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al muchacho con su tratamiento duro y cruel. Ella nada sabía de tales cosas. Se ha dicho que en el dormitorio de ella había una jaula en la que el tutor solía encerrar al muchacho. Es falso. Sólo había un gabinete. Ella se acostó, no hizo llamada alguna durante la noche, pero por la mañana le dijo con toda tranquilidad a la doncella cuando ésta entró:

– ¿Quién es ese guapo mocito de aspecto abandonado que estuvo mirando hacia fuera desde el gabinete toda la noche?

La doncella contestó lanzando un fuerte grito y echando a correr al instante. La dama se sorprendió de aquello, pero era una mujer de notable fuerza mental, por lo que se vistió ella sola, bajó las escaleras y acudió a reunirse con su hermano:

– Walter, toda la noche me ha estado inquietando un guapo mocito de aspecto abandonado que constantemente miraba hacia fuera desde el gabinete que hay en mi habitación, y que no puedo abrir. Ahí debe haber algún truco.

– Me temo que no, Charlotte -contestó el hermano-, pues es la leyenda de la casa. Es el huérfano. ¿Qué es lo que hizo?

– Abrió la puerta con suavidad y miró hacia fuera. A veces penetraba uno o dos pasos en la habitación. Entonces yo le llamaba, para animarle, y él se encogía, se estremecía y volvía a meterse de nuevo, cerrando la puerta.

– Charlotte, el gabinete no tiene comunicación con ninguna otra parte de la casa, y está cerrado con clavos.

Aquello era indudablemente cierto y dos carpinteros necesitaron una mañana entera para abrir la puerta y poder examinar el gabinete. Sólo entonces Charlotte quedó convencida de que había visto al huérfano. Pero lo terrible de la historia es que fue visto sucesivamente por tres de los hijos de su hermano, todos los cuales murieron jóvenes. En cada ocasión, el niño enfermaba, regresaba a casa con fiebre, doce horas antes de la muerte, y le decía a su madre que había estado jugando bajo un cierto roble que había en un prado con un chico extraño, un chico de buen aspecto, pero que parecía abandonado, que era muy tímido y le hacía señas. A partir de esa experiencia fatal los padres llegaron a saber que se trataba del huérfano, y que el destino del niño al que había elegido como compañero de juegos estaba seguramente fijado.

La novia del ahorcado

Era una auténtica casa antigua de muy curios descripción, en la que abundaban las viejas tallas las vigas, los tablones, y que tenía una excelente antigua caja de escalera con una galería o escales superior separada de la primera por una curiosa estacada de roble viejo o de caoba de Honduras. Es y seguirá siendo durante muchos años una casa de notable pintoresquismo; y en la profundidad d los viejos tablones de caoba habitaba un misterio grave, como si fueran lagunas profundas de agua o,, cura, como las que sin duda habían existido entre ellos cuando eran árboles, dando al conjunto un carácter muy misterioso a la caída de la noche.

Cuando nada más bajar del coche el señor Goodchild y señor Idle se presentaron por primera vez en la puerta y penetraron en el sombrío y hermoso salón, fueron recibidos por media docena d ancianos silenciosos vestidos de negro, todos exactamente igual, que se deslizaron escaleras arriba junto a los serviciales propietario y camarero, pero sin que pareciera que se estuvieran entrometiendo en su camino, o les importara si lo estaban haciendo no, y que se apartaron hacia la derecha y la izquierda de la vieja escalera cuando los huéspedes entraron en la sala de estar. Era un día claro y brillante, pero al cerrar la puerta el señor Goodchild dijo: -¿Quién demonios son esos ancianos?

Y poco después, cuando ambos salieron y entraron, no observaron que hubiera anciano alguno. Desde entonces los ancianos no volvieron a reaparecer, ni siquiera uno de ellos. Los dos amigos habían pasado una noche en la casa pero no habían vuelto a verlos. El señor Goodchild paseó por la casa, revisó los pasillos y miró en las puertas, pero no encontró ningún anciano; por lo visto, ningún miembro del establecimiento echaba en falta a anciano alguno ni lo esperaba.

Otra circunstancia extraña llamó la atención de los dos amigos. Era que la puerta de la sala de estar no se quedaba quieta un cuarto de hora entero. La abrían con titubeos, o confiadamente, la abrían un poco, o mucho, pero siempre la volvían a cerrar de golpe sin una palabra de explicación. Los dos amigos estaban leyendo, o escribiendo, o comiendo, bebiendo, hablando o dormitando; la puerta se abría siempre en un momento inesperado y ambos miraban hacia ella, la volvían a cerrar de nuevo y no veían a nadie. Cuando esto había sucedido ya unas cincuenta veces, el señor Goodchild le dijo a su compañero en tono de broma:

– Tom, empiezo a pensar que había algo raro en aquellos seis ancianos.

Llegó la segunda noche y ellos estaban escribiendo desde hacía dos o tres horas; escribían una parte de las perezosas notas de las que se han sacado estas perezosas páginas. Habían dejado de escribir, depositando las gafas sobre la mesa, entre ellos. La casa estaba cerrada y tranquila. Alrededor de la cabeza de Thomas Idle, que estaba acostado en su sofá, se hallaban suspendidas guirnaldas de humo fragante Las sienes de Francis Goodchild se hallaban similarmente decoradas mientras estaba recostado hacia, atrás en su sillón, con las dos manos entrelazada: tras la cabeza y las piernas cruzadas.

Habían estado hablando de varios temas, sin omitir el de los extraños ancianos, y se encontraban ocupados todavía en esa conversación cuando el señor Goodchild cambió de actitud abruptamente a tiempo que se ponía a darle cuerda a su reloj. Empezaban a sentirse lo bastante adormecidos como par, dejar de hablar por una actividad tan ligera. Thomas ldle, que estaba hablando en ese momento, s, detuvo y preguntó:

– ¿Qué hora es?

– La una-contestó Goodchild.

Y como si hubiese ordenado algo a uno de lo, ancianos, y la orden fuera ejecutada con prontitud (y a decir verdad todas las órdenes eran obedecida, así en aquel excelente hotel), se abrió la puerta i apareció en ella uno de los ancianos. No entró, sino que se quedó en pie con la mano en la puerta.

– ¡Tom, por fin, uno de los seis! -exclamó el señor Goodchild con un susurro de sorpresa-. ¿En qué puedo servirle, señor?

– ¿En qué puedo servirle, señor? -repitió el anciano.

– Yo no llamé.

– La campana lo hizo -replicó el anciano.

Dijo campana de un modo profundo y potente, como si se estuviera refiriendo a la campana de la iglesia.

– Creo que tuve el placer de verle ayer-comentó Goodchild.

– No puedo estar seguro de ello -fue la respuesta del ceñudo anciano.

– Creo que me vio, ¿no le parece?

– ¿Le vi? -preguntó el anciano-. Claro que le vi. Pero veo a muchos que nunca me ven a mí.

Era un anciano reservado, lento, terroso y estable. Un anciano cadavérico de lenguaje calibrado. Un anciano que parecía incapaz de pestañear, como si le hubieran clavado los párpados a la frente. Un anciano cuyos ojos, dos puntos de fuego, no tenían más movimiento que el que le permitiría el hecho de tenerlos unidos con la nuca por unos tornillos que le atravesaran el cráneo y estuvieran remachados y sujetos por el exterior, entre su cabello gris.

La noche se había vuelto tan fría para la capacidad sensorial del señor Goodchild que se estremeció. Comentó a la ligera, como excusándose:

– Me da la impresión de que hay alguien caminando sobre mi tumba.

– No -repuso el extraño anciano-. No hay nadie allí.

El señor Goodchild miró a ldle, pero éste estaba con la cabeza envuelta en humo.

– ¿Que no hay nadie allí? -dijo Goodchild.

– No hay nadie en su tumba, se lo aseguro -contestó el anciano.

Había entrado y cerrado la puerta, y ahora se sentó. No se dobló para sentarse como hacen las otras personas, sino que dio la impresión de hundirse mientras estaba erguido, como si cayera en un cuerpo de agua, hasta que la silla le detuvo.