Ella obedeció inmediatamente, murmurando: «haré todo lo que usted desee». Cuando entró en el dormitorio de la novia, habiéndose retrasado un poco por las fuertes cerraduras que tenía la puerta principal pues estaban solos en la casa, ya que había dispuesto que el personal de servicio tuviera libre el día), la encontró acobardada en la esquina más lejana, y allí de pie se apretaba contra las tablas de la pared como si quisiera meterse entre ellas. Tenía su cabello blondo alborotado sobre el rostro, y sus ojos grandes le miraban con un terror vago.
– ¿De qué tienes miedo? Ven y siéntate a mi lado. -Haré todo lo que quiera. Le suplico que me perdone, señor. ¡Perdóneme! -le dijo con su monótona cantinela, tal como acostumbraba.
– Ellen, mañana tendrás que escribir esto, de propio puño y letra. También procurarás que otros te vean atareada en hacerlo. Cuando lo hayas escrito todo perfectamente, y corregido todos los errores, llama a dos personas que haya en la casa y firma con tu nombre delante de ellos. Después métetelo en el pecho para que esté a salvo, y cuando mañana por la noche me vuelva a sentar aquí, me lo das.
Así lo haré todo, con el máximo cuidado. Haré todo lo que usted desee.
– Entonces no tiembles ni vaciles.
– Haré todo lo posible para evitarlo… ¡si usted me perdona!
Al día siguiente ella se sentó en el escritorio e hizo todo tal como se lo habían pedido. Con frecuencia él entraba y salía de la habitación, para observarla, y la veía siempre escribiendo lenta y laboriosamente: repitiéndose en voz alta las palabras que copiaba, con una apariencia totalmente mecánica, y sin preocuparse ni esforzarse por entenderlas, salvo de cumplir el encargo. Él vio que seguía las órdenes que había recibido en todos los aspectos; y por la noche, cuando estaban a solas de nuevo en el mismo dormitorio de la novia, él acercó su silla junto al hogar, ella se le acercó tímidamente desde su distante asiento, sacó el papel del pecho y se lo puso a él en la mano.
Ese documento le concedía todas las posesiones de la joven en caso de que muriera. Colocó a la joven ante él, cara a cara, para poder mirarla fijamente, y le preguntó con numerosas y claras palabras, ni más ni menos que las necesarias, si sabía lo que iba a pasar. Había manchas de tinta en el pecho de su vestido blanco, y hacía que su rostro pareciera todavía más marchito, y sus ojos más grandes, cuando asintió con la cabeza. Había manchas de tinta en la mano que extendió ante él poniéndose de pie, con la que se alisó y arregló nerviosamente su falda blanca.
La cogió por el brazo, la miró al rostro todavía con mayor fijeza y atención, y le dijo:
– ¡Y ahora, muere! He terminado contigo.
Ella se encogió y lanzó un grito bajo y reprimido.
– No voy a matarte. No pondré en peligro mi vida por ti. ¡Muere!
Y a partir de ese momento, un día tras otro, una noche tras otra se sentó delante de ella, en su tenebroso dormitorio, pronunciando la palabra o transmitiéndosela con la mirada. Siempre que levantaba sus ojos grandes y carentes de significado desde las manos en las que enterraba la cabeza hasta la figura rígida que estaba sentada en la silla con los brazos cruzados y la frente enarcada, leía en los ojos del hombre: «¡muere!» Cuando caía dormida, agotada, recuperaba estremecida la conciencia oyendo en susurros: «¡muere!» Cuando caía en su viejo ruego de ser perdonada, la respuesta era aún: «¡muere!» Después de haber pasado despierta y sufriendo la larga noche, cuando el sol naciente llameaba en la habitación sombría, oía como saludo:
– ¿Un día más y no te has muerto? ¡Muere! Encerrada en la desértica mansión, apartada d toda la humanidad y entregada a esa lucha sin respiro alguno, llegó a esta conclusión, que ella, o él, tenían que morir. Él lo sabía muy bien, y por ello con centró su fuerza contra la debilidad de la mujer Una hora tras otra la sujetaba por un brazo hasta que éste se ponía negro, y le ordenaba que muriera Y sucedió, una mañana ventosa, antes del amanecer. Él calculó que debían ser las cuatro y media pero no podía estar seguro porque se había olvidado de darle cuerda al reloj y se había parado. Ella se había apartado de él durante la noche con gritos repentinos y fuertes, los primeros que había expresa do así, y él tuvo que taparle la boca con las manos Desde ese momento ella se había quedado quieta en la esquina entablada en la que se había dejado caer,, él la había dejado y había vuelto a su silla, sentándose con los brazos cruzados y la frente ceñuda.
Más pálida bajo la pálida luz, más incolora que, nunca en el amanecer plomizo, la vio acercarse arrastrándose por el suelo hacia éclass="underline" una ruina pálida deformada por los cabellos, el vestido y los ojos salvajes, impulsándose hacia delante con una maní doblada e irresuelta.
– ¡Ay, perdóneme! Haré cualquier cosa. ¡Ay, señor, le ruego que me diga que puedo vivir!
– ¡Muere!
– ¿Tan decidido está? ¿No hay esperanza para mí?
– ¡Muere!
Ella tensó sus grandes ojos por la sorpresa y el miedo; la sorpresa y el miedo se transformaron en reproche; y el reproche en una nada vacía. Estaba hecho. Al principio él no se sintió muy seguro, salvo de que el sol de la mañana estaba colgando joyas en los cabellos de la joven. Vio el diamante, la esmeralda y el rubí brillando en pequeños puntos mientras la miraba, hasta que la levantó y la dejó sobre la cama.
Fue enterrada enseguida, y ahora todos se habían ido y él había tenido su compensación.
Tenía pensado viajar. Eso no significaba que quisiera malgastar su dinero, pues era un hombre ahorrativo y amaba terriblemente el dinero (en realidad, más que cualquier otra cosa), pero se había cansado de la casa desolada y deseaba volverle la espalda y olvidarla. Sin embargo, la casa valía dinero, y el dinero no debía tirarse. Decidió venderla antes de partir. Para que no pareciera tan en ruinas y obtener así un precio mejor, contrató algunos trabajadores para que asearan el jardín, cubierto de malas hierbas; para que cortaran el tronco muerto, podaran la hiedra que caía en enormes masas sobre las ventanas y el frente de la casa, y para que limpiaran los caminos, en los que la hierba llegaba hasta la mitad de la pierna.
Él mismo trabajó con ellos. Trabajó más tiempo que ellos, y una tarde, al oscurecer, se quedó trabajando a solas con el hocejo en la mano. Era una tarde de otoño y la novia llevaba ya cinco semanas muerta.
«Está oscureciendo demasiado para seguir trabajando -se dijo a sí mismo-. Terminaré por hoy» Detestaba la casa y le horrorizaba entrar en ella Contempló el porche oscuro, que le aguardaba como si fuera una tumba y comprendió que era una casa maldita. Cerca del porche, y cerca de donde t estaba, había un árbol cuyas ramas ondulaban frente al mirador del dormitorio de la novia, donde todo había sucedido. De pronto el árbol se meció le sobresaltó. Volvió a moverse, aunque la noche era tranquila. Al levantar la vista y mirar hacia él, vi una figura entre las ramas.
Era la figura de un hombre joven. Miraba hacia abajo, mientras él levantaba la vista; las ramas crujieron y se movieron; la figura descendió rápida mente y se deslizó hasta hallarse frente a él. Era u joven esbelto, aproximadamente de la edad de la novia, de largos cabellos de color castaño claro.
– ¿Qué tipo de ladrón eres tú? -le preguntó cogiendo al joven por el cuello.
El joven, al moverse para quedar libre, le lanzó un golpe con el brazo que le dio en la cara y la garganta. Se enzarzaron, pero el joven se liberó de él retrocedió gritando con gran ansiedad y horror:
– ¡No me toques! ¡Antes preferiría que me toca el diablo!
Se quedó quieto, con el hocejo en la mano, mirando al joven. Pues la mirada del joven era como complemento de la última mirada de la novia, y n había esperado volver a verla de nuevo.
– No soy un ladrón. Pero aunque lo fuera, no cogería una sola moneda de tu tesoro, aunque con ella pudiera comprarme las Indias. ¡Asesino!