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– Mi amigo, el señor Idle -dijo Goodchild, deseoso de introducir a una tercera persona en la conversación.

– Estoy al servicio del señor Idle -dijo el anciano sin mirarle.

– Si vive usted aquí desde hace tiempo -empezó a decir Francis Goodchild.

– Así es.

– Entonces quizá pueda aclararnos una cuestión acerca de la cual mi amigo y yo dudábamos esta mañana. Han ahorcado criminales en el castillo, ¿no es así?

– Así lo creo -contestó el anciano.

– ¿Les colocan con el rostro vuelto hacia esa noble vista?

– Te colocan la cabeza de cara al muro del castillo -repuso el otro-. Cuando estás colgado, ves que sus piedras se expanden y contraen violentamente, y una expansión y contracción similares parecen tener lugar en tu propia cabeza y en tu pecho. Luego se produce una acometida de fuego y un terremoto, y el castillo salta por el aire y tú caes por un precipicio.

Daba la impresión de que le molestaba la corbata. Se llevó la mano a la garganta y movió el cuello de un lado a otro. Era un anciano cuya cara estaba como hinchada, y la nariz vuelta e inmóvil hacia un lado, como si tuviera un pequeño gancho insertado en esa ventanilla. El señor Goodchild se sentía muy incómodo y empezó a pensar que la noche era calurosa, en lugar de fría.

– Una potente descripción, señor -comentó.

– Una sensación potente -le corrigió el anciano.

El señor Goodchild volvió a mirar al señor Thomas Idle, pero Thomas estaba boca arriba con el rostro atento y vuelto hacia el anciano, sin hacer señal alguna de reconocimiento. En ese momento le pareció al señor Goodchild que unos hilos de fuego salían de los ojos del anciano en dirección a los suyos, y que se quedaban allí. (El señor Goodchild, al escribir el presente relato de su experiencia, afirma con la mayor solemnidad que tenía la poderosa sensación de que desde ese momento le obligaban a mirar al anciano a través de esos dos hilos de fuego).

– Debo decírselo -afirmó el anciano con una mirada pétrea y fantasmal.

– ¿Qué? -preguntó Francis Goodchild.

– Usted sabe dónde sucedió. ¡Ahí!

El señor Goodchild no pudo saber en ese momento, ni nunca lo sabrá, si el anciano señalaba a la habitación de arriba, o a la de abajo, o a cualquier habitación de la antigua casa, o una habitación de alguna otra casa antigua de esa vieja ciudad. Se sintió confundido por la circunstancia de que el índice de la mano derecha del anciano parecía introducirse en uno de los hilos de fuego, encenderse el propio dedo y hacer una embestida de fuego en el aire, como si señalara hacia algún lugar. Y tras señalar, deshizo el gesto.

– Usted sabe que ella era una novia -dijo el anciano.

– Sé que todavía envían tarta nupcial -comentó el señor Goodchild titubeando-. Esta atmósfera me resulta oprimente.

Ella era una novia, había dicho el anciano. Era una joven hermosa, de cabellos blondos y ojos grandes que no tenía carácter ni propósito. Una nada débil, crédula, incapaz e indefensa. No como su madre. No, no. Lo que reflejaba era el carácter del padre.

La madre se había preocupado de asegurárselo todo para ella, para su propia vida, cuando el padre de esta joven (una niña en aquel momento) murió (de un desvalimiento total, no de otra enfermedad) y entonces él renovó la amistad que en otro tiempo había tenido con la madre. Por dinero había dejado el campo libre al hombre de cabellos blondos y ojos grandes (o la no entidad). Pudo tolerar eso por dinero. Y quería una compensación en dinero.

Por ello regresó al lado de aquella mujer, la madre, volvió a enamorarla, bailó a su alrededor y se sometió a sus caprichos. Ella descargó sobre él todo capricho que tuviera, o pudiera inventar. Y él lo soportaba. Y cuanto más lo soportaba, más quería una compensación en dinero, y más decidido estaba a obtenerlo.

¡Pero ay! Antes de que la obtuviera, ella le engañó. En uno de sus estados imperiosos, se quedó congelada y no volvió a descongelarse. Una noche se llevó las manos a la cabeza, lanzó un grito, se quedó rígida, permaneció en esa actitud varias horas y murió. Y él no había obtenido, todavía, una compensación en dinero. ¡Qué el infierno se la llevase! Ni un solo penique.

La había odiado durante toda esa segunda relación y había ansiado vengarse de ella. Falsificó entonces la firma de ella en un documento en el que dejaba todo lo que tenía a su hija, de diez años entonces, a quien traspasaba absolutamente todas sus propiedades, y se designaba a sí mismo como el tutor de la hija. Cuando deslizó el documento bajo la almohada de la cama en la que yacía ella, se inclinó sobre un oído sordo de la muerta y susurró:

– Orgullosa amante, hace tiempo que había decidido que, viva o muerta, me compensarías con dinero.

Y así sólo quedaban ya dos. Él y la hermosa y estúpida hija de cabellos blondos y ojos grandes, que después se convertiría en la novia.

Él la sometió a disciplina. En una casa retirada, oscura y oprimente, la sometió a disciplina con una mujer vigilante y poco escrupulosa.

– Mi digna dama -le dijo-: tiene ante usted una mente que ha de ser formada, eme ayudará a formarla?

Aceptó el encargo. Pues también quería compensación en dinero, y la había obtenido.

La joven fue formada para que tuviera miedo de él, y en la convicción de que no podría escaparse. Desde el principio se le enseñó a considerarlo como a su futuro esposo, al hombre que debía casarse con ella, el destino que la ensombrecía, la certidumbre resignada de que nunca podría escapar. La pobre tonta era como cera blanca y blanda en las manos de ellos, y adoptó la forma con la que la modelaron. se endureció con el tiempo. Se convirtió en parte de si misma. Inseparable de sí misma hasta el punto d que esa forma sólo se separaría de ella si le quitara la vida.

Durante once años había habitado en la casa o: cura y su tenebroso jardín. Él tenía celos incluso d la luz y el aire que llegaban hasta ella, y procuraba mantenerla apartada. Cegó las amplias chimenea: ocultó las pequeñas ventanas, dejó que una hiedra de fuertes tallos se esparciera a su capricho por la fachada de la casa, que el musgo se acumulara en lo frutales sin podar que había en el jardín de muro rojos, que la hierba creciera sobre sus senderos ver des y amarillos. La rodeó de imágenes de pena y desolación. Procuró que estuviera llena de miedo hacia el lugar y las historias que sobre él le contaban, luego, con el pretexto de corregirla, la dejaba sola c la obligaba a que se encogiera en la oscuridad Cuando la mente de la joven se encontraba más deprimida y llena de terrores, entonces salía él de uno de los lugares en los que se ocultaba para vigilarla, se presentaba como su único recurso.

Así, siendo desde su niñez la única encarnación que se presentaba ante su vida con el poder de obligar y el poder de aliviar, el poder de atar y el pode de soltar, quedaba asegurada la ascendencia sobre la debilidad de la joven. Tenía ella veintiún años y veintiún días cuando él llevó a la tenebrosa casa a su boba, asustada y sumisa novia de tres semanas.

Para entonces había despedido ya a la institutriz, lo que le faltaba por hacer lo haría mejor solo, y una noche lluviosa llegaron al escenario de su prolongada preparación. Ella se volvió hacia él en el umbral con la lluvia goteando desde el porche y dijo:

– ¡Ay, señor, ahí está el reloj de la muerte sonando para mí!

– ¡Muy bien! ¿Y qué si así fuera? -respondió él. -¡Ay, señor! ¡Tráteme amablemente y tenga piedad de mí! Le suplico que me perdone. ¡Si me perdona haré cualquier cosa que usted quiera!

Eso se había convertido en la cantinela constante de la pobre tonta: «le suplico que me perdone». «Perdóneme».

No merecía ni que la odiara, sólo sentía desprecio por ella. Pero ella había estado mucho tiempo en su camino, y hacía también tiempo que él ya se había cansado, el trabajo estaba cerca del final y tenía que realizarlo.

– ¡Estúpida, sube las escaleras! -exclamó él.