Mientras los dos ancianos se frotaban las mano,, con esas palabras, surgió en la mente del señor Goodchild la idea de que se hallaba en la situación terrible de estar prácticamente a solas con el espectro, y que la inmovilidad del señor Idle se explicaba porque el encantamiento le había hecho quedarse dormido a la una. En el terror indescriptible que le produjo este descubrimiento repentino, se esforzó a máximo para liberarse de los cuatro hilos de fuego, que acabaron por partirse dejando un camino abierto. Como ya no estaba atado, cogió del sofá al señor Idle y bajó precipitadamente las escaleras con él.
– ¿Qué sucede, Francis? -preguntó el señor Idle-. Mi dormitorio no está aquí abajo. ¿Por qué diantres me estás transportando? Ahora puedo andar con un bastón. No quiero que me transporten. Déjame en el suelo.
El señor Goodchild lo dejó en el suelo del viejo salón y le miró con ojos enloquecidos.
– ¿Qué estás haciendo? ¿Lanzándote como un idiota sobre alguien de tu propio sexo para rescatar le o perecer en el intento? -preguntó el señor Idle con un tono bastante petulante.
– ¡El anciano! -clamó el señor Goodchild aturdido-. ¡Y los dos ancianos!
– La única anciana a la que pienso que te refieres -empezó a responder desdeñosamente el señor ldle, al tiempo que a tientas se abría camino por la escalera con la ayuda de su ancha balaustrada.
– Te aseguro, Tom -empezó a decirle el señor Goodchild ayudándole a su lado-, que desde que te quedaste dormido…
– ¡Ésa sí que es buena! -exclamó Thomas ldle-. ¡Si ni he cerrado un ojo!
Con la peculiar sensibilidad sobre el tema de la infeliz acción de quedarse dormido fuera de la cama, destino de toda la humanidad, el señor ldle persistió en esa declaración. La misma sensibilidad peculiar impulsó al señor Goodchild, al ser acusado del mismo crimen, a repudiarlo con honorable resentimiento. Así por el momento resultaba complicada la cuestión del anciano y de los dos ancianos, y poco después se volvería imposible. El señor ldle dijo que todo era un lío formado por fragmentos reordenados de las cosas que había visto y pensando durante el día. El señor Goodchild respondió que cómo iba a ser así si no se había dormido. El señor ldle añadió que él era el que no se había dormido, y que nunca se dormiría, mientras que el señor Goodchild, por regla general, estaba dormido siempre. En consecuencia, se separaron para el resto de la noche en la puerta de sus respectivos dormitorios, un poco enfadados. Las últimas palabras del señor Goodchild fueron que en esa real y tangible antigua sala de estar de la real y tangible posada (y suponía que el señor ldle no negaría la existencia de ésta), había tenido todas aquellas sensaciones y experiencias, que estaban ahora a una o dos líneas de completarse, y qué él lo escribiría todo e imprimiría todas las palabras. El señor ldle replicó que lo hiciera si ése era su deseo… y lo era, y ahora está ya escrito.
[De The Lazy Tour of Two Idle Apprentices]
La visita del señor Testador
El señor Testator alquiló una serie de habitaciones en Lyons Inn, pero tenía un mobiliario muy es caso para su dormitorio y ninguno para su sala de estar. Había vivido en estas condiciones varios meses invernales y las habitaciones le resultaban muy des nudas y frías. Un día, pasada la medianoche, cuando estaba sentado escribiendo y le quedaba todavía mucho por escribir antes de acostarse, se dio cuenta d, que no tenía carbón. Lo había abajo, pero nunca había ido al sótano; sin embargo, la llave del sótano es taba en la repisa de su chimenea y si bajaba y abría e sótano que le correspondía podía suponer que el carbón que en él hubiera sería el suyo. En cuanto a su lavandera, vivía entre las vagonetas de carbón y lo barqueros del Támesis, pues en aquella época había barqueros en el Támesis, en un desconocido agujero junto al río, en los callejones y senderos del otro lado del Strand. Por lo que se refiere a cualquier otra persona con la que pudiera encontrarse o le pudiera poner objeciones, Lyons Inn estaba llena de persona dormidas, borrachas, sensibleras, extravagantes, que, apostaban, que meditaban sobre la manera de renovar o reducir una factura… todas ellas dormidas (despiertas pero preocupadas por sus propios asuntos
El señor Testator cogió con una mano el cubo del carbón, la vela y la llave con la otra, y descendió a las tristes cavernas subterráneas del Lyons Inn, desde donde los últimos vehículos de las calles resultaban estruendosos y todas las tuberías de la vecindad parecían tener el amén de Macbeth pegado a la garganta y estar tratando de escupirlo. Tras andar a tientas de aquí para allá entre las puertas bajas sin propósito alguno, el señor Testator llegó por fin a una puerta de candado oxidado en la que ajustaba su llave. Tras abrir la puerta con grandes problemas y mirar al interior, descubrió que no había carbón, sino un confuso montón de muebles. Alarmado por aquella intrusión en las propiedades de otra persona, cerró de nuevo la puerta, encontró su sotanillo, llenó el cubo y volvió a subir las escaleras.
Pero los muebles que había visto pasaban corriendo incesantemente por la mente del señor Testator, como si se movieran sobre cojinetes, cuando a las cinco de la mañana, helado de frío, se dispuso a acostarse. Sobre todo deseaba una mesa para escribir, y el mueble que estaba al fondo del montón era precisamente un escritorio. Cuando por la mañana apareció su lavandera, salida de su madriguera, para hacerle el té, artificiosamente llevó la conversación al tema de los sotanillos y los muebles; pero resultó evidente que las dos ideas no se conectaron en la mente de la criada. Cuando ésta le dejó solo sentado ante el desayuno y pensando en los muebles, se acordó que el cerrojo estaba oxidado y dedujo de ello que los muebles debían estar almacenados en los sótanos desde hacía mucho tiempo… que quizá su propietario los había olvidado, o incluso había muerto. Tras pensar en ello varios días, durante los cuales no pudo obtener en Lyons Inn noticia alguna sobre los muebles, se desesperó y decidió tomar prestada la mesa. Lo hizo aquella misma noche. Y no tenía la mesa cuando decidió tomar prestado también un sillón; y todavía no lo tenía cuando pensó coger una librería, y luego un diván, y luego una alfombra grande y otra pequeña. Para entonces se había dado cuenta de que «se había aprovechado tanto de los muebles» que no podrían empeorar las cosas si los tomaba prestados todos. Y en consecuencia, lo hizo así y dejó cerrado el sotanillo. Siempre lo había cerrado tras cada visita. Había subido cada uno de los muebles en la oscuridad de la noche, y en el mejor de los casos se había sentido tan perverso como un ladrón de cadáveres. Todos los muebles estaban sucios y costrosos cuando los llevó a sus habitaciones, y tuvo que pulirlos, como si fuera un asesino culpable, mientras Londres dormía.
El señor Testator vivió en sus habitaciones amuebladas dos o tres años, o más, y gradualmente se fue acostumbrando a la idea de que los muebles eran suyos. Era ésa una sensación que le resultaba conveniente hasta que de pronto, una noche a una hora tardía, escuchó unos pasos en las escaleras, y una mano que rozaba la puerta buscando el llamador, y luego una llamada profunda y solemne que actuó como un resorte en el sillón del señor Testator, lanzándolo fuera de él, pues con gran prontitud atendió a la llamada,
El señor Testator se acercó a la puerta con una vela en la mano y encontró allí a un hombre muy pálido y alto; estaba un poco encorvado; sus hombros eran muy altos, el pecho muy estrecho y la nariz muy roja; un tipo verdaderamente cursi. Se envolvía en un raído y largo abrigo negro que por delante se cerraba con más agujas que botones, y oprimía bajo el brazo un paraguas sin mango, como si estuviera tocando una gaita.