hendiduras del muro roto de piedra del jardín, como si estuvieran asustados; las ranas burbujeaban y croaban a gran volumen; el viento del mar gemía y los árboles húmedos goteaban; y los relámpagos… ¡por el cuerpo de San Lorenzo, qué relámpagos!

» Todos sabemos cómo es un palacio antiguo en Génova o sus cercanías… cómo lo han manchado el tiempo y el aire del mar… cómo las pinturas de las paredes exteriores se han ido cayendo dejando al descubierto grandes trozos de escayola… que las ventanas inferiores están oscurecidas por barras de hierro oxidado… que el patio exterior está cubierto de hierba… que los edificios exteriores están en ruinas… que todo el conjunto parece dedicado al olvido. Nuestro palazzo era uno de los auténticos. Llevaba cerrado varios meses. ¿Meses…? ¡Años! Olía a tierra, como a tumba. De alguna manera se había introducido en la casa, sin ser capaz de salir de nuevo, el aroma de los naranjos de la amplia terraza trasera, y de los limones que maduraban en la pared, y de algunos matorrales que crecían por alrededor de una fuente rota. En todas las habitaciones había un olor a vejez, que había crecido con el confinamiento. Penetraba en todos los armarios y cajones. En las pequeñas salas de comunicación que había entre las habitaciones grandes, aquello resultaba sofocante. Si dabas la vuelta a un cuadro, por volver al tema de los cuadros, allí estaba ese olor, aferrándose a la pared detrás del marco, como una especie de murciélago.

» Las persianas enrejadas estaban cerradas en toda la casa. Sólo vivían allí, para atenderla, dos ancianas de aspecto horrible y cabellos grises; una de ellas con un huso, sentada en el umbral dándole vueltas y murmurando, y que antes habría dejado entrar al diablo que al aire. El amo, el ama, la bella Carolina y yo recorrimos el palazzo. Yo fui el primero en entrar, aunque habría preferido ser el último, abriendo las ventanas y persianas, y quitándome de encima las gotas de lluvia, las manchas de argamasa, y de vez en cuando un mosquito durmiente, o una monstruosa, gruesa y manchada araña genovesa.