Los días siguieron su curso. La casa de doña Carmen se cerró a cal y canto y las gentes comenzaron a hacer cabalas sobre el futuro matrimonial de don Onofre.
El verano llegó muy pronto y Plinio se aburría mucho. Desde la muerte de Antonia apenas había tenido otro trabajo que el rutinario. Se pasaba el día entero en el Casino, viendo periódicos o de mirón en las partidas gordas. Después de cenar le acompañaba el veterinario. Don Gonzalo, no. Desde la muerte de Carmen no se le vio más por el Casino. Alguna vez lo encontró por la calle subido en la berlina amarilla. Parecía desmejorado y sin ganas de hablar con nadie. Una triste sombra nublaba sus viejos ojos azules. Plinio lamentaba esta separación de su viejo contertulio. La verdad era que para un buen médico como él, el golpe había sido muy grande, pero la cosa no era para tanto… Plinio tenía muchas ganas de hablar con él largo y tendido, pero esperaba una ocasión propicia. Los asuntos de una casa que procedía de los comienzos del siglo XVIII había que tomarlos con mucha calma.
Los jueves por la noche la Banda Municipal tocaba en la plaza, y Plinio, como todos los socios del Casino, se sentaba en la terraza a escucharla. Entre los árboles de la glorieta jugaban los chicos y la gente del campo se agolpaba en torno al tablado que se alzaba, pintado de verde, junto a la puerta del Ayuntamiento. Por las aceras de las calles que desembocaban en la plaza paseaban las señoritas y sus galanteadores. Los curas se sentaban en la puerta de la sacristía, junto a un velador de madera del cercano Casino. Era un estar y no estar en el Casino; un estar y no estar en la iglesia.
Una de aquellas noches, vio Plinio que la criada de don Gonzalo se dirigía a los curas con cierta precipitación. La escuchó don Felipe con mucha atención. Marchó la criada, don Felipe se tomó la copula de anís de un trago y entró en la sacristía. Al poco salió con la teja puesta, hacia la calle de la Independencia.
Mucha gente del Casino se dio cuenta de aquello y en las tertulias próximas a Plinio comenzaron a hacer comentarios de quién podría haber malo en casa de don Gonzalo. Él no podía ser, porque muchos aseguraban haberlo visto aquel mismo día.
La Banda comenzó a tocar Don Quintín el Amargao, y Plinio prestó su atención a aquellos compases. Le hubiese gustado comentar el asunto de don Gonzalo con el veterinario, pero aquel día estaba en una casería vacunando ganado.
Cuando acabó el concierto y la gente comenzaba a desplazarse, el camarero se aproximó a Plinio y le dijo que le llamaba don Felipe. Plinio fue hacia la puerta de la sacristía. Al verle llegar, don Felipe se adelantó a él.
– ¿Me llamaba?
– Haga usted el favor de ir a casa de don Gonzalo, que quiere hablar con usted -le dijo con tono muy misterioso.
– ¿Qué le pasa a don Gonzalo?
– Está bastante mal… No creo que sea decisivo, pero él está muy asustado.
– ¿De qué se trata?
– Vaya usted -dijo el cura con gravedad-. Yo le he aconsejado esta entrevista.
Y miró a Plinio con ojos misteriosos, casi policíacos, como solía ponerlos don Lotario.
Cuando la mujer de don Gonzalo entró a Plinio en la habitación del médico, éste estaba sentado en la cama, con mucha fatiga y gesto caído. A Plinio le pareció asma o cosa así. Tenía puesto el médico un camisón tan blanco que la barba de plata no se distinguía apenas sobre la tela.
– Siéntate, Manuel -le dijo con fatiga al verlo entrar en la habitación.
– ¿Qué le pasa, don Gonzalo?
– Siéntate, siéntate aquí, junto a mí -dijo con cierta ansiedad.
Plinio acercó una descalzadora y se sentó junto a la cama.
– Déjanos solos -dijo don Gonzalo a su mujer, que permanecía en la puerta.
La mujer se retiró y cerró con cuidado.
– Usted dirá.
Don Gonzalo, cuando parecía que iba a hablar, inclinó la cabeza y comenzó a tocarse la barba con desesperación, como no sabiendo por dónde empezar.
Plinio aguardó pensando que no debía fumar allí, a pesar de las ganas que tenía y de lo bien que a él se le daba escuchar y pensar con un cigarro en la boca.
– Lleva razón don Felipe -dijo don Gonzalo, como convenciéndose a sí mismo-. Debí hablarte de este asunto hace mucho tiempo, pero… Todavía, en conciencia, no estoy seguro, Manuel, no estoy seguro… Llevo tres meses dándole vueltas a la cabeza…, es mi obsesión. Me refiero a la muerte de doña Carmen Calabria.
Plinio levantó bruscamente la cabeza y quedó mirando al médico con sus ojillos, siempre entornados y maliciosos, mejor: socarrones.
– ¿Tú te acuerdas que os dije en el Casino aquella misma noche que estaba fuera de peligro, que la enfermedad había hecho crisis…? ¡Yo sé lo que es una pulmonía, Manuel! He tenido miles de casos en mi vida. Y, de pronto, aquella mujer muere, muere a los pocos minutos de salir yo de allí. ¿Recuerdas que dijo don Onofre que a las doce el cadáver estaba frío? Dijeron que fue un colapso… En este sentido firmé yo el certificado de defunción. ¡Pero si aquella mujer, Manuel, tenía el corazón como un toro! Su estado general siempre fue bueno. Su debilidad, la debilidad ingénita de todos los Calabria, a ella le afloró en los nervios, en una sensibilidad enferma. Pero, ¿su corazón…? Y la sangre le circulaba muy bien, Manuel, pero que muy bien…
– Entonces, ¿qué cree usted que pasó?
– Su cara no me gustó nada -siguió don Gonzalo sin responder directamente a Plinio-. ¿Tú no la viste?
– No.
– Estaba desencajada, con una contracción rara… No la olvidaré nunca. Tenía las uñas clavadas en el pecho…, sus propias uñas…
Don Gonzalo calló. La fatiga le ahogaba. Descansó un poco. Luego, continuó:
– Yo estaba completamente aturdido, Manuel. Todos aquellos síntomas me parecieron un poco anormales, pero ¿hasta qué punto estaba yo seguro? Uno siempre desconfía de su sabiduría. Cada enfermo es un caso particularísimo. ¿Por qué a aquella mujer no pudo pasarle algo que yo ignoro? Durante el velatorio yo no dejaba de darle vueltas a la cabeza pensando qué podría ser aquello…, recordando todos los casos que había visto de muertes repentinas. Opté por la posición más cómoda, lo confieso: la de desconfiar de mí, la de creer que no tenía la convicción suficiente para solicitar la autopsia de doña Carmen. Ello suponía una acusación, tal vez gratuita a los de la casa. A su mismo marido, que tú sabes que es un alma de Dios. Íbamos a dar la campanada, y al final yo podía quedar en ridículo. No se trataba de unos cualquiera. Ya sabes tú lo que pesan estas cosas en un pueblo. Cuando la enterraron, descansé. Mejor dicho: creí descansar. Pero no. Entonces fue cuando comenzó mi verdadero martirio. La cosa ya no tenía remedio. Si había habido violencia, quedaría impune por mí cobardía… Y llevo tres meses, Manuel, dándole vueltas y vueltas al asunto. Por culpa de ello he desmejorado y me encuentro enfermo, muy enfermo… Porque cada día veo con más claridad que hice mal… Y a estas alturas, estoy convencido, que Dios me perdone, que doña Carmen Calabria no murió de muerte natural.
– ¿ Cómo cree usted que murió?
– Asfixiada.
– ¿Asfixiada, cómo?
– Seguramente con la almohada.
– Si ahora se exhumara el cadáver, ¿se sacaría algo en claro?
– No. Si hubiera sido veneno, tal vez, pero los pulmones no aguantan mucho bajo tierra.
Plinio, sin darse cuenta, había liado un cigarro y lo encendió.