Dándome cuenta de que mi criado parecía sorprendido, me volví hacia él y le dije:
– Derrick, ¿pensará que conservo el sentido si le digo que creí ver un…?
Mientras estaba allí, le puse una mano sobre el pecho y con un sobresalto repentino se puso él a temblar violentamente y contestó:
– ¡Oh, señor, claro que sí, señor! ¡Un cadáver haciéndole señas!
Estoy convencido de que John Derrick, mi criado fiel durante más de veinte años, no tuvo la menor impresión de haber visto esa aparición hasta que le toqué. Cuando lo hice, el cambio que se produjo en él fue tan sorprendente que creo absolutamente que obtuvo su impresión, de alguna manera oculta, a través de mí y en ese preciso instante.
Le pedí a John Derrick que trajera un poco de brandy y le di una copa, alegrándome de tomar yo otra. De lo que había sucedido antes del fenómeno de aquella noche no le conté una sola palabra. Reflexionando sobre ello, estaba absolutamente seguro de que nunca antes había visto ese rostro, salvo en aquella ocasión en Piccadilly. Comparando la expresión que tenía al hacerme señas desde la puerta con la expresión en el momento en que levantó la vista para mirarme, mientras yo estaba de pie junto a la ventana, llegué a la conclusión de que en la primera ocasión había tratado de adherirse a mi recuerdo, y de que en la segunda había querido asegurarse de que lo recordaba inmediatamente.
Aquella noche no me resultó muy cómoda, aunque tenía la certidumbre, difícil de explicar, de que la aparición no regresaría. Cuando llegó la luz del día caí en un sueño profundo del que me despertó John Derrick, que vino junto a mi cama con un papel en la mano.
Por lo visto ese papel había sido motivo de un altercado en la puerta entre su portador y mi criado.
Se me citaba en él para que sirviera como jurado en la siguiente sesión del Tribunal Criminal Central, en el Old Bailey. Como John Derrick sabía bien, nunca antes me habían citado para ese jurado. Mi criado estaba convencido, aunque en este momento no estoy seguro de si tenía razón o no, de que los jurados que se elegían habitualmente tenían una calificación social inferior a la mía, y por eso se había negado en principio a aceptar la citación. El hombre que la llevaba se tomó el asunto con gran frialdad. Afirmó que mi asistencia o no le importaba en absoluto; la citación estaba allí y el atenderla o no era un riesgo mío, no suyo.
Durante uno o dos días dudé si debía responder a esa llamada o no hacerle caso. No era consciente de que se estuviera produciendo la menor atracción, influencia o desviación misteriosa. De eso estoy tan absolutamente seguro como de cualquier otra afirmación que haga aquí. Finalmente decidí que asistiría porque significaría una interrupción en la monotonía de mi vida.
El día designado fue una mañana fría del mes de noviembre. En Piccadilly había una niebla densa y oscura que se volvió claramente negra en los alrededores opresivos del Tribunal de Temple. Los pasillos y escaleras del Palacio de justicia me parecieron resplandecientemente iluminados con gas, y el propio tribunal estaba similarmente iluminado. Creo que hasta que fui conducido por los oficiales al tribunal antiguo y lo vi abarrotado de gente no sabía que ese día iba a juzgarse al asesino. Creo que hasta que me ayudaron a entrar en el tribunal antiguo con considerable dificultad, no sabía a cuál de los dos tribunales se me había citado. Pero no hay que toma esto como una afirmación rotunda, pues no esto; totalmente seguro de que fuera así.
Tomé asiento en el lugar designado para que aguardaran los jurados y miré a mi alrededor en e tribunal lo mejor que pude a través de la espesa nube de niebla y alientos. Observé un vapor negro que colgaba como una cortina lóbrega por la parte exterior de los grandes ventanales, y observé y presté atención al sonido ahogado de las ruedas sobre la paja o el cascajo que cubrían la calle; presté también atención al murmullo de las personas que allí se reunían, y que traspasaba de vez en cuando un silbido agudo, o un saludo o una canción más fuertes que el resto. Poco después entraron los jueces que eran dos, y tomaron asiento. El zumbido de tribunal decayó mucho. Se ordenó que entrara e asesino. Y en el mismo instante en el que entró re conocí en él al primero de los dos hombres que habían bajado por Piccadilly.
Si en ese momento hubieran pronunciado un nombre dudo que hubiera sido capaz de responde de forma audible. Pero lo pronunciaron en sexto octavo lugar, y para entonces fui capaz de decir «presente!» Y ahora, preste atención el lector. Cuando m dirigí hacia mi asiento de jurado el prisionero, que había estado mirándolo todo atentamente pero si dar signo alguno de preocupación, se agitó violentamente y llamó por señas a su abogado. El deseo de prisionero de recusarme resultaba tan manifiesto que produjo una pausa durante la cual el abogado, apoyando una mano en el banquillo de los acusados, habló en susurros con su cliente mientras sacudía la cabeza. Más tarde, aquel caballero me dijo que las primeras palabras aterradas que le dijo el prisionero fueron: «¡Seacomo sea, recuse a ese hombre!», pero como no le daba razón alguna para ello, y admitió que ni siquiera conocía mi nombre hasta que lo pronunciaron en voz alta y yo me presenté, no lo hizo.
Por las razones ya explicadas, la de que deseo evitar el revivir el recuerdo desagradable de ese asesino, y también que un relato detallado de su largo juicio no es en absoluto indispensable para mi narración, me limitaré a aquellos incidentes que se relacionan directamente con mi curiosa experiencia personal y se produjeron en los diez días y noches durante los que los miembros del jurado estuvimos juntos. Trato de que mi lector se interese por eso, y no por el asesino. Es a eso, y no a una página del calendario de Newgate, a lo que pido al lector que preste atención.
Me eligieron presidente del jurado. En la segunda mañana, después de que se hubieran presentado pruebas durante dos horas (lo sé porque oí las campanadas del reloj de la iglesia), al recorrer con la mirada a mis compañeros del jurado* me resultó inexplicablemente difícil contarlos. Lo hice así varias veces, pero siempre con la misma dificultad. En resumen, contaba uno de más.
Toqué al miembro del jurado que se sentaba junto a mí y le susurré:
– Le ruego que haga el favor de contarnos. Pareció sorprenderse con la petición, pero giró la cabeza y contó el número de miembros.
– Bueno -contestó de pronto-, somos tres…, pero, no, no es posible. No. Somos doce.
De acuerdo con las cuentas que hice aquel día-, teníamos siempre razón en el detalle, pero en la cuenta general siempre nos salía uno de más. No había ninguna aparición ni figura que pudiera explicarlo, pero para entonces tenía ya interiormente la sensación de que la aparición estaba implicad en el error.
El jurado se albergaba en la London Taverr Dormíamos todos en una sala amplia sobre mesa separadas, y estábamos constantemente a cargo bajo la vigilancia del oficial que había jurado mar tenernos a salvo. No veo razón alguna para no incluir el nombre auténtico de ese oficial. Era inteligente, muy cortés y servicial, y también (de lo que me alegré al enterarme) muy respetado en la ciudad Tenía una presencia agradable, ojos hermosos, un-, envidiables patillas negras y una voz agradable y sonora. Se llamaba señor Harker.
Cuando por la noche se iba cada uno de los do(a su cama, colocaban la del señor Harker cruzada e la puerta. En la noche del segundo día, como no m apetecía acostarme y vi al señor Harker sentido e su cama, me acerqué y me senté junto a él, ofreciéndole un pellizco de rapé. En cuanto la mano del señor Harker tocó la mía al coger el rapé de la caja, sacudió un estremecimiento peculiar y pregunte
– ¿Quién es ése?
Miré la habitación siguiendo la dirección de los ojos del señor Harker y vi de nuevo la figura que esperaba: al segundo de los dos hombres que habían bajado por Piccadilly. Me levanté y avancé unos pasos; después me detuve y, dándome la vuelta, miré al señor Harker. Parecía despreocupado, se echó a reír y comentó con un tono agradable: