Tampoco volvió a mirarme a mí desde que sacaron la miniatura hasta los últimos minutos del juicio. Nos retiramos a deliberar a las diez horas menos siete minutos de la noche. El idiota del grupo y los dos parásitos de su parroquia nos dieron tantos problemas que por dos veces regresamos al tribunal para rogar que nos leyeran de nuevo determinados extractos de las notas del juez. Nueve de nosotros no teníamos la menor duda sobre los pasajes, ni creo que la tuviera nadie del tribunal; sin embargo, el triunvirato de zopencos no tenía otro propósito que el de la obstrucción, y discutían por cualquier motivo. Al final prevaleció nuestra opinión y el jurado volvió a entrar en la sala a las diez y doce minutos.
El asesinado estaba en ese momento en pie directamente enfrente del jurado, al otro lado de la sala. Cuando ocupé mi lugar, posó sus ojos en mí con la mayor atención; pareció satisfecho y lentamente agitó un enorme velo gris que por primera vez llevaba sobre el brazo, sobre la cabeza y sobre toda su figura. Cuando pronuncié el veredicto, «culpable», desapareció el velo y con él todo lo que cubría, quedando vacío ese espacio.
Cuando el juez preguntó al asesino, según la costumbre, si tenía algo que añadir antes de que se dictara la sentencia de muerte, pronunció vagamente algo que en los titulares de los periódicos del día siguiente fue descrito como «unas palabras audibles a medias, incoherentes y vagas en las que creyó entenderse que se quejaba de no haber tenido un juicio justo, porque el presidente del jurado estaba predispuesto contra él». La notable declaración que hizo realmente fue ésta: «Señor, sabía que era un hombre condenado desde el momento en que entró el presidente del jurado. Señor, sabía que nunca me dejaría libre porque antes de apresarme apareció junto a mi cama por la noche, me despertó y puso una soga alrededor de mí cuello».
[De Allthe Year Round
Fantasmas de Navidad
Me gusta volver a casa en Navidad. Todos lo hacemos, o deberíamos hacerlo. Deberíamos volver a casa en vacaciones, cuanto más largas mejor, desde el internado en el que nos pasamos la vida trabajando en nuestras tablas aritméticas, para así descansar. Viajamos hasta casa a través de un paisaje invernal; por campos cubiertos por una niebla baja, entre pantanos y brumas, subiendo prolongadas colinas, que se van volviendo oscuras como cavernas entre las espesas plantaciones que llegan a tapar casi las estrellas chispeantes; y así hasta que estamos en las amplias mesetas y finalmente nos detenemos, con un silencio repentino, en una avenida. En el aire helado la campana de la puerta tiene un sonido profundo que casi parece terrible; la puerta se abre sobre sus goznes y al llegar hasta una casa grande las brillantes luces nos parecen más grandes tras las ventanas, y las filas de árboles que hay frente a ellas parecen apartarse solemnemente hacia los lados, como para dejarnos pasar. Durante todo el día, a intervalos, una liebre asustada ha salido corriendo a través de la hierba cubierta de nieve; o el repiqueteo distante de un rebaño de ciervos pisoteando el duro hielo ha acabado también, por un minuto, con el silencio. Si pudiéramos verles sus ojos vigilantes bajo los helechos, brillarían ahora como las gotas heladas de rocío sobre las hojas; pero están inmóviles, y todo está callado. Y así, las luces se van haciendo más grandes, y los árboles se apartan hacia atrás ante nosotros para cerrarse de nuevo a nuestra espalda, como impidiéndonos la retirada, y llegamos a la casa.
Probablemente huele todo el tiempo a castañas asadas y otras cosas buenas y reconfortantes, pues estamos contando historias de Navidad, historias de fantasmas, o más vergonzosas para nosotros, alrededor del fuego de Navidad, y no nos hemos movido salvo para acercarnos un poco más a él. Pero dejemos eso. Llegamos a la casa y es una casa antigua, repleta de grandes chimeneas en las que la leña arde en el hogar sobre viejas tenazas, y retratos horrendos (algunos de ellos con leyendas también horrendas) miran con saña y desconfianza desde el entablado de roble de las paredes. Somos un noble de edad mediana y damos una generosa cena con nuestro anfitrión y anfitriona y sus invitados, es Navidad y la vieja casa está llena de invitados, y después nos vamos a la cama. Nuestra habitación es muy antigua. Está recubierta de tapices. No nos gusta el retrato de un caballero vestido de verde colocado sobre la repisa de la chimenea. En el techo hay grandes vigas negras y para nuestro acomodo particular contamos con una enorme cama negra a la que en los pies le sirven de apoyo dos figuras negras también grandes que parecen salidas de dos tumbas de la antigua iglesia que tenía el barón en el parque. Pero no somos un noble supersticioso, y no nos importa. ¡Todo v-, bien! Despedimos a nuestro criado, cerramos la puerta y nos sentamos delante del fuego vestido: con el camisón, meditando en muchas cosas. Final mente, nos metemos en la cama. ¡Muy bien! No podemos dormir. Damos vueltas y más vueltas, pero no podemos dormir. Las ascuas de la chimenea arden bien y dan a la habitación un aspecto fantasmal No podemos evitar escudriñar, por encima del cobertor, las dos figuras negras y el caballero… ese caballero vestido de verde y de apariencia perversa Con la luz parpadeante dan la impresión de avanza y retroceder: lo cual, a pesar de que no seamos et absoluto un noble supersticioso, no resulta agradable. ¡Muy bien! Nos ponemos nerviosos… más y más nerviosos. Decimos: «esto es una verdadera es tupidez, pero no podemos soportarlo; simularemos estar enfermos y llamaremos a alguien». ¡Muy bien Precisamente vamos a hacerlo cuando la puerta cerrada se abre y entra una mujer joven, de palidez mortal y de cabellos rubios y largos que se desliza hasta la chimenea, y se sienta en la silla que hemos dejado allí, frotándose las manos. Nos damos cuenta entonces de que su ropa está húmeda. La lengua se nos pega al velo del paladar y no somos capaces de hablar, pero la observamos con precisión. Su ropa está húmeda, su largo cabello está salpicado de barro húmedo, va vestida según la moda de hace do: cientos años, y lleva en su ceñidor un manojo de 11, ves oxidadas. ¡Muy bien! Se sienta allí y ni siquiera podemos desmayarnos del estado en el que no encontramos. Entonces ella se levanta y prueba todas las cerraduras de la habitación con las llaves oxidadas, sin que encuentre ninguna que vaya bien; después fija la mirada en el retrato del caballero vestido de verde y con una voz baja y terrible exclama:
«¡El hombre lo sabe!» Después se vuelve a frotar las manos, pasa junto al borde de la cama y sale por la puerta. Nos apresuramos a ponernos la bata, cogemos las pistolas (siempre viajamos con ellas) y la seguimos, pero encontramos la puerta cerrada. Damos la vuelta a la llave, miramos en el pasillo oscuro y no hay nadie. Lo recorremos tratando de encontrar a nuestro criado. No es posible. Recorremos el pasillo hasta que despunta el día y luego regresamos a nuestra habitación vacía, caemos dormidos y nos despierta nuestro criado (nunca hay nada que le hechice a él) y el sol brillante. ¡Muy bien! Tomamos un desayuno terrible y todos dicen que tenemos un aspecto extraño. Después del desayuno paseamos por la casa con nuestro anfitrión, y le conducimos hasta el retrato del caballero vestido de verde, y entonces se aclara todo. Se comportó con falsedad con una joven ama de llaves unida en otro tiempo a esa familia, y famosa por su belleza, que se ahogó en un lago y cuyo cuerpo fue descubierto al cabo de mucho tiempo porque los ciervos se negaban a beber el agua. Desde entonces se ha dicho entre susurros que ella atraviesa la casa a medianoche (pero que va especialmente a esa habitación, en donde acostumbraba a dormir el caballero vestido de verde) probando las viejas cerraduras con las llaves oxidadas. ¡Bien! Le contamos a nuestro anfitrión lo que hemos visto, y una sombra cubre sus rasgos tras lo que nos suplica que guardemos silencio; y así se hace. Pero todo es cierto; y lo contamos, antes de morir (ahora estamos muertos) a muchas personas responsables.