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– ¿Y qué más? -preguntó el veterinario.

– Pues nada más… La casa tiene su ritmo de siempre. Nada me llamó la atención, si he de ser sincero.

– Don Gonzalo tiene la palabra -dijo Plinio.

Don Gonzalo quedó silencioso y con una sonrisa que quería ser diabólica.

– ¿Y qué? -preguntó don Felipe, impaciente. Don Gonzalo miró a todos, haciéndose el interesante.

– Venga, suelte -insistió el cura.

– ¡La bomba! -dijo el médico-. O yo no sé lo que me traigo entre manos, o Joaquinita está preñada de tres o cuatro meses.

La noticia produjo el efecto esperado. El cura cubrió completamente sus ojos con las cejas.

– ¿Es que se le nota? -dijo, señalándose el vientre.

– No, ahí no -afirmó el médico-: en la cara.

El cura hizo un gesto de escepticismo.

– ¿ Es que no me cree usted, don Felipe? -preguntó el médico, muy picado.

– Hombre, cómo no lo voy a creer… Es que la cosa es gorda.

– Sí, señor, muy gorda; pero hay mujeres que se les nota el embarazo en seguida. Y ésta es una. Tiene un paño en la cara que a mí no se me despinta.

El cura volvió a menar la cabeza.

– Además estoy seguro que tiene vómitos y que es mal embarazo. Y usted, si se hubiera fijado, habría visto lo mismo…

– Yo no entiendo de eso.

El veterinario sacó una risa de conejo.

– ¡No, no entiendo, y es natural! -dijo el cura, mosqueado.

– ¿Tú qué dices de eso, Manuel? -preguntó el veterinario a su oráculo.

– Me extraña que don Onofre cometa una pifia así.

– A lo mejor él no lo sabe -saltó el cura, ya en situación.

– Buena idea -dijo el veterinario.

Todos asintieron y el cura se esponjó, pasándose los dedos por las cejas.

– Si las cosas son como dice don Gonzalo, la situación se aclara mucho -añadió Plinio,

– Naturalmente -dijo el médico.

– Claro, que no por eso aumentan las pruebas de la muerte de Antonia y del posible asesinato de doña Carmen.

– Esta niñota lo que quiere es casarse con Onofre -exclamó el cura.

– Manuel, ¿no convendría poner en guardia a don Onofre? -dijo don Lotario.

Plinio movió la cabeza con gesto escéptico.

– No. Primero porque no hay pruebas… Lo segunda es que si las cosas han ocurrido como suponemos, no sabemos hasta qué punto don Onofre pueda ser ajeno a las maquinaciones de Joaquinita.

El veterinario asintió.

– ¡Qué mundo, qué mundo, Dios mío! -exclamó el cura-. Pero si esa Joaquinita es una cría…

– … Muy guapa -cortó Plinio.

– ¡Si Onofre es un alma de Dios! -volvió a decir sin pararse en la aclaración del guardia.

– Sí, pero él se trajo a la chica a servir a su casa. Es hija de unos caseros que tiene don Onofre allá en Ruidera.

– Mira, Manuel -dijo el cura-, a la tal Joaquinita no la he tratado en mi vida, pero a Onofre sí. Fuimos a la escuela juntos. No digo que no pueda haber sentido tentaciones ante la moza una vez viudo, pero eso siempre que lo haya comprometido ella. Él es hombre sin energía y de muy cortas iniciativas. Y, desde luego, de crímenes ni hablar… Él es tontaina, como todos sabéis, para entendernos pronto.

– Sí, sí, fíate de los tontos -dijo el médico.

– Me fío, y usted también, que lo conoce como yo -cortó el cura-. Es incapaz… ¿No te parece, Manuel?

– Yo me atengo a lo que vaya trayendo el tiempo. Apenas he tratado a don Onofre, aunque me inclino a lo que usted dice.

– El aguantar durante quince años a una mujer enferma de los nervios, que por añadidura está obsesionada por el recuerdo de su primer novio, puede dar iniciativas al más lerdo -dijo el médico.

– Desde luego la cosa tiene miga -confirmó don Lotario.

– Si a ello se añade que tiene al lado a una persona con gran imaginación llamada Joaquinita… -dijo don Gonzalo mirando al cura.

– Todo puede ser…, todo puede ser. En este maldito mundo… Pero como él es tan tranquilón y tan buenazo, se le hace a uno cuesta arriba -exclamó el cura.

– Sí, don Felipe, algunas veces tienen ustedes razón y la carne es el demonio -dijo el veterinario.

– Yo lo que quisiera saber es qué hemos de hacer para evitar mayores males. Algo se podrá hacer, ¿no? -preguntó el cura.

Plinio movió la cabeza con escepticismo.

– Entonces, cruzarnos de brazos y a esperar -siguió el cura con indignación.

– No se ponga usted así, don Felipe -dijo Plinio con ademanes calmosos-. Veamos: vamos a ponernos en el más fácil de los casos: que tuviéramos la evidencia de que la causante de todo era Joaquinita con la ignorancia total de don Onofre. Bien. Lo que procedería en tal situación era prevenirle… Prevenirle era acusar abiertamente a Joaquinita. ¿De qué? Primero de un crimen que ocurrió el carnaval pasado, sin prueba alguna de que fuese ella. Segundo, de que remató a doña Carmen. ¿Fundados en qué? En un parecer del médico incomprobable. Usted tal vez como sacerdote podría hacerlo; sin embargo, yo no se lo aconsejaría. No se puede acusar tan gravemente a nadie sin pruebas decisivas, máxime si ella tiene ya, como afirma don Gonzalo, un hijo de don Onofre en sus entrañas… Si a esto se añade que ignoramos hasta qué punto pueda tener parte don Onofre en esa supuesta culpabilidad de su criada, hace, a mi juicio, totalmente improcedente la intervención prematura. Por eso no me cansaré de aconsejarles, al menos es lo que yo haré como único representante de la justicia, el esperar. Dice usted con razón, don Felipe, que hay que evitar mayores males. Yo no los espero ya. Sea quien quiera el culpable, o sean los dos, ya tienen el camino expedito para lograr sus fines. Nadie les puede estorbar. La boda se hará sin impedimento y, si hay embarazo, se hará inmediatamente. La vida de nadie corre ya peligro. Y, sin embargo, si se tiene paciencia, el tiempo puede poner en claro las cosas y la justicia llegar a su fin.

– Tienes muchísima razón, Manuel -dijo el veterinario.

– ¿Y si el tiempo no descubre nada?

– Pues el crimen quedará impune, como tantos otros -dijo el policía.

– El cargo de conciencia no los dejará vivir -afirmó el cura.

Las posteriores reuniones de los cuatro hombres no aportaron nueva luz sobre el asunto en los finales del otoño. La vida seguía tranquila en la casa de la calle de la Luz. Y los observadores, en absoluto encontraron materia comentable. Don Onofre, como había anunciado, comenzó a salir al acabar la vendimia. Después de comer, vestido de riguroso luto, se iba al «Círculo Liberal» y allí permanecía hasta media tarde, jugando al tresillo con sus amigos. Pero la partida de don Onofre, desde la incorporación de éste a la vida social del Casino, tenía un mirón más que los de costumbre: Plinio. Éste, desde que oyese al cura y al médico que don Onofre iba a volver al Casino al final de la vendimia, con gran dolor de su bolsillo se apresuró a hacerse socia del «Círculo» -él siempre fue asiduo del «San Fernando»-, y comenzó a frecuentar la partida de don Onofre. Cuando éste volvió a su tertulia, Plinio ya era un habitual en ella en calidad de mirón.

Durante dos meses largos, el policía no faltó una sola tarde. La gente lo creía abstraído en los accidentes del juego, pero su verdadero estudio era la cara y reacciones de don Onofre. Con la endemoniada costumbre que tenía Plinio de mirar entre pestañas, resultaba muy difícil saber dónde posaba sus ojos.

Sus amigos y provisionales colegas en la investigación: el médico, el cura y el veterinario, le preguntaban con frecuencia:

– ¿Cómo va el tresillo?

Un día les dijo Plinio, que ya comenzaba a cansarse de su forzada misión:

– No he visto en mi vida un hombre más parecido a un niño que don Onofre. Hasta su afeminamiento lo aniña más a pesar de su corpachón.

– Total, que no le ves un detalle -dijo el cura.

Plinio movió la cabeza negativamente.

– Ya te lo dije yo… Es un tontaina.

Cuando faltaban muy pocos días para Navidades, los tres amigos recibieron aviso urgente del cura.

Plinio se imaginó para lo que era. Había oído a don Onofre decir en el Casino que iba a pasar una larga temporada en el campo. Se reunieron en la rectoría al caer la tarde.

– Boda tenemos, amigos -dijo el cura sin preámbulos-. Hoy me ha llamado muy secretamente don Onofre para avisarme que, con la mayor reserva, haga los preparativos necesarios. Él me fijará el día y la hora. Por supuesto que esto no lo debe saber nadie. Con razón, quiere ahorrarse la cencerrada.

– ¿Vio usted a Joaquinita? -preguntó el guardia.

– No. No apareció en toda la casa. Me permití insinuarle si no resultaría la boda demasiado prematura, dado que no hace un año que había muerto doña Carmen. No me contestó. Por primera vez en mi vida vi un gesto de dureza y decisión firme en su cara. Creo que está bien cogido…

– Por lo visto la chiquilla es un águila -dijo el médico como para sí-. Se supo ganar a doña Carmen hasta el extremo de ser su confidente y al mismo tiempo a Onofre, hasta el altar.

– Esto de la boda estaba previsto -dijo Plinio con desmayo.

– Sí, tú lo anunciaste hace mucho tiempo -añadió el veterinario.

– Yo daría cualquier cosa por no hacer ese matrimonio -dijo el cura hablando también para sí.

– Lo comprendo -asintió Plinio.

– Les advierto que muchas veces me dan ganas de coger al tontón de Onofre y contarle las cuatro verdades del barquero… ¡Qué narices, para eso es uno cura!

– Ya hablamos de eso en otra ocasión -añadió Plinio con severidad.

– Sí, sí, sí -dijo el cura-, pero es que la cosa es muy gorda.

– En conciencia, usted no puede citar a don Gonzalo, cuya suposición es la verdadera clave.

– Ya, ya lo sé, ¡uf! -Y, dando un puñetazo sobre la mesa, se levantó enrabiscado-. Si cogiese yo a la niñota esa en el confesonario…

– La cogerá usted -dijo Plinio, sonriendo-. Y ella, naturalmente, le dirá lo que quiera… Será una confesión angelical, aparte de lo del embarazo, naturalmente, que si existe sí se lo confesará. Y él también.

El cura se paseaba como una furia por el despacho rectoral. De pronto, se detuvo ante Plinio con verdadera indignación:

– Y tú, que eres tan buen policía, el mejor de España según dicen por ahí, ¿no puedes hacer algo, no se te ocurre nada, no encuentras una prueba, la mínima para evitar este matrimonio demoníaco? ¿El que esa víbora entre en la mejor sociedad de Tomelloso?

Plinio movió la cabeza, resignado. Luego, añadió:

– Yo soy un pobre guardia municipal, don Felipe… Bastante hace uno para dieciséis reales que gana.

– Y a lo mejor la víbora es él -intervino el veterinario.

El cura lo miró con desprecio y siguió sus paseos enfurecido. Luego, más sereno:

– No sé si me estará permitido comunicarles el día y hora de la boda, no lo sé. De todas formas es igual.