Cuando Joaquinita entró a las diez de la mañana a llevarle el desayuno a doña Carmen, se la encontró con la frente apoyada en los cristales del balcón.
– Señorita, el desayuno.
– Hoy es día quince, Joaquinita.
– Sí, señorita.
– Hoy hace quince años… Pero fue un día hermoso. Tristemente hermoso. No lo olvidaré nunca.
– ¿De qué, señorita?
– Mis padres no me dejaron ir. Estuve todo el día en mi alcoba oyendo las campanas, llorando. Jamás hubo en el mundo mujer más triste, más desesperada… A las seis en punto de la tarde pasó el entierro por la plaza. Me empeñé en asomarme a las ventanas del desván. La pobre Antonia subió conmigo y me sujetaba de la cintura. Temía que me desmayase… Sus amigos lo llevaban en hombros. Otros llevaban cintas. El coche iba cargado de coronas… «Sus amigos no lo olvidan…» Estuvo parado el entierro unos minutos en la puerta del Juzgado, mientras le echaban el responso. Toda la plaza llena de gente… Había muerto Pepe Germán, el señorito más simpático y más guapo del pueblo. Desde la ventana veía la caja color caoba…, y a los curas…, y a sus hermanos de luto… Algunos se volvían a mirar hacia esta casa… Acabaron el responso. Sonó la música y la caja volvió a moverse sobre los hombros de sus amigos. La gente, rodeando el coche de las coronas, fue desapareciendo poco a poco por la calle del Campo… Antonia me tuvo que llevar a la cama casi desmayada.
Doña Carmen dejó de mirar por el cristal del balcón y se volvió hacia Joaquinita, que la escuchó impasible. Le dijo:
– Joaquinita, esta tarde tienes que ayudarme.
– Sí, señorita.
– A las cinco, cuando el señorito haya marchado al Casino, tú misma enganchas la tartana… sin que nadie se entere. Hemos de hacer un corto viaje.
– Sí, señorita.
Hacia las cinco y media de la tarde, por los solitarios paseos del cementerio, cubierta de nieve y entre una nevazón lenta pero persistente, avanzaba la tartana grande de doña Carmen. Llevaba las riendas Joaquinita, cubierta con un amplio mantón de lana.
Medio oculta en un rincón de la tartana, iba doña Carmen, con un abrigo de felpa y en la cabeza una especie de capuz. Entre las manos enguantadas, llevaba un breve ramo de flores. No hablaba. Joaquinita miraba, pálida e inexpresiva, al camino blanco. Doña Carmen, abrazada a las flores, llevaba la cabeza reclinada sobre el pecho. De vez en cuando salían de sus labios unas palabras a medias pronunciadas, casi inaudibles.
Dejaron la tartana en la puerta del cementerio y la señora, con paso muy rápido y seguida de la doncella, cruzó el paseo central del Cementerio Viejo, y torcieron hacia la derecha, hasta llegar a una gran sepultura de mármol blanco. Tras la puertecita de cristal de la hornacina había un crucifijo blanco, dos candelas apagadas, unas flores secas y un retrato desvaído de Pepe Germán.
Doña Carmen se puso de rodillas, colocó las flores sobre el mármol y reclinó la cabeza entre las manos.
Joaquinita, envuelta en un negro mantón, la miraba desde unos pasos de distancia, con las manos cruzadas sobre el pecho, con su bella cara inexpresiva, inmóvil.
Joaquinita no oía bien cuanto decía su señorita. Hablaba y hablaba en un tono que no sonaba a rezo. De vez en cuando se inclinaba y besaba el mármol nevado.
Llegó un momento en el que Joaquinita se vio el mantón completamente cubierto de nieve. Comenzaba a anochecer. Su señorita parecía haber callado. Con la cara entre las manos ya no estaba de rodillas, sino sentada en el suelo, y recostada sobre la tumba.
Unos murmullos próximos rompieron el silencio de la nieve. Joaquinita volvió la cabeza. Por el paseo central del Cementerio Viejo avanzaba una comitiva de gentes, tras cuatro hombres que llevaban un ataúd.
La chica se precipitó a avisar a su ama. Ésta parecía medio adormecida. Tenía los ojos enrojecidos. Un frío sudor -agua, como creyó Joaquinita al principio- corría por su frente. La llamó:
– Señorita, señorita, que viene gente… Vamos.
Doña Carmen balbuceó algo como en sueños, pero nada hizo por moverse.
– ¡Señorita…!
La tomó de las axilas y tiró de ella.
– Déjame, déjame… Déjame morir aquí, Joaquinita -dijo, rebelde, doña Carmen, volviéndose hacia el mármol.
Algunos acompañantes del entierro que llegaba se habían detenido al ver aquello. Durante unos momentos miraron indecisos. Veían a la chica que en vano intentaba levantar a aquella mujer.
– ¿Qué pasa? -dijo uno.
Joaquinita les hizo una seña para que se acercasen.
– ¡Si es doña Carmen…! -dijo alguno.
– Hagan el favor de ayudarme a llevar a la señora.
Sin hacer comentarios, dos de ellos ayudaron a Joaquinita a poner a doña Carmen de pie. Apenas se tenía. Andaba con mucha dificultad, como borracha. Entre Joaquinita y uno de ellos, tomándola en los brazos, la llevaron hasta la puerta del cementerio. Los demás se incorporaron al entierro.
Ya en la puerta la subieron a la tartana. Joaquinita tomó las riendas. La señora se reclinó en su hombro. El hombre que las ayudó quedó en la puerta del cementerio, junto al coche de los muertos, comentando el accidente con el cochero.
Aquella noche todo Tomelloso conocía el suceso… Y de la farmacia de don Gerardo llevaban balones de oxígeno para ver la forma de curar una bronconeumonía que según el médico, tenía la señora.
Las gentes se deleitaban en desenterrar los románticos y frustrados amores de doña Carmen con Pepe Germán y en comentar el caso cada uno a su manera.
A los ocho días de la escena del cementerio, don Gonzalo, el médico de cabecera de doña Carmen, liego a esto de las diez de la noche a la tertulia de Plinio y don Lotario en el «Casino de San Fernando». Don Gonzalo parecía satisfecho. Se frotó las manos y pidió café.
– ¿Qué tal esa enferma? -le preguntó don Lotario.
– Yo creo que bien -dijo, mesándose su enorme barba blanca-. Si Dios no dispone otra cosa, mi impresión es que la enfermedad ha hecho crisis. Ahora vengo de allí.
– Menos mal. Yo creí que no la saltaba.
– Y yo -añadió el médico.
Plinio callaba. Tenía muchas cosas que preguntarle a don Gonzalo. Era la primera noche desde la caída de doña Carmen que el médico iba al Casino, y pretendía ponerse al día de la situación de la familia y de la casa.
– ¿Qué dice don Onofre? -preguntó don Lotario.
– Nada. Ya sabéis cómo es. Parece que nada le afecte. No he visto hombre igual.
– Pues la cosa es gorda.
– Y tan gorda. Como para que lo trague a uno la tierra.
– Él consideraba que su mujer estaba un poco destemplada de nervios… -apuntó Plinio-. Me lo dijo a mí.
– Pero no hasta este extremo -dijo don Gonzalo-. Ella, como su madre, es muy sensible…, muy conservadora de sus afectos, diría yo… Últimamente la cosa fue en aumento.
– Tal vez la falta de hijos… -dijo Plinio.
– Desde luego. Eso le ha agudizado la sensibilidad hasta llegar a esto. Lo que nunca me expliqué, se lo he dicho a Manuel -apuntó el veterinario-, es cómo se casó con Onofre.
– Fue una boda impuesta por el padre de Carmen. Se sintió delicado. Ella quedaba sola y obsesionada por la muerte de Pepe. ¿Qué iba a ser de aquella chica? Yo, de una manera indirecta, intervine en ese matrimonio -dijo don Gonzalo con cierto pesar-. Onofre la quería… o su dinero, es igual. Onofre tiene sus cosas, pero como administrador y buena persona, lo es. El padre pensaba, y con razón, que así que se casara Carmen y tuviera hijos, todos sus romanticismos se los llevaría el diablo. Los hijos hacen olvidar todas las cosas… Y no digamos los amores de antaño. El capital, además, pasaba a sus manos. Yo hubiera hecho igual con una hija mía. ¿No te parece, Manuel?