Manuel asintió con la cabeza.
– Fallaron los hijos y falló todo -siguió don Gonzalo-. Ella volvió a sus quimeras. Últimamente era el colmo. La muerte de su padre y luego la desaparición trágica de Antonia agudizaron la cosa.
– ¿ Y cómo se prestó Joaquinita a acompañarla al cementerio y no comunicó ese estúpido proyecto a Onofre? -dijo Plinio.
– No lo sé. Desde luego, la chica no ve más que por los ojos de ella. Se la ganó en seguida. Como a todo el mundo; ya sabes cómo es Carmen… Puro corazón.
– ¿Le dijo algo Onofre de la escapada al cementerio? -preguntó Plinio a don Gonzalo.
– Ni una palabra… Sólo dice generalidades sobre la debilidad nerviosa de su mujer… Cuando Carmen sane habrá que someterla a una estrecha vigilancia… No me extrañaría nada que enloquezca totalmente.
– He visto entrar y salir mucho a una mujer vieja en la casa -dijo Plinio.
– Sí…, es una hermana de Pedro, el mayordomo, que la han llamado en lugar de la Antonia. A ti, Manuel -añadió don Gonzalo haciendo un inciso-, no se te va de la cabeza la muerte de Antonia.
Plinio negó con la cabeza.
– Eso tiene que salir un día -dijo el veterinario repitiendo palabras de Plinio en otro momento.
– O no -sentenció el guardia.
A las doce de la noche llamaron a don Gonzalo por teléfono al Casino. Hizo un gesto de extrañeza y fue a la cabina.
Al cabo de unos minutos volvió descompuesto y precipitadamente, tomó la capa de la percha. Sus dos contertulios quedaron mirándole.
– Ha muerto Carmen -balbució.
Y marchó.
Plinio quedó palidísimo. Parecía que se iba a marear. Cruzó los brazos a la altura de la barriga y quedó mirando al suelo sin decir palabra. Al cabo de un buen rato, sacó la petaca.
– Manuel, ¿quieres que vayamos por si hacemos falta?
– Ahora no, un poco más tarde.
Hacia las dos, cuando iban a cerrar el Casino, los dos amigos se encaminaron hacia la próxima calle de la Luz. Delante de ellos iban unos gañanes con cara de recién levantados. Llevaban en las manos unos grandes candelabros. Otros, delante, portaban un arcón color nogal. Todavía aguardaron un poco a que aquellos hombres, con sus trebejos de muerte, entraran en la casa de los balcones.
La puerta de la calle estaba abierta. En el portal, según costumbre, habían dejado los gañanes la tapa del arcón para significar que había un muerto en la casa.
Don Lotario y Plinio subieron la escalera lentamente. En el patio de arriba encontraron a Pedro el mayordomo, que iba y venía lloriqueando.
– Don Onofre está ahí, en el comedor -les señaló.
Entraron. Don Onofre estaba sentado junto a la misma mesa y en el mismo sillón que aquella tarde que invitó a Plinio a jerez y a bizcochos. Le acompañaban su hermano, don Gonzalo, don Felipe, el cura, que estaba dando cabezadas, y el padre de Joaquinita, Inocente, que se hallaba un poco aparte, como guardando las distancias de los señores que estaban junto a la mesa.
Le dieron el pésame. Don Onofre se inclinó un poco para alargarles la mano y volvió a sus posturas habituales de mirarse las uñas, o pasarse la mano por el pelo. Su rostro 110 reflejaba la menor emoción. El más afectado parecía don Gonzalo, que no levantaba los ojos del suelo, con gesto de ausencia y amargura.
En las habitaciones próximas se oía ir y venir de pasos, muebles que se abrían y cerraban.
Entró Ambrosia, la vieja sirvienta que sustituyó a Antonia, y dijo con voz de misa:
– Señorito, ahí están las monjas que vienen a amortajarla.
Don Onofre se levantó pausadamente y fue hacia la puerta del comedor; se asomó a ella.
– Pasen, hermanas.
Las dos monjas se pararon apenas a un paso de la puerta, ya en el comedor, y dieron el pésame a don Onofre en voz muy baja y llena de eses. Don Onofre les dio las gracias en una voz parecida, imperceptible. Luego, les hizo cruzar todo el comedor hasta la puerta opuesta. Las monjas, al pasar entre Jos hombres que estaban sentados, hicieron una breve inclinación de cabeza. Entraron seguidas de don Onofre.
Plinio se dirigió a don Gonzalo:
– ¿Qué ha pasado?
Don Gonzalo, sin levantar los ojos del suelo, se encogió de hombros.
– Un colapso, Manuel, un colapso -dijo el hermano de don Onofre, que era un hombrecillo insignificante que miraba con los ojos muy entornados.
Plinio miró a don Gonzalo.
– No cabe otra cosa -dijo como para sí.
– Debió de ser a los pocos minutos de marcharse don Gonzalo -dijo el hermano dirigiéndose a don Lotario.
Había entrado don Onofre y, mientras volvía a su asiento, se dirigió al veterinario como enlazando sus palabras con las de su hermano:
– Fue terrible -dijo mirándose las manos-. Cuando marchó don Gonzalo y dijo que la enfermedad había hecho crisis, todos los de la casa nos pusimos alegres, muy alegres. Ya pueden ustedes imaginarse, después de ocho o diez días de zozobra… Ella quedó durmiendo, cené luego y nos quedamos de tertulia, aquí en el comedor, mi hermano, Inocente y yo. Hacia las doce pensé en retirarme. Me disponía esta noche a dormir con tranquilidad. Nos despedimos. Entré en la alcoba para ver si seguía durmiendo. Joaquinita quedaría velándola. Me incliné a darle un beso sin encender la luz… y la noté enormemente fría… Encendí la luz…, llamé a todos. Estaba muerta, muerta de hacía mucho rato.
Volvió el silencio. El cura dio una cabezada tan grande, que se despabiló.
Entró Joaquinita con los ojos llorosos:
– Señorito, dicen las monjas que si tienen un rosario bueno para ponérselo ahora, que luego se lo quitarán.
Don Onofre se pasó la mano por la frente como haciendo memoria.
Plinio la miró de arriba abajo, y para sus adentros no pudo evitar el decir: «¡Qué hermosa es…!»
Don Onofre se levantó pesadamente y marchó seguido de Joaquinita.
El cura volvió a dormirse. El médico seguía mirando al suelo al tiempo que se acariciaba la barba. Don Lotario liaba otro cigarro. El hermano bostezó. Plinio miraba a las paredes. Vio el retrato del padre de Carmen, vestido de etiqueta, con una gran condecoración en el pecho. Más arriba, el retrato del abuelo, vestido con el hábito de Calatrava. A la derecha y a la izquierda más retratos de los hermanos de doña Carmen, de hermanas y tías.
«Esta noche ha muerto el último Calabria de la dinastía -pensaba Plinio-, se acabaron los Calabria en Tomelloso… ¡Qué pronto se han acabado los Calabria…! Ellos, que durante tantos años fueron los amos, el no va más…»
Volvieron don Onofre y Joaquinita. Ella llevaba un rosario dorado entre las manos. Inocente miró a su hija con ojos amorosos.
El entierro fue a última hora de la tarde. Acudieron todos los estandartes y banderas de cofradías y asociaciones religiosas. Presidió el duelo el mismo don Onofre, vestido de riguroso luto y con el pelo empapado de brillantina. Los criados de la casa llevaban el féretro en hombros. Entre ventanas se vieron las caras llorosas de Joaquinita y de la hermana de Pedro. La comitiva paraba cada veinte pasos para oír un responso. La encabezaban todo el clero parroquial con gran cruz alzada. El todo Tomelloso iba detrás, dando la despedida a la última descendiente de la familia que señoreó el pueblo desde los albores del siglo XVIII. Plinio iba junto al veterinario y don Gonzalo en el duelo.