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– Pensé por un momento que teníamos otro miembro del jurado, y que le faltaba una cama. Pero me doy cuenta de que fue un reflejo de la luna.

No hice revelación alguna al señor Harker, pero le invité a que paseara conmigo hasta el extremo de la habitación y observé lo que hacía la figura. Se quedaba en pie unos momentos junto a la cama de cada uno de los miembros del jurado, cerca de la almohada. Se colocaba siempre al lado derecho de la cama, y siempre también cruzaba hasta la cama siguiente pasando por los pies. Por la acción de su cabeza parecía que simplemente se quedaba mirando pensativamente a cada uno de los jurados acostados. No me prestó atención a mí, ni mi cama, que era la más próxima a la del señor Harker. Después dio la impresión de salir por donde entraba la luz de la luna, a través de un alto ventanal, como si subiera por un tramo de escaleras situado en el aire.

A la mañana siguiente, durante el desayuno, descubrimos que todos los presentes, salvo el señor Harker y yo, habían soñado la noche anterior con el hombre asesinado.

Estaba ya convencido de que el segundo hombre que había bajado por Piccadilly era el asesinado (por así decirlo), como si su testimonio inmediato así me lo hubiera hecho saber. Pero aun así aquello sucedía de una manera para la que yo no me encontraba preparado.

Durante el quinto día del juicio, cuando el fiscal estaba terminando su caso, presentó una miniatura del asesinado que faltaba en su dormitorio cuando se descubrió el hecho y que después fue encontrada en un lugar oculto en el que el asesino había sido visto cavando en el suelo. Tras ser identificada por el testigo, la presentaron al tribunal y luego la pasaron al jurado para que éste la inspeccionara. Mientras un oficial vestido con una túnica negra se dirigía con la miniatura hacia mí, la figura del segundo hombre que había bajado impetuosamente por Piccadilly surgió de la multitud, le cogió la miniatura al oficial y me la entregó con sus propias manos, al mismo tiempo que en un tono bajo y hueco me decía antes de que yo viera la miniatura, metida en una caja:

– Entonces yo era más joven, y la sangre no faltaba en mi rostro.

Después se interpuso entre mí y el jurado al que yo entregué la miniatura, y entre éste y el siguiente, y así entre todos hasta que la miniatura volvió a mí. Sin embargo, ninguno de los miembros del jurado lo detectó.

En la mesa, y en general cuando nos encerrábamos bajo la custodia del señor Harker, como era natural, hablábamos mucho rato sobre las diligencias del día. En el día quinto el fiscal cerró el caso por lo que, como esa parte de la cuestión se había completado ante nosotros, nuestra discusión fue más animada y seria. Había entre nosotros uno de los idiotas de inteligencia más cerrada que he visto nunca, que recibía la evidencia más clara con las objeciones más absurdas, y a quien le ayudaban dos flojos parásitos parroquiales; los tres pertenecían a las listas de jurados de un distrito tan atacado por la fiebre que debían haber juzgado a quinientos asesinos. Hacia la media noche, que era cuando algunos de nosotros nos disponíamos ya a acostarnos y esos zopencos enredones armaban mayor alboroto, vi de nuevo al asesinado. Estaba de pie tras ellos, ceñudo, y me hizo señas. Al ir hacia ellos e irrumpir en la conversación, desapareció inmediatamente. Ése fue el inicio de una serie de apariciones producidas en la larga habitación en la que éramos confinados. Siempre que un grupo de jurados se unía a conversar, veía entre ellos la cabeza del asesinado. Y siempre que la comparación de notas que hacían iba en contra de él, me hacía señas de una manera solemne e irresistible.

Recuérdese que hasta el quinto día del juicio, en el que se presentó la miniatura, nunca había visto la aparición en el tribunal. Cuando la defensa empezó el caso se produjeron tres cambios. Me referiré primero a dos de ellos. La figura aparecía ahora continuamente en el tribunal, y nunca se dirigía a mí, sino siempre a la persona que estaba hablando en ese momento. Por ejemplo: a la víctima le habían abierto la garganta. En el discurso inicial de la defensa se sugirió que el propio fallecido se la podía haber cortado a sí mismo. En ese mismo momento la figura, con la garganta en la terrible condición que acababa de describirse (y eso lo había ocultado antes), se puso de pie junto al codo del que hablaba, moviendo hacia un lado y otro la tráquea, una vez con la mano derecha y otra con la izquierda, sugiriendo vigorosamente a quien hablaba la imposibilidad de que se hubiera podido infligir a sí mismo la herida con cualquier mano. En otro caso, cuando un testigo de conducta, una mujer, informaba que el prisionero era muy amable con la humanidad, en ese instante la figura se plantó en el suelo delante de ella, le miró directamente a la cara y señaló el semblante maligno del prisionero extendiendo el brazo y un dedo.

El tercer cambio, al que me referiré ahora, fue el que de manera más marcada y notable me impresionó. No voy a teorizar sobre él; lo expreso con precisión, y nada más. Aunque la aparición no era percibida por aquellos a los que se dirigía, cuando se acercaba éstos invariablemente se alarmaban y turbaban. Tuve la impresión de que era como si unas leyes que yo desconocía le impidieran revelarse plenamente a los demás, pero que al mismo tiempo pudiera afectar sus mentes de una manera visible, silenciosa y oscura. Cuando el defensor principal sugirió la hipótesis del suicidio, y la figura se plantó junto al codo de tan ilustrado caballero, haciendo terribles gestos como si se estuviera cortando la garganta, es innegable que el defensor titubeó en su discurso, perdió durante varios segundos el hilo de su ingeniosa argumentación, se limpió la frente con el pañuelo y se puso extremadamente pálido. Cuando la testigo de conducta estuvo delante de la aparición, siguió con los ojos la dirección que le señalaba el dedo, contemplando con gran vacilación y turbación el rostro del prisionero. Bastarán dos ejemplos adicionales. En el octavo día del juicio, tras una pausa que se hacía siempre a primera hora de la tarde para descansar y refrescarnos unos minutos, regresé a la sala del juicio con los demás miembros del jurado poco antes de que entraran los jueces. Encontrándome de pie en la zona que nos estaba destinada y mirando a mi alrededor, pensé que la figura no estaba allí, hasta que elevé mis ojos a la galería y la vi inclinada hacia delante sobre una mujer de apariencia muy decente, como si tratara de asegurarse de si los jueces habían ocupado o no sus asientos. Inmediatamente después, la mujer lanzó un grito, se desmayó y tuvieron que sacarla. Lo mismo sucedió con el venerable, sagaz y paciente juez que dirigía el juicio. Cuando terminado el caso se concentraba en sus papeles para el resumen, la víctima, entrando por la puerta del juez, avanzó hasta la mesa de su señoría y miró ansiosamente por encima del hombro de éste las páginas de notas que iba pasando. Entonces se produjo un cambio en el rostro de su señoría; su mano se detuvo; tuvo ese estremecimiento peculiar que yo conocía tan bien, y exclamó con vacilación:

– Caballeros, excúsenme unos momentos. Me siento algo oprimido por el aire viciado -y tras decir eso, no se recuperó hasta beber un vaso de agua.

A lo largo de la monotonía de seis de aquello diez interminables días (los mismos jueces y ayudantes en el tribunal, el mismo asesino en el banquillo de los acusados, los mismos abogados en la mesa, el mismo tono de preguntas y respuestas elevándose hasta el techo de la sala, el mismo ruido que hacía la pluma del juez, los mismos ujieres saliendo, y entrando, las mismas luces que se encendían a la misma hora, cuando todavía brillaba la luz natural de día, la misma cortina neblinosa en el exterior d los grandes ventanales cuando había niebla, la misma lluvia goteando y produciendo un ruido acompasado cuando llovía, un día tras otro las mismas huellas de los vigilantes y el prisionero sobre el mismo serrín, las mismas llaves cerrando y abriendo las mismas pesadas puertas), a través de toda esta fatigosa monotonía que me hacía sentirme como si fuera el presidente del jurado desde hacia muchísimo, tiempo, y Piccadilly hubiera florecido al mismo, tiempo que Babilonia, el asesinado no perdió nunca un solo rasgo de claridad ante mis ojos, ni fue e momento alguno menos evidente y perceptible que cualquier otra persona que allí hubiera. No debe, omitir, pues es un hecho, que nunca vi que la aparición a la que doy el nombre de asesinado mirara asesino. Una y otra vez me preguntaba por el motivo de que no lo hiciera, pero el hecho es que nunca lo hizo.